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Nosferatu, vampiro de la noche

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Por muy plastas que se pongan los críticos de cine, Werner Herzog nunca nos ha regalado una obra maestra. Películas raras y curiosas sí, a mogollón. Porque Herzog es rara avis: un fotógrafo, un documentalista, un aventurero de la cámara. Un pirado entrañable. Pero no tengo claro que sea realmente un narrador. Todas sus películas son irregulares o fallidas, o directamente olvidables. Te deja turulato con algunas composiciones, con algunos atrevimientos de enajenado, pero ninguna película suya resiste el desafío de los relojes. Aún tengo pendientes “Fitzcarraldo” y “Aguirre, la cólera de Dios” y ya tiemblo sólo de pensarlo. No sé por qué me meto en estos berenjenales. Es el postureo, y el aburrimiento, y los putos homenajes...

“Nosferatu, vampiro de la noche” parece mejor de lo que es porque algunas escenas permanecen en el recuerdo. Son como los besos de los amores fracasados: hermosas pero tétricas, casi sacadas de una pesadilla que nunca se disipa. Nunca olvidaremos las momias de Guanajuato ni el velero llegando a la ciudad. Ni el mordisco final que es a la vez erótico y terrorífico. Ni los ataúdes, claro, desfilando por la plaza mayor del pueblo mientras las ratas se hacen dueñas de las calles. Ni la música, muy fumada, pero muy siniestra, de aquellos hippies llamados Popol Vuh. Ni, por supuesto, porque vive congelada en el tiempo, la belleza transilvánica de Isabelle Adjani, que es en sí misma un puro contraste de colores, con esa piel tan blanca, y ese pelo tan negro, y esos ojos tan azules como el amanecer. 

Y aun así, “Nosferatu” es una película deslavazada y cutre, risible por momentos. Te acuerdas todo el rato del “Drácula” de Coppola con una nostalgia incontenible. Y también de aquel zumbado llamado Max Schrenk que interpretó al Nosferatu original y que dicen que era un vampiro de verdad. Apostaría diez marcos alemanes a que Klaus Kinski también era de la cofradía. 




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La reina Margot

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Yo pensaba, hasta hoy, que había dos actrices francesas llamadas Isabelle Adjani: una más madurita que es la gran dama de la escena y otra más joven, de currículum muy corto, que en 1994 interpretó a la reina Margarita de Valois: esa mujer que fue reina de Francia y de Navarra por casamiento con Enrique IV. 

Yo pensaba que eran dos actrices distintas porque esta Isabelle Adjani de “La reina Margot” apenas tiene veinte años -veinticinco como mucho- y está que se rompe de guapa, mientras que la otra Adjani de las enciclopedias ya cuenta con 68 años a día de hoy. Y si hago la resta, las cuentas no me salen. Porque 2023-1994 da como resultado 29, y 68-29 son 39, y ni de coña, tiene la Isabelle Adjani de “La reina Margot” 39 años. Que no, vamos. Y menos en una época sin CGIs ni píxeles retocados. Como mucho, velos ante la cámara, como los que le ponían a Sara Montiel cuando salía por la tele.

Por mucho que internet afirme que sólo existe una Isabelle Adjani, yo seguiré pensando que había otra que hizo cojonudamente de la reina Margot, y que tras su papel para la historia decidió retirarse del oficio y dio orden de borrar sus huellas en los registros.

Curiosamente, las enciclopedias también hablan de una única Margarita de Valois cuando al parecer existieron dos muy diferentes: la real y la construida por el mito. Dicen que fue Alejandro Dumas el que pervirtió al personaje convirtiéndolo, precisamente, en una mujer perversa, que se acostaba desde zagala con cualquier mancebo apetecible de la corte de París, incluidos primos, hermanos y demás parentela de proximidad. Leo por ahí que las feministas están bastante cabreadas con don Alejandro por haber pintado así a la reina Margarita, que al parecer fue una mujer inteligente y capaz que supo capear una época muy sangrienta y demenciada. Y yo, la verdad, no veo donde está la incompatibilidad. Las feministas de la primera ola hubieran aplaudido que la reina Margot participara en los juegos sexuales de la corte como una más de la pandilla, alegre y sin prejuicios. Las feministas de la segunda ola ya parecen más monjas que otra cosa. 





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