7 años

🌟🌟🌟

Acorralados por la justicia, los cuatro socios de una empresa que evade capitales se reúnen para decidir quién habrá de pagar el pato. Los cuatro son unos chorizos por igual, pero si van todos a la cárcel, como en la película de Berlanga, el negocio se va a tomar por el culo. Pero si sólo va uno de ellos, asumiendo todas las culpas, la empresa podrá seguir funcionando con los tres miembros restantes, que compensarán al chivo expiatorio con dineros y prebendas. 

    Incapaces de ponerse de acuerdo sobre quién habrá de pasar siete años poniendo el culo en las duchas, los cuatro socios contratan a un intermediador para que les ayude a elegir víctima. Podrían echarlo a pares o nones, o al pito-pito-gorgorito, a la pajita más corta, pero todos estos sistemas les parecen muy injustos y muy poco profesionales. Así que allí, en la sede social de la empresa, se presenta el intermediador para encontrar una decisión negociada y aceptada por todos. Los cuatro empresarios tratan de mantener una discusión racional, de pros y contras, de tú tienes familia y tú eres más prescindible en el negocio y tú no soportarías ni cuatro días en el trullo.

    Pero el diálogo se enquista, los nervios se sublevan, y al final deciden entrar a matar: que si tú eres un tal, que si tú un cual, que si tú un inútil, que si tú una puta... 7 años, la película, dura lo mismo que una conversación entre cuatro amigos que van perdiendo la compostura y acaban a gritos y a hostias como ingleses borrachos en una terraza de Magaluf. El mismo tiempo que duraría la reunión a puerta cerrada de un partido político, uno que tuviera que decidir quién se enfrentará a los leones de la prensa como quien echa un hueso a los perretes. 

    Quiero pensar, malévolamente, que 7 años es una metáfora retorcida sobre el estado actual de las cosas, y no un simple ejercicio de estilo -muy meritorio- ni un simple ejercicio de antropología -muy interesante. 



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Sparrows

🌟🌟🌟

Han querido los hados que la película islandesa Sparrows aterrice en mi ordenador justo al mismo tiempo que leo las andanzas de John Carlin en esa isla que ya es mítica en lo futbolístico, y ejemplar en todo lo demás. El libro lleva por título Crónicas de Islandia, y por subtítulo, El mejor país del mundo. "Lo más parecido a una utopía bajo el sol", dice el bueno de John Carlin, que escribe páginas y páginas buscando una tara, una vergüenza, una fosa séptica escondida bajo ese jardín florido de progreso social y orden económico. Y no termina de encontrarla. 

    Al final de su aventura, tras decenas de entrevistas con islandeses de todo pelaje, desde ministras del gobierno a pescadores del bacalao, John Carlin se autoproclama islandés de adopción, y evangelista de su modo de vida. Islandia es, en efecto, el paraíso de la mujer liberada, del estado del bienestar, de la monogamia sucesiva que no conoce la culpa ni el pecado, pues allí los curas siempre lo tuvieron crudo con los paganos ancestrales. Islandia, además, que ya ha trascendido su pasado agropecuario, bulle de creatividad en todos los sectores de la economía, y aquello es como la meca actual de los ingenieros, de los biotecnólogos, de los diseñadores de esto y de los diseñadores de lo otro.

     A Sparrows, sin embargo, aunque transcurra en tierras islandesas, todo esto le importa un comino. Su relato es más íntimo, más pesaroso, lejos de las luces modernistas de Reikiavik. Ari, su protagonista, es un adolescente que ha de pasar el verano con un padre al que hace años que no ve. Y su padre no es, precisamente, un islandés modélico ni sofisticado. Es, más bien, un borrachuzo con arranques de ira que malvive trabajando en una factoría de pescado, en el quinto pino que plantaron los vikingos cuando llegaron a la isla. No todo el monte es orégano, al parecer, lejos de la capital. El pueblo huele a pescado, los adolescentes se cuecen en los botellones, y la chica maravillosa prefiere entregar sus besos a un matón de los que te encontrarías en cualquier lugar del mundo, en Moratalaz, o en Ponferrada, muy lejos de la mística del escandinavo civilizado.

    El pueblo de Sparrows es, para resumirlo, un pueblo de mierda. Ahora vete tú y dile al pobre chaval que está viviendo en "la utopía bajo el sol". Como poco te mete una hostia y te deja en el sitio. 




