Caras y lugares

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Yo, que me muevo por los caminos trillados de la cultura, y que desde que me vine a La Pedanía sólo hojeo los periódicos deportivos en el bar, no tenía ni idea de quienes eran estos dos artistas que protagonizan Caras y lugares: Agnès Varda, directora de cine de los tiempos de la Nouvelle Vague, y Jean René, alias JR, una especie de Banksy parisino que engalana las calles con sus ocurrencias fotográficas.

    Treintañero él y nonagenaria ella, improbables y marchosos, tan compenetrados que al principio pensé que esto era la versión francesa y por tanto más culta de Marujita Díaz y Dinio García, JR y Agnès recorren la Francia profunda con una camioneta que en realidad es un gran fotomatón camuflado, donde las gentes son retratadas en un tamaño de papel gigantesco, casi de coloso de Rodas, o de político con el ego subido de Charles Foster Kane.


    Mientras Agnès departe con los lugareños, y sonsaca de sus vidas las modestas alegrías, y las pequeñas miserias, JR, con esos retratos, va decorando los muros del pueblo, las fachadas de las granjas, los frontales de las fábricas, lo contenedores del puerto, los vagones de carga, los búnkers de Normandía... Es un efecto artístico que hay que reconocer muy bello e impactante: caras en blanco y negro que humanizan los paisajes industriales, que reivindican la carne sobre el metal, lo humano sobre la producción. El factor humano, que diría, Graham Greene. 

O vaya usted a saber,  porque yo en estos simbolismos de los artistas siempre termino por perderme, primero por incapacidad congénita para seguirles del todo, y segundo porque tengo la sospecha de que los artistas primero dan rienda suelta a su imaginación y luego ya le buscan una explicación a su producto, más o menos cogida por los pelos. Como me sucede a mí con estos escritos -en la otra punta de la inspiración, por supuesto-, que primero los vomito y luego les voy dando forma con las manos enguantadas, a ver si en el revoltijo de la indigestión surge una forma o una idea que justifique el esfuerzo de los músculos abdominales.





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Enemigo a las puertas

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Los hombres nos pasamos la vida entera midiéndonos las pollas, que para un heterosexual como yo, tan típico y tan tópico, sólo es una práctica real cuando miramos de reojo en los urinarios, o nos asomamos a las páginas porno con acomplejantes resultados. Cuando decimos "comparar pollas" queremos decir, en realidad, comparar testosteronas, que son las hormonas esteroideas que esculpen nuestros rasgos fenotípicos. Pero preferimos, llegado el caso, el lenguaje de la calle al de la clase de biología, para que no nos tomen por empollones y no nos partan la cara en los bares del barrio.


    En el principio de los tiempos, Dios creó la testosterona para que los hombres echáramos músculo, agraváramos la voz y cuadriculáramos la mandíbula, que son los reclamos para que las mujeres se presten a la reproducción. Pero luego, con las complicaciones de la civilización, la testosterona fue asumiendo funciones, ampliando sus horizontes, y terminó por convertirse en la hormona del orgullo y de la guerra. En Stalingrado, en 1942, aunque Stalin había sublimado la suya en un seminario de curas, y Hitler, según las malas lenguas, sólo producía la mitad de lo posible, ambos volcaron sus reservas sobre la ciudad del Volga para engendrar una tormenta de fuego que se convirtió en la batalla más decisiva de la II Guerra Mundial. Los anglosajones, por supuesto, cuando ruedan sus películas, dicen que el hito decisivo fue el desembarco de Normandía, pero por entonces los alemanes ya llevaban seis meses retirándose del Este, y racionando la gasolina hasta en los mecheros para el tabaco.

(Stalingrado, no lo olvidemos, quizá fue la primera batalla de los tiempos modernos, desencadenada por la posesión de unos pozos petrolíferos).

    Entre las ruinas de la ciudad cien veces bombardeada y reconquistada, Vassili Zaitsev, el francotirador del Ejército Rojo elevado a la categoría de leyenda, tambièn tiene que medirse la polla con un rival temible del ejército alemán. Medirse el fusil no es más que una metáfora del asunto. Por eso son fálicos, y disparan proyectiles en la calentura. 




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4 meses, 3 semanas, 2 días

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4 semanas, 3 meses y 2 días es el tiempo que Gabita lleva embarazada sin que nadie lo sepa. Sólo su amiga más íntima, Otilia, con la que comparte habitación en la residencia de estudiantes, está en el conocimiento. Porque en la última Rumanía de Ceaucescu, mientras el Steaua de Bucarest ganaba la Copa de Europa (gracias, Duckadam) y ponía un poco de alegría en las calles, el aborto era un crimen perseguido con largas penas de cárcel, penado para cualquier mujer con menos de cuatro hijos o menor de 45 años.

