The Damned United

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Brian Clough, el puto Brian Clough, fue, para entendernos, el José Mourinho de su época. Un entrenador de lengua larga, éxitos notables y orgullo desmedido. Un tipo en apariencia insufrible, de autoalabanza continua, pero en el fondo un pedazo de pan. Porque el orgullo, como todos sabemos, sólo es el disfraz de la duda. Los soberbios de verdad, los que jamás titubean, ni en público ni en privado, sólo van haciendo el ridículo por la vida. Tarde o temprano se estrellan contra uan misión imposible, y terminan refugiados en una mediocridad muy plasta de la que presumen por los bares. Son los imbéciles clásicos que todos conocemos y rehuimos. El mundo del fútbol, desde la Premier League en Inglaterra hasta el torneo Pre-Benjamín en Ponferrada, está lleno de personajes así: gente que habla de su oficio como si hubiera emprendido una misión divina, envueltos en un aura de infalibilidad papal Por cada éxito que les concede el azar, cosechan diez cagadas lamentables que nunca figuran en los anales. Son los entrenadores como Brian Clough -los que de puertas afuera se venden como nadie, pero de puertas adentro se exigen como ninguno- los que terminan por lograr hazañas que luego refleja la Wikipedia. Personajes ambivalentes, duales, tan insoportables como adorables, tan vehementes como paralizados. Tipos capaces de lo mejor, y de lo peor, pero que en lo mejor saben relativizarse, y en lo peor hacen propósito de enmienda.


   Así era Brian Clogh, the fucking Brian Clough, carne de tragedia y de conflicto. De vehemencias y alcoholismos. Humilde y sobrado a partes iguales. Carne de novela, y de película. La mejor novela que he leído en los últimos tiempos, en realidad, Maldito United. El relato de los 44 días en los que Brian Clough se estrelló contra el muro de su soberbia y se partió la crisma. Los 44 días que entrenó al equipo que nunca debió entrenar, el Leeds United, llevado por el rencor, por el mal cálculo, por los aires de grandeza. Un don Quijote temporalmente alucinado, embarcado en una aventura condenada al fracaso. Un don Quijote, además, que cabalgaba sin su Sancho Panza particular, Peter Taylor, el ayudante, el ojeador, el interlocutor de las dudas. El amigo. El vidente que supo ver que el Leeds United no era un equipo para ellos, y que decidió refugiarse en las divisiones inferiores hasta que su amigo recobrara la cordura. The Damned United, en realidad, no es una película sobre Brian Clough, ni sobre el mundo del fútbol, sino una historia sobre la amistad interrumpida. La que se rompe soltando maldades y se recobra hincando las rodillas, y pidiendo perdón.



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Una historia de violencia

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Hay un momento terrible, en cualquier noche de bodas, pasada la resaca del champán y la euforia del sexo pasional, en que uno, desvelado en mitad de la madrugada, tal vez sentado en el retrete o haciendo zapping frente al televisor, se pregunta quién coño es ese hombre o esa mujer que sigue durmiendo en la cama, o que finge que duerme, tal vez pensando lo mismo que estamos pensando nosotros...

    Hace sólo unas horas que hemos jurado amor eterno en la iglesia del pueblo, o en la oficina del ayuntamiento, y ahora, de repente, como nos sucedía en las primeras noches de noviazgo, el otro, o la otra, nos parece un extraño del que desconocemos la mayor parte de su vida. Hemos escuchado relatos, conversado con familiares, compartido anécdotas con amigos comunes y no comunes... Hemos visto fotografías en los viejos álbumes de la suegra y en los perfiles variopintos de las redes sociales.  Tenemos muchas piezas del puzle y por eso hemos dado el paso trascendental de amar y de confiar. Pero el puzle del otro siempre va a quedar incompleto, con huecos en la biografía, y piezas que no terminan de encjar. Nadie conoce a nadie, en realidad, pero esta ignorancia no suele traer consecuencias funestas: como mucho podemos desconocer un pecadillo de juventud, un delito menor, un tonteo con sustancias ilegales... Peccata minuta. Cosas de la gente normal.