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The Young Pope

🌟🌟🌟🌟

The Young Pope no es una serie de televisión. Son dos. La primera consta de seis episodios y basta con ver sus primeros minutos para ya quedar enganchado y recomendársela a todo el mundo. Es como si Paolo Sorrentino no hubiera dejado de rodar La gran belleza, solo que ahora, en vez de seguir las andanzas de Jep Gambardella, traspasa los muros del Vaticano para seguir las aventuras de Lenny Belardo, el cardenal norteamericano que es elegido contra todo pronóstico por el Espíritu Santo. Porque ha sido Él, sin duda, y no el cardenal Voiello, el hacedor de papas que se ha quedado pasmado, quien ha designado a un tipo tan inesperado como contradictorio: guapo, joven, atlético, fumador..., y ultraconservador hasta meter miedo.

    Pío XIII -y la elección de este nombre no es, por supuesto, casual- recoge el testigo de San Pedro para cercenar cualquier afán aperturista o reformador. La Iglesia, bajo su mandato, regresará a las posturas beligerantes e intransigentes. Poco a poco irá desandando el camino hasta perderse en los tiempos decimonónicos, cuando la Iglesia todavía era una institución poderosa, de extensos territorios, que acojonaba a sus feligreses con solo levantar un dedo. Belardo ha optado por el camino oscuro para salvar a la Iglesia como un Darth Vader vestido de blanco. Si la gloria estaba en el pasado -piensa Belardo- volvamos a él. A la misa en latín, al papa que no viaja, a las amenazas del infierno.

    La segunda parte de The Young Pope tiene cuatro episodios y ya es como si a Sorrentino le hubiera dado un telele, o un aburrimiento. Lo que antes era intriga política y debate teológico, ahora se convierte en torrente de sentimientos, y en pulsión de los corazones. La serie embarranca y nos confunde. Hay lágrimas, pudores, confesiones, arrepentimientos. Padres ausentes que parecen sacados de una película ñoña de Steven Spielberg. Si la serie nos tenía fascinados porque el Vaticano es tenebroso en los fondos pero bellísimo en las formas, de pronto, como en la película de Manuel Summers, aquí to er mundo é güeno y encuentra su redención, y su camino, y su perdón. Y el  Vaticano, para nuestro asombro, vuelve a ser ese lugar de gentes buenas y afables que nos narraban los curas de nuestra infancia. El País Encantado de los Hombres sin Sexo. 

Sólo faltan las campanas tocando en el cielo, como en el final de Rompiendo las olas.


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Un pez llamado Wanda


🌟🌟🌟

    En el documental sobre la vida, obra y milagros de los Monty Python titulado Almost the Truth, todos rajan un poco de todos cuando rememoran los viejos tiempos. Son pequeñas collejas, delicados pellizcos, que quizá no van a más porque aquí todo el mundo -salvo Terry Gilliam- es un caballero británico educado en Oxford o en Cambridge. Lo cierto, sin embargo, es que todos iban bastante a su bola, y que sólo apremiados por los productores se reunían en torno a una mesa para discutir ideas y rebajar egos. Los Python tenían personalidades que a veces chocaban, inquietudes que no siempre coincidían. Sueños más o menos secretos de montárselo de otra manera, o en solitario, para no encasillarse en el papel de payasos eternos. Idle soñaba con hacer musicales; Gilliam con rodar sus propias chifladuras; Palin se consideraba infravalorado como actor; Jones era un pequeño dictador detrás de la cámara; y Chapman, el fallecido, se pasaba las horas entre brumas alcohólicas y resacas pesarosas.



    Pero la voz más discordante es sin duda la de John Cleese. Cleese utiliza ironías muy finas y sonrisas muy amables para atizar el fuego del descontento, pero no puede disimular su incomodo por muchas cosas que rodó a su pesar. Era, probablemente, el miembro más reconocible de los Python, por su estatura, por su currículum paralelo. El más ganso de todos -junto a Palin- cuando había que dar el do de pecho de la astracanada. Quizá se vio minusvalorado, encerrado en una jaula de oro, como el famoso loro del gag inmortal. Y quiso volar.