    Lo más curioso de todo es que al principio de su mandarinato, Ceaucescu creía en el control de la natalidad para que su país saliera de las cenizas de la guerra y del atraso económico. La Rumanía de entonces practicaba abortos en los hospitales del estado y favorecía el uso de métodos anticonceptivos para que la mujer se incorporara al mundo del trabajo. Una escandinavia soñada a orillas del Mar Negro... Pero la economía no iba, se estancaba, y Ceaucescu, que debió de escuchar a otro astrólogo, o ponerse debajo de otra teja que caía, porque su comunismo tenía los mismos principios ideológicos que los del chiste de Groucho Marx, decidió cambiar su política de natalidad a mediados de los años 60, a ver si llenando Rumanía de chavales, y de chavalas, los campos producían más patatas, y las fábricas vomitaban más coches de aquellos monolíticos y acerudos.

    Lo que vino a continuación, como en cualquier país que se entrega a la dictadura de las cigüeñas, fue el abandono de niños, el aumento de su mortandad y la proliferación de abortos ilegales que muchas veces abortaban a la madre. La ironía es que esta generación de babyboomers involuntarios, que vinieron al mundo por culpa de un vodka de garrafón, o por un condón del mercado negro que reventó, fue la misma que veinte años más tarde, al poco de terminar los sucesos narrados en esta película, salió a las calles para poner el régimen patas arriba y al matrimonio Ceaucescu patas abajo. En agradecimiento de esa vida gris y pobretona que el anciano venerable les había obligado a vivir. 



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Borg McEnroe

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Hubo un tiempo en el que al tenis se jugaba con los sacudidores de alfombras que usaba doña Jaimita para azotar en el culo a Zipi y a Zape. Las pelotas eran blancas, el Ojo de Halcón una quimera, y Rafa Nadal, por incomparecencia existencial, no había ganado todavía su primer Roland Garros. Era el tenis de mi infancia, el que daban por la vieja Philips en blanco y negro, donde todas las pistas parecían de color gris: la tierra de Roland Garros como ceniza, y la hierba de Wimbledom como agostada.  

    Ése era el único tenis que yo conocía, el de las grandes estrellas de la ATP, porque de niño, en León, sólo jugaban al tenis los niños pijos y los fantasmas. Los que eran socios de un círculo recreativo y se pegaban una buena sudada antes de lanzarse a la piscina, o los que se construían una cancha en el chalet para darse el pisto ante los vecinos. La vida de provincias...


    Cuando tuve conciencia de ese deporte televisivo llamado tenis, Borg y McEnroe eran los campeones que se disputaban los grandes torneos del circuito: uno hierático como buen sueco, el otro rebelde como buen americano. El tipo educado y el chico protestón. El rey a destronar y el príncipe heredero. El que te imaginabas en el palco de la Ópera de Estocolmo y el que te imaginabas pegando botes en un concierto de Bruce Springsteen. Recuerdo que en aquellos lances históricos yo iba con Borg, instintivamente, sin una razón concreta. Yo aún no sabía que Bjön procedía de un socialdemocracia ejemplar, y que McEnroe era el embajador de un Imperio que predicaba la esclavitud de los proletarios. Si lo hubiera sabido, me habría alborozado mucho más en las victorias de Borg, y deprimido con más dolor en las derrotas. 

    De todos modos, mi pasión por el sueco habría durado casi nada: un suspiro de seis o siete torneos, porque con veintiséis años, harto de la presión, del no-vivir del tenista profesional, el sueco del pelo largo y la cinta en el pelo se retiró de las pistas para ganarse la vida en otros menesteres, publicitarios e inversores, en los que fue mucho menos hábil que con la raqueta.


    El que siguió dando por el culo fue el otro, McEnroe, que duró muchos años en el circuito ganando trofeos y protestando a los árbitros, encarándose con el público, destrozando raquetas en los descansos... Un impresentable que al final nos terminó cayendo simpático por culpa de aquel anuncio de las maquinillas de afeitar BIC. "¡La bola entró...!", le gritaba al juez de silla, y éste le respondía que muy apurada, como su afeitado, y tal... Joder, fue mítico, aquel anuncio. En el colegio nos pasábamos todo el día diciendo "la bola entró", jugando al fútbol, o al baloncesto, o las canicas en el gua, con aquel acento texano del tipo que le doblaba, y que luego Aznar, nuestro Ánsar, imitaría a la perfección cuando visitó a George Bush hijo y puso sus patas innobles sobre la mesita del café.