    En las películas, sin embargo, los amantes suelen ser personas poco normales, gente “peliculable”, de biografías excitantes u oscuras, extravagantes o complejísimas. Y por eso, en ese momento terrible de la noche de bodas, uno puede llegar a pensar que quien duerme pecho con espalda es un prófugo de la justicia, un testigo protegido, un agente de la CIA, un extraterrestre con forma humana como aquellos que pululaban por Men in Black... Su nombre verdadero podría no ser el que figura en el carnet de identidad. El carnet de identidad, mismamente, podría estar falsificado... Nuestro amor podría tener, incluso, un pasado de matón en Filadelfía, a sueldo de la mafia local, con varios fiambres en la conciencia y en la no-conciencia. Quién sabe si una vocación de asesino bien disimulada bajo esos aires de honrado ciudadano...



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Esperando al rey

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La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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Custodia compartida

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Del mismo modo que Gabriel García Márquez desvelaba la muerte del protagonista en la primera línea de Crónica de una muerte anunciada, aquí, en Custodia compartida, se nos anuncia desde la primera escena que esto no va a ser la batalla legal de Kramer contra Kramer, sino la de Besson contra Besson, y que hay una víctima señalada desde el principio, y un agresor al que sólo le falta encontrar la oportunidad. 

    Incluso allí, en la sala del tribunal, protegida por la jueza y por las abogadas, la ex señora Besson lleva el miedo tatuado en la frente y no se atreve ni a mirar a su marido: sólo de soslayo, con la cabeza baja, cuando las letradas que la defienden o la cuestionan se pierden en alguna germanía. A esta pobre mujer le han debido de caer muchas hostias antes de consumarse el divorcio. Y lo peor es que van a seguirle cayendo unas cuantas más, si la justicia termina por darle la razón. Y algo más que hostias, por el tono sombrío de la película...


    El señor Besson, en un casting quizá algo maniqueo en lo fisonómico, es un tipo fortachón, sanguíneo, de mirada poco clara. Se nota que ejerce un control consciente sobre sus emociones más inconfesables. Cuando no le gusta lo que oye, lo que insinúan sobre él, le gustaría saltar por encima de la mesa y liarse a hostias con las leguleyas y de paso, para no perder la puntería, arrearle alguna a su ex mujer en el revoltijo. Pero ahora, al principio de la película, afeitado, bien trajeado, quizá bajo los efectos de algún calmante o de algún consejo administrativo, Antoine Besson se contiene, y hasta se muestra razonable en algún argumento. Jura que ha cambiado, que es un hombre distinto, que a sus hijos no les va caer ninguna torta cuando pasen los fines de semana junto a él. Pero los espectadores más desconfiados, menos comprensivos con el género humano, sabemos que nadie cambia por mucho que lo intente, y mucho menos cuando pasas la frontera de los cuarenta, que es como un camino de no retorno, para lo bueno y para lo malo, como si los dioses del destino cerraran la puerta a tus espaldas y sólo quedara avanzar con lo que uno lleva puesto. 

    Y Antoine Besson, en el caso que nos ocupa, es un maltratador de libro, de aterrorizar a sus cercanos, de salir algún día en los telediarios...



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El graduado

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El personaje más jugoso y enigmático de El graduado no es Benjamin Braddock, cuyo punto de vista es el único que conocemos en toda la película. Su omnipresencia hace que la señora Robinson permanezca un poco entre las sombras, como una mujer de motivaciones mal explicadas. Las sexualidades de Benjamin son de manual, de primer curso de ser hombre, y no hace falta ser muy avispado para comprender su fálica simplicidad: con una carrera terminada y un futuro halagüeño, la seducción de la señora Robinson es para él, básicamente, un rito de iniciación, y un orgullo de macho madurado, aunque al principio él haga gestos, y le entren sudoraciones, y casi no sepa ni quitarse los calzoncillos... 
Y le abrume la posibilidad de un escándalo si llegaran a destaparse tales comercios carnales.


