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Triple frontera

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La mezcla de testosterona y adrenalina en sangre debe de ser irresistible para los soldados que una vez sirvieron en el ejército americano. O eso es, al menos, lo que se empeñan en contarnos en las películas, porque en ellas los licenciados que no han sucumbido al estrés postraumático, o que no han perdido una pierna en las largas Guerras Americanas, se apuntan a cualquier plan que les proponga un excompañero si la cosa va de retomar el subfusil y cargarse a unos malotes que acumulan fajos de billetes en la mansión o en la jaima.  El Equipo A, por muy deleznable e insostenible que nos parezca ahora, creó todo un subgénero en la ficción americana.



    Tras dejar el ejército, o ser dejados por él, estos ex marines vagan por la vida civil alcohólicos o fumados, divorciados y mal follados, pendencieros y desaseados, ganando cuatro dólares en trabajos infectos que deberían hacer los pinches de los mexicanos, maldiciendo entre dientes al gobierno, a los liberales, a los mariconazos de Washington que una vez los enviaron al desierto de Atomarporelculistán, y que ahora no les pagan una pensión digna para seguir trasegando la cerveza y cumplir con la manutención de los hijos. Es un personaje arquetípico, de manual de cinéfilo, que en Triple Frontera se reproduce hasta cuatro veces, pues cuatro son, como los evangelistas del M-16, los ex combatientes que siguen al tal Santiago García, alías “Pope”, en su misión suicida de asaltar la fortaleza narcotraficante en un país sudamericano que nunca se nombra. A Pope, la verdad sea dicha, le tiran más las dos tetas de Yvonne, que es una hermosa infiltrada en la casa del narco, que las cien carretas de dinero que les ha prometido a sus compinches, de tal modo que él todo lo ve factible, realizable, cuestión de echarle un par de huevos y de poner un poco de disciplina, excitado por el sexo presentido, y sólo al llegar allí, al fregado del combate, estos samuráis sin coleta se darán cuenta de que la cosa es mucho más peliaguda de lo que parecía, la madre que lo parió, al Pope de los cojones…


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