Clash

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Tenía en la lista de películas pendientes -de ésas que la crítica especializada alaba en unánime y sospechosa adjetivación- esta rareza procedente de Egipto que se titula Clash. Películas que uno enfrenta con una pereza terrible, desconfiado y muy poco ecuménico, y que terminan cayendo en la tarde plomiza de noviembre sólo porque uno va de cultureta por la vida, y porque se deja influir por el sermón untuoso de los sumos sacerdotes.

    Y en efecto: a los veinte minutos de metraje, todos los adjetivos que había leído sobre Clash en las columnas de los gurús yacían por el suelo de mi salón, estrujados y convertidos en pelotas de papel. En este "experimento fílmico" recalentado al sol del desierto, el director planta una cámara dentro de un furgón policial, y allí, en el contexto de las refriegas callejeras que pusieron a Egipto en la portada de todos los telediarios, van entrando a empujones gentes de todo pelaje: periodistas extranjeros que grababan sin permiso y militantes islámicos que gritaban "Alá es grande". Nostálgicos de Hosni Mubarak que clamaban su laico retorno y tipos como usted y como yo que simplemente pasaban por allí y fueron confundidos por los tipos del casco y la porra... 

    Al principio parece que todos los detenidos se van a matar entre sí, enfrentados ideológicamente, sedientos y hambrientos, abandonados por los mismos hombres uniformados que los detuvieron. Pero de pronto, en un milagro de la bonhomía, reina la concordia y el buen rollo entre los allí encerrados. Hombres y mujeres rompen el hielo, charlan de sus cuitas, y hasta llegan a enseñarse las fotos familiares que guardan en las carteras.

    Mientras ahí fuera, en las calles de El Cairo, siguen las hostias como panes entre laicos y creyentes, el entendimiento se hace posible dentro del contexto claustrofóbico de una lechera. Muy bonico todo, pero muy aburrido. Yo, tan cínico con estas cosas, no hubiera llegado al final de Clash si no me hubiera dado por imaginar la versión patria del asunto, basada en los hechos muy reales de las últimas semanas: qué harían, de qué hablarían, como fumarían la pipa de la paz dentro de una lechera de la Policía Nacional tres tipos con la bandera estelada, otros tres con la bandera de España, un facha de tronío, cuatro desinformados de la actualidad, dos amas de casa que salieron a comprar el pan y las verduras y dos periodistas del Frankfurter Allgemeine que todavía no entendían ni media mierda del asunto...



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Fe de etarras

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El trabajo más duro para cualquier terrorista profesional, de esos que hacen carrera en el empeño y luego suben puestos en el escalafón, no es apretar el gatillo, ni detonar la bomba, que para eso ya vienen con la psicopatía de serie, y la sociopatía incorporada en el chasis. Lo más jodido de su labor asesina es esperar: pasar un día tras otro de calculada inactividad, esperando instrucciones, repasando el plan, cargándose de razones... Después de cada crimen cometido, con su subidón de adrenalina y su inflamación de las creencias, vienen largos meses de sigilo en el piso franco. Ratos interminables de jugar al trivial o al parchís mientras los telediarios pasan por delante y la vida transcurre. 

    En el fondo, ser terrorista es un auténtico coñazo, sobre todo si vives tras las líneas enemigas, porque estás muy lejos de los tuyos, a mil kilómetros de tu bar preferido, con la novia -o el novio- siempre en trance de olvidarte o de mandarte a la mierda. Sólo los matarifes más fanáticos, o los que no tienen vida propia que disfrutar, aguantan esa tensión de los días vacíos. Ese cobrar un sueldo y una manutención por no hacer nada. Hay que ser un funcionario muy honrado para resistir la tentación de la actividad...