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Daddy Longless

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Por cuestiones judiciales que la película no nos cuenta -aunque podemos intuirlas con el paso de los minutos-, Lenny sólo disfruta de sus hijos quince días al año. Él intenta convertir esos días en una fiesta perpetua, en un acontecimiento único que sus hijos recuerden el resto de su vida. Lenny les propone risas, travesuras, aventuras mil en la jungla urbana. El problema de Lenny es que no tiene un puto duro, vive en un apartamento de espacio reducido y a su jefe le importa tres cojones su desarreglo doméstico, con el agravante de que sus compañeros de trabajo también andan a lo suyo, a sus propias familias descompuestas, y no le cambian los turnos que él necesita para ir a los parques, y a los otros cines, y a los sitios guays de la ciudad.

    Desesperado, Lenny tendrá que pedir ayuda a su novia actual -que no parece muy entusiasmada por la labor- y a sus amigotes muy poco recomendables -a los que yo no confiaría ni a mi hijo mientras voy a mear. Y en ese enredo de horarios imposibles y de niños desatendidos, entrarán en escena los ligues que Lenny busca en paralelo por los pubs, y los vecinos adolescentes sobornados con el préstamo de unos cómics. Y al final, como no podía ser de otro modo, se produce la irresponsabilidad fatal que nos pondrá a todos los espectadores de los nervios.

    Mientras veía esta extraña y desconocida película, me he acordado varias veces de mi padre. Y no porque se parezca en algo a este Lenny tan irresponsable, sino porque él también trabajaba en un cine, medio esclavo y mal pagado, y sólo nos trataba un día a la semana, los lunes, que era su día de descanso. Pluriempleado y bien jodido, mi padre nos dedicaba momentos muy aislados que él también trataba de convertir en un recuerdo indeleble: los dulces que nos cocinaba, las películas que veíamos, las excursiones a los merenderos, las tormentas que salíamos a ver al descampado, con las botas de agua y los chubasqueros... Me han asaltado estos recuerdos, nada más. Él tenía otros defectos, y otras virtudes, tan distinto a este Lenny el Piernaslargas.



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Ted

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Si a Ted le quitas la sorpresa del planteamiento, la canción de los compitruenos -que mi hijo y yo canturreamos cuando arrecian las tormentas en La Pedanía- y cuatro chistes que todavía conquistan a los que no hemos superado el "caca, culo, pedo, pis" de la película de Enrique y Ana, lo demás, la película des-tedizada, es una comedía romántica de lo más tontorrón y previsible. Una TV movie de las que pasan por el Disney Channel a las cuatro de la tarde, con el sello sanitario para los jovenzuelos alegres de Kentucky.

    Pero da la casualidad, como diría Ignatius Farray, de que en Ted sale Ted, el osito que es como un huracán peludo, como un tipo salido de las comedias de Kevin Smith: el amigo perdido de Jay y Bob el silencioso. Y yo, la verdad, que ya digo que tengo cuarenta y seis tacos y es como si tuviera dieciséis, o diecisiete, me parto el culo con el jodido muñeco, con su lenguaje soez, con sus chistes de doble filo. Con sus jodiendas carnales y verbales. Y es como si volviera a estar de risas con un amigo cualquiera de la adolescencia, sentados en el banco donde "junábamos a las jais" y nos entreteníamos contado chistes de ojetes y lefas, de pollas y culos, esperando como unos tontos del ídem que alguna de ellas se detuviera a nuestro lado reclamada por las risotadas.

    Treinta años más tarde, sentado con mi hijo en el sofá, no se sabe muy bien quién es el hombre adulto y quién el vástago que se despliega. Uno debería guardar las formas, el recato, mantener una pose como de hombre que ya va enfilando los cincuenta años, con sus gafas de arcipreste, sus canas de político, su vesícula ya incinerada en el quemador del recinto hospitalario. Pero no me sale, tal teatralidad. En otro contexto disimularía y me haría el hombre ya hecho mayor y templado. Pero aquí, en mi casa, en mi sofá, hay confianza, y mientras Ted suelta sus paridas yo sonrío con dentadura de babuino, y puedo aporrearme el pecho y enseñar las encías como el chimpancé que resiste vivo bajo la piel.





