Conociendo a Gorbachov

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Yo me hice comunista el 14 de junio de 1982, a eso de las diez de la noche, en el descanso del partido que disputaban URSS y Brasil en Sevilla, en el Mundial de España, cuando ya era evidente que Lamo Castillo estaba pitando contra aquellos pobres muchachos de la CCCP en el pecho. Un escándalo de la hostia, con fueras de juego inverosímiles, y penaltis clamorosos que se iban al limbo. A mi padre se le salía la cena por la boca, bramando contra ese esbirro del capital, contra ese sicario de la FIFA, que hacía todo lo posible para que la URSS no progresara en el torneo. Yo entonces no tenía ni puta idea de lo que era el comunismo, con diez años de edad más bien atolondrada, pero mi padre, cada que vez que Lamo Castillo pitaba una indecencia, decía que aquello era otra cornada para los pobres, para los desheredados de la vida. Y como nosotros éramos más bien pobres, y no teníamos herencias ni casa en el pueblo, yo me tomé aquello como un asunto personal, y ya era un comunista convencido cuando al final del partido nos clavaron -porque ya era “nos”- aquel puto golazo que todavía resuena en mi memoria.

    Durante los nueve años siguientes yo llevé el orgullo de la Unión Soviética por los ambientes juveniles de León. Yo era el niño que llevaba una camiseta de Renat Dasaev para jugar de portero en el parque. El que sonreía cuando en el colegio estudiábamos que la URSS producía más trigo y más carbón que nadie. El adolescente que lloraba en el cine por la derrota de Iván Drago en "Rocky IV", mientras todos los cerdos capitalistas aplaudían como locos en la platea, incluidos mis amigos. Yo era el que quería que se cargaran a Rambo en Indochina, y a Carl Lewis en los Juegos Olímpicos, y a Maverick en su puto avión de combate. Yo era ese niño, sí, y luego ese chavalote. 

    Yo fui el único adolescente de León que compró, y leyó, y llegó hasta a subrayar con un lápiz, “Perestroika”, un librito pedagógico en el que Mijaíl Gorbachov explicaba que así no se podía seguir. Que la URSS era un ídolo con pies de barro, medio hambriento y medio andrajoso, y que las cabezas nucleares sólo servían para dar el pego y asustar al personal. La URSS, según aquella tesis, no era tan próspera ni paradisíaca como yo pensaba, pero Gorbachov parecía un tipo muy listo que tenía las soluciones escritas en la calva. Él vaticinaba que el comunismo, con un par de ajustes, y con un par de corruptos enviados a Siberia, iba a durar como poco mil años más...