    Con el paso de los meses, Benjamin, relajado en la tumbona de su piscina, comprenderá que está disfrutando de sexo a cambio de... nada, porque con la señora Robinson están descartadas las cuestiones más peliagudas del amor, que son la vida en común y el compromiso a largo plazo. Nada de aniversarios, de cenas románticas, de quebraderos de cabeza para que el amor no se disipe o se ponga en cuestionamiento. Para esas cosas ya está el señor Robinson; o estaba, más bien, porque el matrimonio de los Robinson, aunque indisoluble, lleva años interpretándose en dormitorios separados, como dos obras de teatro paralelas que sólo coinciden en un par de decorados reincidentes: la cocina y las fiestas del alto copete.

    Es ella, la señora Robinson, la que merecía otra indagación, otra exégesis. Otra escena aclaratoria que El graduado no quiere o no puede entregarnos. A Miss Robinson la entendemos al final, devorada por los celos, destronada -o mejor dicho, desencamada- por su propia hija. Pero la entendemos a medias, porque no sabemos cuánto hay de amor y cuánto de capricho en su deseo atravesado y a contracorriente. Cuánto de fascinación por la juventud y cuánto de “abuso” de la juventud. Cuánto de un polvo de despecho, de un corte de mangas, de un desahogo de la sexualidad postergada. No entendemos su obcecación imposible, su capricho condenado por el contexto. Es, quizá, el único gran pero que se le puede poner a este clásico que no ha sufrido ninguna erosión del tiempo. Tan moderno y provocador como el primer día.


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Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente

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En el año 2002, cuando España era una marea azul de votantes del PP y el fin de la Historia parecía cernirse sobre nuestros dominios, los izquierdistas menos perspicaces y más derrotistas -entre los que llevo largos años militando- pensábamos que la boda de Ana Aznar iba a ser la fiesta inaugural de un Cuarto Reich que duraría mil años y lo que nos rondaría la morena.

Los Aznar, en el bodorrio, rodeados de los mamporreros más granados de nuestra sociedad -algunos tan ansiosos de bajarse los pantalones que ya llegaron a la ceremonia con ellos en las rodillas- estaban prolongando una dinastía que iba suceder a los Borbones y rememorar a los Austrias, y reivindicar el buen nombre de los Trastámaras que acabaron con el moro y crearon la unidad indisoluble de la Patria. Los rojos más pesimistas estábamos convencidos de que Aznar I el Fundador, a fuerza de ganar elección tras elección -porque la gente ya parecía definitivamente idiotizada, y todos se creían parientes de Gordon Gecko porque compraban pisos sobre plano- aboliría la democracia entre una salva de aplausos del Congreso y más tarde del populacho, como ocurría en La venganza de los Sith cuando el senador Palpatine tomaba la palabra para cargarse a la República.

    Entre los amigos hablábamos medio en broma medio en serio de exiliarnos a Francia, a Canadá, a Tegucigalpa Oriental, no a Cuba, precisamente, que allí hace un calor de la hostia y hay muchos mosquitos en los cañaverales. Y en esas estábamos, en el año XXVIII de la Restauración Borbónica, I de la Monarquía Paralela de los Aznar-Botella, cuando los guerrilleros dialécticos del grupo Animalario parieron esta burla sacramental, esta caricatura despiadada, y gracias a ella empezamos a intuir, con una sonrisa todavía forzada, con un optimismo todavía embrionario, que los Aznar-Agag y los miembros de la Corte iban a instaurar un Reich Ibérico que terminaría cayendo por el propio peso de la soberbia. Apenas duraron dos años más en el poder...



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Paris, Texas

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Casi todos los niños de Texas vienen de París, Francia, transportados por Aerolíneas Cigüeñales. Pero hay unos cuantos elegidos que se ahorran el viaje porque vienen de Paris, Texas, que es una franquicia natalicia que abrieron los franceses en tiempos de las colonias. Uno de esos afortunados que se ahorraron el jet lag es Travis Henderson, el protagonista de la película, un vagabundo con amnesia que sólo recuerda que fue engendrado allí, en el Paris de los americanos, y merodea por los alrededores buscando una verdad a la que agarrarse para reconstruir su desmemoria.