    Fe de etarras transcurre en 2010, en plena decadencia de ETA, y también en pleno Mundial de Sudáfrica, con la retórica españolista en las radios y las banderas rojigualdas en los balcones. Ante tal panorama, el único personaje que mantiene su fe es el personaje de Javier Cámara, un riojano de Euskalherría que se considera a sí mismo el último gudari, el último mohicano de una lucha patriótica que viene de siglos, de milenios incluso, enraizada en las disputas que mantuvieron los protovascos que cazaban el mamut con los protoespañoles que preferían el venado. Sin embargo, a los otros comandos que le acompañan, se les va cayendo la fe de los bolsillos, y la arrastran por el suelo como condenados con su bola de hierro. Decía Francisco Umbral que siempre era un espectáculo contemplar a los hombres trabajando en lo suyo, y Fe de etarras, básicamente, es una ventana abierta -finamente cómica, pulcramente medida- a esas jornadas maratonianas de los terroristas dedicados a su trabajo revolucionario de contemplar las musarañas.




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Jerry Before Seinfeld

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De las cosas que aprendí -o recordé- viendo Jerry Before Seinfeld:

    Que Jerry Seinfeld, antes de regalarnos la mejor sitcom de la historia -en coautoría con Larry David- hizo sus pinitos de humorista en un club llamado The Comic Strip, en Nueva York, al que ahora regresa para recordar sus viejos chistes ante el micrófono, en una hora inolvidable de carcajadas e inteligencias.

    Que todas las expresiones que contengan las palabras "veinte minutos" son falsas: "Tardaré veinte minutos", o "La intervención durará veinte minutos", o "Soy capaz de aguantar veinte minutos sin eyacular".

    Que la realidad, en un milagro que se repite cada día, lo mismo en asuntos nacionales que en internacionales o deportivos, se ajusta exactamente al espacio disponible en los periódicos, de tal modo que en ellos nunca queda un espacio en blanco, ni hay que añadirles un espacio extra para contar un suceso inesperado.

    Que estaría muy bien que en las películas, de vez en cuando, aparecieran unos subtítulos que fueran recordando claves sustanciales de la trama ("Recuerda que Fulano le estaba poniendo los cuernos a Mengana"), o que fueran despejando esas dudas que a veces se quedan atoradas en la punta de la lengua, como cosquilleos molestos que impiden la concentración ("Este actor que ahora habla también salía en aquella película titulada...")

    Que no parece una buena idea regalarle a un ser querido una radio musical para la ducha, si no queremos que se mate en ese entorno tan poco propicio para el baile, con el suelo resbaladizo, y la mampara de vidrio...

    Que hacerse adulto significa, entre otras cosas, ir añadiendo bolsillos a la vestimenta, en pantalones y camisas, chaquetas y abrigos, de tal modo que cuando alguien nos pregunta por las llaves nos palmoteamos compulsivamente los mil y un recovecos, poniendo caras de fastidio, mientras que un niño sólo tiene que abrir las manos para demostrar que no las lleva encima...

    Que si no hubiese flores para regalar, la Tierra sería un planeta habitado únicamente por hombres y lesbianas.

    Que si le preguntas a un amigo qué tal le va con su pareja, a mayor incertidumbre en la relación, más arriba se toca la cara con la mano mientras medita: ligera preocupación, si se acaricia el mentón;  crisis inminente, si se pellizca el entrecejo; al borde del colapso, si se frota la frente con la palma de la mano...




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El hijo de la novia

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Los seguidores de este blog infumable ya saben que últimamente, a veces guiado por la búsqueda activa, y otras manipulado por el inconsciente traidor, veo mucho cine de cuarentones sumidos en la crisis existencial. Es lo que toca. Con el trabajo consolidado, el hijo criado y el matrimonio finiquitado , se abre ante mí la terra incognita de la vida. Y el cine, a veces más que la vida real, me proporciona apuntes que voy anotando en el cuadernillo de la pequeña sabiduría. 