    Cuando los Python decidieron que ya no más, como en la canción, Cleese fue el actor más prolífico de todos. Hizo comedias, dramas, westerns, pero casi todo fue cayendo en el olvido del cinéfilo desmemoriado. Todo salvo Un pez llamado Wanda, que fue un proyecto muy personal en el que Cleese puso guión, actuación y parte de la dirección. Un pez llamado Wanda es una película ochentera, alocada, de músicas rumbosas metidas con calzador. Tiene momentos memorables y momentos catastróficos. El tiempo empieza a erosionarla. Cleese se lo curra, se lo monta, y nuestra simpatía está con él porque no es fácil sobrevivir a los Python. También anda por allí Michael Palin, de ex Python invitado, haciendo el ganso una vez más. Recuerdo que la publicidad de la época nos vendió Un pez llamado Wanda como "la vuelta de los Monty Python". Hay que tener poca vergüenza, con sólo un tercio del personal. Fuimos a verla como tontos y aun así nos lo pasamos de rechupete, con mucha risa, y mucho ojo dislocado en el escote de Jamie Lee Curtis. Pero aquí, el que cortó el bacalao, el que se llevó las carcajadas, el que ganó un premio Oscar meses después, fue Kevin Kline. Ni Pythons ni hostias en vinagre. Kline se come todas las escenas como se comió los peces del acuario. A Wanda incluido. Si Cleese quería lucirse, se equivocó de partenaire. Le salió un robaescenas como en los tiempos de los Python. Una vez más en segundo plano, y diluido. 


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Better Call Saul. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Creía haber leído en algún lugar que Better Call Saul terminaría con la conversión definitiva de Jimmy McGill -el abogado de las ancianitas desvalidas- en Saul Goodman -el asesor de los narcotraficantes con metralleta. Saul Goodman va inscrito en los genes de Jimmy McGill como una maldición de su destino. Y aunque Jimmy es un buen tipo que en el fondo sólo quiere hacer un poco de justicia, y ganarse unos cuantos dólares en el proceso, el fantasma de Saul poco a poco va deslizándose bajo su piel, usurpando su personalidad. Y no es que el contexto, precisamente, poblado de caraduras y arribistas, de listos y listillos, ayude mucho a impedir esta fagocitación.

    Así sucede en realidad con todos nosotros. El yo que somos y el yo que seremos caminan separados durante muchos años, uno en acto y otro en potencia. A veces, en las fotografías que nos hacen de jovenzuelos, se puede ver un extraño resplandor que nos acompaña en el gesto, en el escorzo. Algunos lo confunden con un fantasma,  o con un reflejo del sol, pero en realidad es nuestro yo futuro, el definitivo, que está esperando el paso de los años para tomar posesión de su plaza. Hasta que él no llega, todos somos interinos, provisionales, soñadores... La juventud sólo es un tiempo de verano antes de que se presente el señor otoñal para sustituirnos. Un buen día nos dormimos y a la mañana siguiente ya no estamos, desplazados por el Saul Goodman que esperaba su momento bajo la cama, como los extraterrestres envainados de La invasión de los ladrones de cuerpos.

    Saul Goodman ya ha asomado la patita en la serie, pero no ha llegado del todo. Se transparenta en alguna mirada perdida, en alguna conducta deshonesta. Su nombre aparece en los anuncios estrambóticos que Jimmy McGill rueda para la televisión. Pero nada más. Better Call Saul no debería haber terminado todavía, pero busco su cuarta temporada en la red y descubro, primero perplejo, y luego entristecido, que nadie garantiza su renovación. La serie, al parecer, está dando unos índices de audiencia muy bajos, y su productora se lo está pensando dos veces, y hasta tres. "Que se joda el espectador medio", gritó una vez David Simon cuando le preguntaron por la complejidad de The Wire. Si finalmente nos quitan a Saul Goodman, será el espectador medio el que nos joda a nosotros.



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Trainspotting 2

🌟🌟

Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición



    Sick Boy sigue sobreviviendo en el lado oscuro de la ley, Spud va y viene con sus chutes de heroína y sus deschutes de metadona, y Begbie, que ahora se hace llamar Franco, se sigue liando a hostias con cualquiera que le mira de soslayo, aunque ahora lo haga dentro de los muros del talego. Si alguien pensaba que Trainspotting 2 iba a contradecir la primera ley de la termopsicología, que afirma que las personas no cambian jamás, y que todos estamos condenados a repetirnos con mayor o menor disimulo, se va a llevar un buen chasco con el argumento. Los gamberretes que en Trainspotting rezumaban juventud loca, ahora transitan la muy jodida década de la cuarentena, que no por casualidad tiene nombre de peligro por enfermedad. Los desperfectos en la fachada ya no hay cuadrilla que pueda revocarlos, y por dentro, en la fontanería de las vísceras, empieza a escucharse un runrún sospechoso, un siseo persistente, que tarde o temprano desembocará en la enfermedad que habrá de llevarnos por delante.