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Que Dios nos perdone

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De niños pensábamos que los policías, por estar en el lado correcto de la ley, por ir siempre detrás de los malotes que atracaban farmacias o se colaban en el metro de Nueva York, ya eran en sí mismos, por definición, "buenas personas". Creíamos que de algún modo, en las academias, antes de que los pusieran a correr o a disparar, estos hombres pasaban algún test que medía sus cualidades morales, su bonhomía, para un mejor servicio a los ciudadanos. En la mente de los niños, los policías de las películas que luego llegaban a casa y le soltaban una hostia a la mujer, o se liaban a tortas con un inocente en el pub, o conducían borrachos con una melopea de campeonato, eran personajes equívocos, desafiantes, que nos obligaban a rascarnos el cuero cabelludo en busca de una explicación.


    De aquellos policías intachables que nos imaginábamos en la infancia hasta estos policías impresentables que aparecen en que Dios nos perdone hemos recorrido un largo trecho. En realidad, si uno lo piensa bien, entre el FBI, los Rangers de Texas, los polizontes del Condado de Nosedónde, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía, Canción Triste de Hill Street, Serpico, la benemérita, Harvey Keitel en Teniente corrupto, los merluzos de la Loca Academia de Policía y los maderos reales que hemos ido conociendo a este lado de la pantalla, ya casi hemos completado el catálogo de policías imperfectos: los dejados, los corruptos, los inútiles, los estúpidos, los que extorsionan a las buenas gentes. Los hijos de puta que cayeron a este lado de la ley porque aquí el sueldo es fijo y además hay pagas extraordinarias. Y sobre todo, más que ninguno, los policías iracundos, los que llevan la mala hostia escrita en la cara y no se contienen cuando algo se les tuerce. Esos que sacan el puño o la pipa para liarla gorda y ser suspendidos de empleo y sueldo hasta nueva orden. Y luego, claro, llegan a casa y la mujer ya les ha dejado, acojonada, o con dos moratones en el pómulo.... 

El personaje de Roberto Álamo en Que Dios nos perdone lo hemos visto decenas de veces, pero su labor, que podría confundirse y diluirse con muchas otras, es convincente y perdura en la memoria. Sin embargo, un policía tartamudo que mantiene turbias relaciones con la señora de la limpieza nunca había visitado mis pantallas. Uno más para la colección...




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Elizabeth

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Elizabeth, la película, es como aquellos chistes de "va un inglés, un francés, un español, y un escocés" que contábamos en el patio del colegio. Solo que aquí, al final, el más listo, el que se lleva el gato al agua y el traidor a la picota, es la inglesa del chiste Isabel I, y no como sucedía en nuestros chistes patrióticos donde el español de la pandilla siempre era el más astuto o el más cabroncete, y el inglés, por lo general, quedaba como un finolis que siempre hacía el ridículo por culpa de su dandismo.

    Aquí, en el chiste estirado y trágico que es Elizabeth, los escoceses son unos anglosajones de segunda división dirigidos por una guerrera que más parece la madama de un prostíbulo. El duque de Anjou, que es el príncipe francés que pretende contraer matrimonio para forjar la alianza, resulta ser un afeminado que se traviste en las fiestas de palacio y lo mismo hace a las ostras de Calais que a los caracoles de Devonshire. Y los españoles, cómo no, que encima eran los súbditos de Felipe II, quedan como unos taimados de baja estatura y piel renegrida que sólo saben conjurar en los sótanos y clavar cuchillos por las espaldas.

    Elizabeth es una película hecha por anglosajones -y por hindúes colonizados- a mayor gloria de la reina que les devolvió el orgullo nacional. Y les ha salido como un panegírico de la revista Hola, o la vida ejemplar de una santa anglicana. Una reina ideal, mitificada, que en la película carece prácticamente de defectos: bellísima en sus facciones, blanquísima en su dentadura, independiente y decidida, cabal y equilibrada. Hasta virgen, llegan a afirmar en el paroxismo final, confundiendo el afán de soltería con el culo de las témporas. Una Elizabeth que a veces parece tocada por la sabiduría de su sangre y otras por la gracia del dios anglicano recién divorciado del romano. Casi nunca se habla de la potra o de la casualidad que en aquellos tiempos permitían a un monarca estar mucho tiempo en su trono, porque se podían morir de cualquier cosa, y en cualquier momento: de una infección de muelas, o de un catarro mal curado, o de un atentado palaciego. De una comida envenenada, de un parto atravesado, de una caída de caballo, de una melopea de campeonato. 

De una Armada Invencible que hubiese cruzado el Canal de la Mancha en un día de sol radiante.





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