    Ante mí está el desafío de reinventarse, el afán de reenamorarse, el reto de asumir la lenta decadencia de los sueños y las energías... La pitopausia, y las resacas como hostiazos. Las ganas de revivir mezcladas con la baja forma de los sistemas corporales. El cuarentón -y yo no escapo de esa caricatura- es un personaje complejo, tragicómico, un tipo algo ridículo que está a medio camino de la tonta juventud y de la docta decrepitud. Un tipo que da mucho juego en las películas, y que lo mismo te da para soltar un par de lagrimones que para liberar un par de carcajadas, según como lo pille la cámara, y como nos coja el ánimo en la butaca.

    En El hijo de la novia, el personaje de Ricardo Darín tiene cuarenta y dos años, un restaurante que atender y una custodia que compartir. Y una novia mucho más joven a la que satisfacer. Físicamente, moralmente y diplomáticamente. Darín, además, tiene un padre que aún siendo ateo quiere casarse por la iglesia con una mujer enferma de alzhéimer. Y un amigo muy cargante que siempre aparece en el momento más inoportuno para hacer su humorada. Un porro descomunal, como se ve.

    Darín, por supuesto, no da abasto con tanto personaje salido del vodevil. Y aunque no tiene ni una cana en el pelo, el jodío, ni un mellado en la dentadura, ni una puta nube en la sonrisa, al final su cuerpo le dice que hasta aquí hemos llegado, y se desploma derrotado por el sinvivir.  La moraleja es evidente: a los cuarenta y tantos hay que priorizar objetivos, ralentizar el ritmo, entrenar la cachaza... Hacer el amor con más esmero, y el trabajo con más mimo, y la amistad con más mansedumbre. Cribar, sosegar, tolerar... Como venía a decir Nietzsche por debajo de tanta filosofía sobre los superhombres y los dioses muertos, lo importante, al fin y al cabo, son las buenas digestiones.




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Good bye, Lenin!

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Una señora franquista que hubiera entrado en coma tres días antes de la muerte del dictador, y reviviera hoy mismo en la habitación soleada de su clínica privada, no necesitaría que ningún hijo la engañara sobre el estado político de la patria. Todo está más o menos como estaba. 

    En Good bye, Lenin!, sin embargo, la mamá de Alex, que sufrió su infarto justo antes de la caída del Muro, necesita todo un paripé familiar para no saber que la Alemania Oriental ya no existe y que el comunismo ha sido finalmente derrotado. Que sus sueños de proletaria combativa, de soñadora de fraternidades universales, han ido a parar a los basureros de la historia... Ocho meses después de lo del Muro, a su Berlín resistente y pobretón, orgulloso y mal abastecido, ya no lo conoce ni la madre que lo parió. Las gentes visten distinto, sueñan distinto, comen hamburguesas del McDonald's, y en la televisión aparecen mujeres semidesnudas y anuncios de Ferraris derrapando por Miami Beach. Sus ideales viajan por las cloacas camino del mar, y sus allegados tienen que sudar tinta china para hacerla creer que nada ha cambiado en el paraíso socialista.

    Nuestra señora franquista no necesitaría tantos desvelos de los familiares congregados ante su cama. Apenas extrañaría nada al encender el telediario de La 1, o al escuchar las tertulias de la radio. El rey actual, tan guapo y mocetón, es el hijo de aquel otro que designó el Caudillo con un simple capricho de sus cojones. La democracia -aunque sólo mencionarla le produzca gases y le altere la tensión a la señora- la están gestionando los nietos de aquellos patriotas que ganaron la Guerra Civil, y es muy probable que sólo estén disimulando para complacer a los americanos y a los europeos, siempre tan meticones e idealistas. El ejército sigue desfilando cada 12 de octubre, los obispos siguen bendiciendo las fiestas de guardar, y los equipos de fútbol siguen dedicando sus títulos a la Virgen del terruño. Las banderas del águila imperial siguen exhibiéndose por las calles como si no hubiera pasado el tiempo, y los cachorros de buena familia, aprovechando las manifas, siguen ahostiando como se merecen a los rojos que quieren traernos el ateísmo y el reparto de la riqueza.

