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Jojo Rabbit

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Hay que tener muchos huevos para hacer una película como "Jojo Rabbit" en los tiempos que corren. Y luego tener mucho talento para resolverla sin pisar demasiados callos, sólo los consabidos, los que crecen en los pies de los hipersensibles sin remedio. Hay que arriesgar mucho, de narices, para cerrar la película con los dos chavales bailando “Heroes”, la canción de David Bowie, que se compuso 32 años después de que Hitler asesinara a Blondie en el búnker de Berlín.

Un pasote, desde luego, soltar este anacronismo que podría haber quedado ridículo, metedúrico de pata, pero que sólo dura un segundo en la perplejidad del espectador. Al principio no sabes cómo reaccionar, pero luego, recompuesto de la sorpresa, ya no puedes evitar la sonrisa, ni la lágrima de emoción, porque mira que es bonita la canción, y mira que viene a cuento su letra, que trata de dos seres desangelados que necesitan creerse eso mismo: héroes, reyes por un día de su ciudad hecha pedazos. De sus vidas colgadas de una interrogación.

 Hay que medir mucho el chiste, la caricatura, para que Adolf Hitler haga de amigo imaginario del pobre Jojo y su presencia no provoque la náusea ni la indignación. En otros tiempos, Taika Waititi -que es el artífice de estos saltos al vacío- podría haber ido incluso más lejos: se nota que en algunos momentos de la película se contiene, que el cuerpo le pide más marcha… Pero son malos tiempos para la lírica, como cantaba Germán Coppini, y también para el sentido del humor. Taika Waititi podría haber sido el séptimo Monty Python si hubiera nacido en otro tiempo, y en otro lugar. Ahora los Monty Python posiblemente no podrían ni existir.

Internet, que parecía el logro definitivo, el universo expandido del humor sin limitaciones se volvió en nuestra contra. Dio altavoz a los listos, pero también a los tontos, que son más propensos a expresarse.



   

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Última noche en el Soho

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Quizá ya sea demasiado tarde para empezar. Pero no queda otra. Hay que cercenar las novelas aburridas desde el principio; decapitar las películas chorras que asoman su cabezón. Sin compasión. Necesito una katana de Hattori Hanzo para ejecutar los tajos inmaculados. Un arranque de valentía para ganar una tarde despejada, o una noche promisoria. Hay más vida al otro lado del sillón de lectura o de la pantalla de la tele. Y también hay más libros y películas que esperan su turno en las estanterías. Los objetos no tienen piernas para largarse con la impaciencia, pero corres el riesgo de que se acumulen y que se pase el tiempo del arrebato. El tiempo del enamoramiento de aquella trama, de aquella portada, de aquella actriz de belleza inconcebible.

Medio siglo nos contempla. Digo a nosotros, a los del plural mayestático. Al hombre y al cinéfilo; al seguidista y al protestón. Somos legión aquí dentro. Pero hasta ahora había un demonio muy poderoso que sojuzgaba a los demás. Él era el puto jefe, Pazuzu, tan musculoso como cobarde, que casi nunca se atrevía a parar una película cuando la cosa desbarraba o se desinflaba. Pazuzu siempre se aferraba al magisterio de la crítica, o a la cabezonería de su elección. “Algo tendrá la película cuando tanto la alaban”, decía. O: “Pues mira, si me equivoqué, me jodo, y para otra vez aprendo”.

Pero Pazuzu nunca aprendía, y así estábamos todos los demás, aburridos de tragarnos películas como ésta. Más bien hartos. Hasta los cojones diría yo. Así que hemos organizado el Motín de los Avernos, con la ayuda de Esquilache. El otro día, viendo “Spencer”, ya pusimos a Pazuzu en un brete: “O dejas de ver esta mierda o llamamos al padre Merrin para que venga con el maletín”. Pazuzu no dio su brazo a torcer, pero se le pintó el miedo en la mirada. Sus ojos rojos perdieron de pronto el fulgor de los desiertos.

Hoy, a la media hora de película, hemos cargado todos juntos y le hemos arrebatado el mando a distancia. Nos han caído encima algunas hostias descomunales, pero al final hemos logrado detener la película. Última noche en el Soho. Última noche de dictadura.





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