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Nosferatu, vampiro de la noche

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Por muy plastas que se pongan los críticos de cine, Werner Herzog nunca nos ha regalado una obra maestra. Películas raras y curiosas sí, a mogollón. Porque Herzog es rara avis: un fotógrafo, un documentalista, un aventurero de la cámara. Un pirado entrañable. Pero no tengo claro que sea realmente un narrador. Todas sus películas son irregulares o fallidas, o directamente olvidables. Te deja turulato con algunas composiciones, con algunos atrevimientos de enajenado, pero ninguna película suya resiste el desafío de los relojes. Aún tengo pendientes “Fitzcarraldo” y “Aguirre, la cólera de Dios” y ya tiemblo sólo de pensarlo. No sé por qué me meto en estos berenjenales. Es el postureo, y el aburrimiento, y los putos homenajes...

“Nosferatu, vampiro de la noche” parece mejor de lo que es porque algunas escenas permanecen en el recuerdo. Son como los besos de los amores fracasados: hermosas pero tétricas, casi sacadas de una pesadilla que nunca se disipa. Nunca olvidaremos las momias de Guanajuato ni el velero llegando a la ciudad. Ni el mordisco final que es a la vez erótico y terrorífico. Ni los ataúdes, claro, desfilando por la plaza mayor del pueblo mientras las ratas se hacen dueñas de las calles. Ni la música, muy fumada, pero muy siniestra, de aquellos hippies llamados Popol Vuh. Ni, por supuesto, porque vive congelada en el tiempo, la belleza transilvánica de Isabelle Adjani, que es en sí misma un puro contraste de colores, con esa piel tan blanca, y ese pelo tan negro, y esos ojos tan azules como el amanecer. 

Y aun así, “Nosferatu” es una película deslavazada y cutre, risible por momentos. Te acuerdas todo el rato del “Drácula” de Coppola con una nostalgia incontenible. Y también de aquel zumbado llamado Max Schrenk que interpretó al Nosferatu original y que dicen que era un vampiro de verdad. Apostaría diez marcos alemanes a que Klaus Kinski también era de la cofradía. 




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Werner Herzog: un soñador radical

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Viendo el documental me dieron ganas de repasar la filmografía completa de Werner Herzog: sus imágenes son tan bellas, tan sugerentes, tan impregnadas de bendita locura o de locura desatada... Me dieron ganas de repasar, al menos, los hitos cinematográficos que aquí se subrayan, por artísticos o por singulares, porque después acudí a las páginas de la cinefilia y entre películas, documentales y proyectos muy personales hay como cien obras de don Werner para elegir. Y no hay vida para tanto. O sí la hay, pero con muchas cabras para ordeñar.

Tras las abluciones me fui a la cama, soñé algo relacionado con “Fitzcarraldo” y a la mañana siguiente, mientras hacía el café, una vaharada de cafeína me sacó del sueño y del ensueño. Recordé, estupefacto ante mi propio olvido, que una vez, en la juventud, me dio por acercarme a las películas de Werner Herzog y salí escaldado de la tentativa, como si hubiera asomado la jeta al cráter de un volcán tan fascinante como calenturiento. Recordé que von Werner, en efecto, es un creador de imágenes sin igual, muchas de ellas imborrables y ya patrimonio cultural de nuestra memoria, pero que luego, las películas, tiran más bien a infumables, atrapadas todas en un exceso mental o perdidas en una deriva de mareos. No hay nada redondo en ellas porque puede que a Werner Herzog, en realidad, le importen tres pimientos las redondeces.

Aún así, me dio por buscar “Fitzcarraldo” en las alforjas de la mula, y “Aguirre, la cólera de Dios”, y también “Nosferatu”, que aunque no salga en el documental yo sí la recuerdo con mucho cariño gracias al escote níveo y ubérrimo de Isabelle Adjani. Las encontré y las puse a cocer, pero no sé, la verdad, cuando las voy a revisar. De repente me ha entrado una pereza infinita, un arrepentimiento muy tonto. Caerán, pero no sé cuándo. Existen las compras compulsivas y también las descargas compulsivas. Casi estoy por hacerle el homenaje a Werner Herzog repasando la primera temporada de “The Mandalorian”. Solo por eso, por interpretar a un personaje de la galaxia muy lejana, Herzog ya tiene ganado el cielo y el soporte de la Fuerza. 




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Conociendo a Gorbachov

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Yo me hice comunista el 14 de junio de 1982, a eso de las diez de la noche, en el descanso del partido que disputaban URSS y Brasil en Sevilla, en el Mundial de España, cuando ya era evidente que Lamo Castillo estaba pitando contra aquellos pobres muchachos de la CCCP en el pecho. Un escándalo de la hostia, con fueras de juego inverosímiles, y penaltis clamorosos que se iban al limbo. A mi padre se le salía la cena por la boca, bramando contra ese esbirro del capital, contra ese sicario de la FIFA, que hacía todo lo posible para que la URSS no progresara en el torneo. Yo entonces no tenía ni puta idea de lo que era el comunismo, con diez años de edad más bien atolondrada, pero mi padre, cada que vez que Lamo Castillo pitaba una indecencia, decía que aquello era otra cornada para los pobres, para los desheredados de la vida. Y como nosotros éramos más bien pobres, y no teníamos herencias ni casa en el pueblo, yo me tomé aquello como un asunto personal, y ya era un comunista convencido cuando al final del partido nos clavaron -porque ya era “nos”- aquel puto golazo que todavía resuena en mi memoria.

    Durante los nueve años siguientes yo llevé el orgullo de la Unión Soviética por los ambientes juveniles de León. Yo era el niño que llevaba una camiseta de Renat Dasaev para jugar de portero en el parque. El que sonreía cuando en el colegio estudiábamos que la URSS producía más trigo y más carbón que nadie. El adolescente que lloraba en el cine por la derrota de Iván Drago en "Rocky IV", mientras todos los cerdos capitalistas aplaudían como locos en la platea, incluidos mis amigos. Yo era el que quería que se cargaran a Rambo en Indochina, y a Carl Lewis en los Juegos Olímpicos, y a Maverick en su puto avión de combate. Yo era ese niño, sí, y luego ese chavalote. 

    Yo fui el único adolescente de León que compró, y leyó, y llegó hasta a subrayar con un lápiz, “Perestroika”, un librito pedagógico en el que Mijaíl Gorbachov explicaba que así no se podía seguir. Que la URSS era un ídolo con pies de barro, medio hambriento y medio andrajoso, y que las cabezas nucleares sólo servían para dar el pego y asustar al personal. La URSS, según aquella tesis, no era tan próspera ni paradisíaca como yo pensaba, pero Gorbachov parecía un tipo muy listo que tenía las soluciones escritas en la calva. Él vaticinaba que el comunismo, con un par de ajustes, y con un par de corruptos enviados a Siberia, iba a durar como poco mil años más...




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