    Lo único que a esta señora habría que ocultarle para que no se muriera de otro soponcio, es saber que ahora las mujeres abortan, que los maricones se casan, que los jovenzuelos compran condones como quien compra chicles en el kiosco. La liberación de las costumbres... Cuánto tendrían que callar esos mismos nietos que la sonríen disimulando, que le dan la razón como a los tontos. Los asuntos de la jodienda, que no tienen enmienda.




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Desayuno con diamantes

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En la vida real, el amor casi siempre es un cruce de malentendidos. Un diálogo para besugos. Un trasiego de flechas que rara vez aciertan en el blanco. La mayoría de las veces nos enamoramos de quien no nos corresponde, o recibimos el amor de quien está condenado a nuestra indiferencia. Las miradas suelen perderse en la desgana; los sueños, en una nube; las flores, en un contenedor. En los tiempos modernos, los anhelos terminan silenciados en el whatsapp, bloqueados en el facebook, estrujados en la papelera de reciclaje. El amor, en nuestra existencia mamífera, en nuestro deambular por las aceras, es una lotería de los más afortunados, el premio más apetecible y raro del Un, dos, tres...


    Y sin embargo no nos rendimos. Somos románticos y enamoradizos. Seguimos saliendo a las calles, y a los bares, y a los patios de internet, a perseverar en nuestro sueño de mágicas coincidencias. De eso tienen mucha culpa las películas -como antaño fueron culpables los bardos, o los poetas- porque ellas nos venden el sueño de la reciprocidad, la ilusión de la plenitud. Publicidad engañosa, pero maravillosa, ante la que suspendemos cualquier suspicacia o raciocinio. Las películas como Desayuno con diamantes son clásicos cursis, inverosímiles, de personajes tan literarios como improbables, y precisamente por eso los adoramos, y nos enternecen, y nos hacen llorar en la última escena del beso, aunque hayamos jurado cien veces no caer de nuevo en tan ridícula debilidad. Ellos nos devuelven la esperanza del amor. 

    En las pantallas del cine clásico el amor es fácil y asequible. Casi un trámite administrativo. Es como si... solo hubiera que chascar los dedos. Si no fuera porque las películas tienen que durar dos horas para dar de comer a tantas personas que trabajan en ellas, las damiselas requebradas otorgarían su aquiescencia a los cinco minutos de metraje, y el resto de la trama ya sólo sería el relato porno de sus muchos encuentros con el galán, y el relato trágico, en los minutos finales, de cómo el amor antaño maravilloso se fue diluyendo y marchitando. 


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El mismo amor, la misma lluvia

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Uno de los libros que más me han ayudado a entender el mundo se titula La supervivencia de los más guapos. En él, Nancy Etcoff, que es una psicóloga americana muy lista y muy intuitiva, cuenta que ser guapo o guapa no es sólo una ventaja evolutiva que permite encontrar más y mejores parejas sexuales. Su éxito también se extiende al ámbito laboral, al mundo de las amistades, a las colas de las panaderías o de los restaurantes. A los así agraciados se les abren puertas que a otros se nos cierran en las narices. Se les conceden oportunidades que a los demás se nos deniegan con mal gesto. Los guapos nos seducen, nos confunden, nos secuestran la voluntad. La simetría facial tiene algo de hipnótico; los ojos bonitos son como ascuas brujeriles que nos hechizan. Los cuerpos bien formados nos acomplejan, nos aturullan, nos vuelven serviciales y sumisos. A un hombre de bandera, o a una mujer de rompe y rasga, les perdonamos cosas a que nuestros congéneres de la fealdad, a nuestros hermanos del infortunio,  tardaríamos mucho tiempo en olvidar. Lo que enseña Nancy Etcoff es que nadie es culpable de todo esto, ni los seductores ni los seducidos: es la biología en marcha, el instinto en acción...




