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Un horizonte muy lejano

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“Un horizonte muy lejano” jamás había sido proyectada en este salón porque las críticas fueron furibundas en su tiempo y se me quitaron las ganas de probar. “Un vehículo muy tonto para el lucimiento de la pareja Cruise-Kidman”, decían por entonces los entendidos.  Pero el otro día, en el podcast de la cinefilia, hablaron de ella en términos más misericordiosos y noté que se me ablandaba el corazón. 

“Un horizonte muy lejano” no es ninguna maravilla, pero tampoco es tan horrible como la pintaban. O bueno, sí, pero entretiene la hora tonta de la siesta. Había que elegir entre la película, el España-Chiquitistán del Mundobasket o la etapa llana de la Vuelta a España entre Villaconejos de Arriba y Villatripas del Campo. Y al final me decanté por la cinefilia porque Nicole Kidman salía a reventar de guapa en las fotografías promocionales. 

La trama es tan maniquea y previsible que ni siquiera un adolescente con teléfono móvil podría perderse en sus entresijos. En la primera parte te dejas llevar por los paisajes acojonantes de Irlanda, que este verano no pude visitar por falta de monetario; en la segunda, por la belleza ya reseñada de Nicole Kidman, que a este servidor siempre le deja reafirmado en la supremacía fenotípica de las anglosajonas; y en la tercera, cuando ya estás ofendido por la simpleza de la trama, por los paisajes siempre impactantes de las Grandes Praderas de Norteamérica, donde vivían los indios con sus cosas hasta que un día llegaron los colonos europeos ávidos de tierras y de camorra.

La película va de un gañán irlandés que se enamora de la hija de su terrateniente, a quien había jurado matar por ser un hijoputa bastante explotador. Ella, Nicole, es digna hija de su padre: señoritinga, clasista, con un punto insoportable de soberbia, pero es tan hermosa que al gañán se le van todos los afanes revolucionarios por los conductos deferentes. Por ella cambiará la dignidad por una granja al otro lado del charco. Érase una vez un bolchevique que se enamoró al instante de la concejala de VOX de su pueblo... Casi me pasó a mí, en las últimas elecciones municipales. Menos mal que yo he hecho los juramentos ante la misma momia de Vladimir. 





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The Damned United

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Brian Clough, el puto Brian Clough, fue, para entendernos, el José Mourinho de su época. Un entrenador de lengua larga, éxitos notables y orgullo desmedido. Un tipo en apariencia insufrible, de autoalabanza continua, pero en el fondo un pedazo de pan. Porque el orgullo, como todos sabemos, sólo es el disfraz de la duda. Los soberbios de verdad, los que jamás titubean, ni en público ni en privado, sólo van haciendo el ridículo por la vida. Tarde o temprano se estrellan contra uan misión imposible, y terminan refugiados en una mediocridad muy plasta de la que presumen por los bares. Son los imbéciles clásicos que todos conocemos y rehuimos. El mundo del fútbol, desde la Premier League en Inglaterra hasta el torneo Pre-Benjamín en Ponferrada, está lleno de personajes así: gente que habla de su oficio como si hubiera emprendido una misión divina, envueltos en un aura de infalibilidad papal Por cada éxito que les concede el azar, cosechan diez cagadas lamentables que nunca figuran en los anales. Son los entrenadores como Brian Clough -los que de puertas afuera se venden como nadie, pero de puertas adentro se exigen como ninguno- los que terminan por lograr hazañas que luego refleja la Wikipedia. Personajes ambivalentes, duales, tan insoportables como adorables, tan vehementes como paralizados. Tipos capaces de lo mejor, y de lo peor, pero que en lo mejor saben relativizarse, y en lo peor hacen propósito de enmienda.


   Así era Brian Clogh, the fucking Brian Clough, carne de tragedia y de conflicto. De vehemencias y alcoholismos. Humilde y sobrado a partes iguales. Carne de novela, y de película. La mejor novela que he leído en los últimos tiempos, en realidad, Maldito United. El relato de los 44 días en los que Brian Clough se estrelló contra el muro de su soberbia y se partió la crisma. Los 44 días que entrenó al equipo que nunca debió entrenar, el Leeds United, llevado por el rencor, por el mal cálculo, por los aires de grandeza. Un don Quijote temporalmente alucinado, embarcado en una aventura condenada al fracaso. Un don Quijote, además, que cabalgaba sin su Sancho Panza particular, Peter Taylor, el ayudante, el ojeador, el interlocutor de las dudas. El amigo. El vidente que supo ver que el Leeds United no era un equipo para ellos, y que decidió refugiarse en las divisiones inferiores hasta que su amigo recobrara la cordura. The Damned United, en realidad, no es una película sobre Brian Clough, ni sobre el mundo del fútbol, sino una historia sobre la amistad interrumpida. La que se rompe soltando maldades y se recobra hincando las rodillas, y pidiendo perdón.



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