    Wim Wenders quedó tan fascinado por el paisaje que convirtió una película que daba para noventa minutos en una mucho más larga, de casi de dos horas y media. Paris, Texas es al mismo tiempo una película de amor y un documental sobre los desiertos y las autopistas; los barrios de Los Ángeles y los rascacielos de Houston que surgen de la planicie como naves extraterrestres en forma de paralelepípedo. El efecto de la película es hipnótico y adormecedor. Entre la guitarra de Ry Cooder, los atardeceres ocres, el runrún de los coches y los diálogos tan reposados y tan parcos, como de personajes aplanados por el sol o por las circunstancias, uno siente a veces la tentación de darse un sueñecito reparador, apenas una cabezada para que se disipe el nubarrón. 

    Y no es un desprecio a la película: es más bien un homenaje, un guiño de complicidad. Nosotros estamos con Travis, con su odisea tan parecida a la de Ulises, pero nos permitimos una cierta relajación porque sabemos que al despertar él seguirá allí, caminando por el desierto, conduciendo por las carreteras, contemplando las autopistas desde el altozano. 

    De este modo, el espectador llega atento y despejado a la escena final, culminante y bellísima, cuando Travis encuentra a su mujer en los lupanares de Houston, y descubrimos que aquí existe un error de casting morrocotudo: ella, con todos mis respetos a los demás fenotipos, es Nastassja Kinski, y él Harry Dean Stanton, y aunque uno sabe que el amor busca afanosamente la belleza interior y la cultura y el sentido del humor y todas esas cosas tan profundas, aquí hay algo que no cuadra, que no pega, y el efecto del amor lloroso y recobrado se diluye poco a poco en nuestra incredulidad de espectadores



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¿Quién teme a Virginia Wolf?

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Lo aterrador es el silencio. No los gritos. Cuando una pareja decide desenvainar los floretes verbales y entregarse a la esgrima como Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quién teme a Virginia Wolf?, el amor, si existe, si se da por sobreentendido, sigue presente. Puede que esté debajo de la cama, o escondido bajo una mesa, o encerrado en un armario, como un niño asustado ante la pelea de sus padres. Pero sigue allí, no se va de casa, espera a que el temporal escampe. No tiene que ser el amor de las películas, ni la pasión de las novelas: basta con que sea un amor aceptado, asentido, rutinario. Aburrido incluso. Uno como el que une a Martha y a George, dos cuarentones de barrigas descuidadas que de vez en cuando, para purgar el alma y las cuerdas vocales, deciden martirizarse el uno al otro tras tomar varios bourbons en los ejercicios de calentamiento. 

    Meten miedo, a veces, con sus retóricas, con sus lenguas viperinas, pero más aterradora sería la indiferencia, la mudez, la ausencia de respuesta. Ver que el otro no se inmuta, que le da lo mismo, que quizá ya está pensando en otra cosa. Que no se toma la molestia de vestirse el traje, de ponerse la coquina, de acomodarse la máscara protectora. Que deja el florete en su funda y se pone a ver la televisión, o a teclear el teléfono móvil sin descanso.




    Donde hay confianza da asco, y a veces el asco es como un vómito que sube por el esófago y no hay manera de retenerlo en la boca. Sale el reproche, la puya, la maldad que en su momento no se devolvió. Las mierdas del amor jamás se expulsan por el ano. Los únicos que digieren y defecan son los que no están en verdad enamorados. Los sapos a la plancha se quedan ahí, en el aparato digestivo, dando vueltas, fermentando, hasta que una chispa enciende el alcohol y se prende una queimada la mar de salada. Salen las llamas por la boca, arde la garganta, y una borrachera súbita nubla el pensamiento y desata el vocabulario. No es una falta de respeto en realidad: quizá es una prueba de respeto máximo, la prueba fehaciente de una fidelidad consolidada. El comprobante de que habíamos escuchado y procesado. 

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