    En El mismo amor, la misma lluvia, el personaje de Ricardo Darín es un fulano execrable que pone los cuernos a su pareja, deniega la ayuda a sus amigos y extorsiona a los artistas para escribirles una buena crítica en su columna. Un tipo de conducta errática, caprichosa, que sin embargo sale bien parado de todos sus lances porque tiene ojos azules de niño y sonrisa pícara de truhán. Y maneja, además, esa verborrea argentina que seduce los oídos y enreda las voluntades. Un tipo muy peligroso. Un superviviente nato. Un canallita. Un estafador biológico de primera categoría. Incluso el personaje de Soledad Villamil -que es una mujer guapísima que podría tener a cualquier hombre que deseara- cae rendida una y otra vez a los encantos de este fulano que mientras se la tira, sonriendo con cara de amante beatífico, de hombre comprometido para la causa, ya está pensando en el próximo movimiento sexual de su partida de ajedrez. No sé de dónde han sacado que El mismo amor, la misma lluvia es una película romántica... Despojada de músicas y de lirismos, la cinta de Campanella es el crudo National Geographic de un macho alfa que medraba en el ecosistema argentino de los años ochenta.




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Morir de pie

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El primer episodio de Morir de pie me engancha. Me abre el apetito de ver la temporada completa. Y eso, en esta sobreabundancia de series que nos abruma, en este sin vivir de elegir una ficción entre mil, es un mérito incuestionable. Cuando estos jovenzuelos y jovenzuelas, aspirantes a la fama, desvergonzados y sinvergüenzas, salen al escenario y cogen el micrófono para soltar sus visiones ácidas sobre la vida, yo me descojono como un adolescente en el sofá. Hay mucho sexo, mucha cafrada, mucha mala follá... Son de la escuela de Lenny Bruce, estos muchachos. Pero es que luego, además, entre bambalinas, cuando se cruzan amores y envidias, amistades y puñaladas, los diálogos son igualmente chispeantes, lúcidos, tan buenos como los monólogos que les dan precariamente de comer, hasta que llegue la invitación de Johnny Carson para aparecer en su programa nocturno y se hagan de oro con las ofertas de trabajo.

    El problema de Morir de pie es que su segundo episodio es igual al primero, y el tercero al segundo, y así sucesivamente, como en una tira de muñecos de papel. He llegado al quinto episodio con la sensación de estar viendo siempre lo mismo... Y he decidido devolver el animal a la protectora. El flechazo amoroso se ha tornado pesadez y pereza. Lo poco agrada y lo mucha cansa, o algo así, que decía el refrán.

    Lo de hacer chistes con las mamadas, por ejemplo, está muy bien. Lo mismo en el escenario artístico que en la vida cotidiana. Tal práctica sexual se presta a todo tipo de ingeniosas malevolencias. Es sucia pero divertida. Escatológica pero excitante. Dice mucho de quien la practica, o de quien no la practica. De quien la enaltece y de quien la condena. Es como una prueba del algodón para detectar personalidades: en la mamada está el generoso, la melindrosa, el desprejuciado, la novicia... A las mamadas las puedes volver del derecho y del revés. Sirven para pasárselo muy bien y para fortalecer el vínculo. Si las subes a un escenario son material cómico de primera categoría. Yo mismo, que me crié en el arrabal, y que me rodeo de gente muy poco selecta, tengo un amigo que basa su éxito social en contar chistes sobre mamadas allá en el vino del mediodía, o en la cerveza del nocturneo. Las primeras cien veces yo me partía el culo con él... Ahora ya me sale la risa forzada. No hay más registros en su repertorio de comediante. Si mi amigo fuera un personaje de Morir de pie ya le habría cambiado por otro fulano menos cansino...



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