   A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos. 



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Trainspotting

🌟🌟🌟🌟

En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.

    Venía uno a Trainspotting -por ejemplocon la intención de disertar un poco sobre las drogas, sobre la sociedad injusta que alimenta la desesperanza en la juventud. Pero de pronto las palabras me han parecido altisonantes, impropias de un blog sin altura ni pretensiones. Es por eso que he perdido casi una hora buscando otra idea alimenticia en el DVD, como quien busca un salvavidas o un clavo al que agarrarse. Trainspotting, en efecto, como allí afirman sus propios creadores, desde Irvine Welsh a Danny Boyle, no es una película sobre pandilleros heroinómanos en Edimburgo, aunque pudiera parecerlo. Su tema central es la amistad que se derrumba, aunque se hayan pasado los años mozos en las cuchipandas y en las correrías, jurando un compromiso eterno que el tiempo finalmente se llevó. El gran drama de Renton no es la heroína, sino la certeza de vivir desplazado, en una tierra que no ama, en  un grupo de amigos que lo llevan por senderos que no quiere transitar. Renton no se drogaba para hacer piña, sino para olvidar que estaba en ella. Ese es el viaje personal de Trainspotting. Una cosa muy profunda en realidad, enmascarada tras músicas molonas y planos desquiciados. Y picos en vena.

    Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.


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This is Spinal Tap

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Rodolfo Chikilicuatre empezó siendo un personaje más de la pandilla nocturna de Andreu Buenafuente. Un cantante de tupé imposible y guitarra infantil que cantaba el Chiki Chiki rodeado de tías jamonas. Su número de humor, estrafalario y tontuno, terminó participando en el festival de Eurovisión para asombro y carcajada de los espectadores que aquel día, por primera vez en muchos años, nos asomamos a las pantallas cantarinas del continente. Algún telespectador en los confines de la vieja Europa, quién sabe si en Malta, o en Letonia, se tomó muy en serio el baile ridículo de Rodolfo, y éste, mejorando actuaciones precedentes, y varias que vinieron después, recibió cincuenta y cinco puntos que refrendaron el triunfo del humor sobre la realidad. De la broma cachonda sobre la seriedad de la propuesta.


   Veinticinco años antes, al otro lado del charco, un grupo de comediantes televisivos que además componían canciones y rasgueaban las guitarras, decidieron gastar una broma parecida en This is Spinal Tap, el falso documental que cubría la gira por Estados Unidos de los Spinal Tap, un grupo de rock británico que trataba de reverdecer las viejas glorias de su repertorio. El mockumentary de Rob Reiner era la parodia hilarante de todas las tonterías musicales y extramusicales que rodeaban a los melenudos de entonces: las riñas internas, las crisis conceptuales, las extravagancias en los hoteles. La "Yoko-Ono" de turno que al final terminaba por joderlo todo. 

    Los componentes de Spinal Tap eran medio bobos y medio yonquis. Unos majaderos sin dos dedos de frente que iban metiendo la pata en cualquier escenario que pisaban. Pero muchos espectadores salieron de los cines convencidos de su existencia real, y se preguntaron, extrañados, cómo es que nunca habían oído hablar de aquel grupo de fama mundial. La broma de estos comediantes americanos se hizo bola de nieve, y fenómeno universal, y años después, para seguir con el cachondeo, y satisfacer las inquietudes de los fans, decidieron formar el grupo verdadero de los Spinal Tap, una mezcla imposible entre el rock de The Queen y las letras de La Polla Records, que tocó sus descojonaciones en los escenarios más selectos del circuito mundial. Tuvieron, incluso, una aparición estelar en Los Simpson, que hoy por hoy es la aspiración máxima de cualquier artista que se precie. El reconocimiento último tras el que ya puedes retirarte para morir tranquilo. 


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