Upload


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Antes de ver Upload y comprender que el capitalismo nos perseguirá más allá de la tumba, el Cielo era la última esperanza de los pobres del mundo. Al menos de los cristianos, que son los que uno mejor conoce, y que habían sido educados en la idea de que en el Más Allá todos compareceríamos desnudos, sin riquezas, con el alma en la mano para que te la pasasen por el escáner y poder acceder a la fiesta de la eternidad.



    Yo, por mi parte, nunca he confiado demasiado en un Dios que, desde que creó el mundo, siempre se ha aliado con los más ricos del lugar, volteando el resultado de cualquier revolución. A veces abortándola, antes de nacer, y a veces dejándola crecer para divertirse un poco con ella, antes de aplastarla con un designio. Dios es de derechas, se decía siempre en mi casa, y aunque está en todos los sitios, tiene preferencia por los barrios más exclusivos de las ciudades, donde reparte favores y dividendos.

    Era una cosa tan obvia, una evidencia tan empírica incluso para los niños de siete años, que los curas de nuestra infancia,  para contrarrestar la maledicencia, nos enseñaban que antes entraría un camello por el ojo de un aguja que un rico en el Reino de los Cielos. Y nos regocijábamos, con la metáfora, los chavales y las chavalas, y nos sonreíamos unos a otros en el aula de catequesis, o en la clase de religión, porque la mayoría éramos pobres, o pobretones, y nos daban mucha rabia esos pijos de León que tenían juguetes caros, y vacaciones en el Mediterráneo, y teles en color. Era un alivio saber que no te los ibas a encontrar otra vez, ahí arriba, cuando te murieras.

     Pero luego, con los años, supimos que ese pasaje de la Biblia era la traducción chapucera de un becario de Galilea, o de Anatolia, que se manejaba mal con el griego y el arameo. Camello significa soga en realidad, y el “ojo de la aguja” era una puerta chica practicada en las murallas. En la traducción correcta, lo imposible se volvía sólo difícil, improbable, pero nada que un rico no pudiera solucionar untando a quien fuera, o manipulando un poco la realidad.

    Los que entendieron el Cielo correctamente, cuatro mil años antes de los creadores de Upload, fueron los egipcios, que se enterraban con sus joyas y riquezas para comprar la entrada en el Más Allá, y luego con lo restante, ir pagando los lujos que convierten el Cielo en una experiencia gratificante, pero no gratis. Todavía hay quien se descojona de ellos, cuando los descubre rodeados de oro, en las tumbas del desierto… Los egipcios eran unos marxistas de antes de Cristo, que sabían que la lucha de clases no terminaba con la muerte.



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La misión


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En la capa de lectura más superficial, la gente recuerda “La misión” como una película muy bonita: la música de Morricone, que subraya las escenas, y los paisajes de la selva amazónica, con las cascadas, y la vegetación de ensueño, que aún no conocía la tala intensiva ni los bulldozers de Bolsonaro.

    Luego, de lo que allí se dirimía, sólo nos acordamos con detalle los rojos y los ateos. Los creyentes recuerdan una trama confusa de indios oprimidos y esclavistas sin corazón, y tienden a olvidar que quien finalmente se carga las misiones es un orondo enviado del Vaticano. Un buen hombre, en el fondo, que había desembarcado en América con la idea de lidiar con cuatro indios desharrapados y cuatro jesuitas desdeñables, y de pronto se encuentra con el paraíso comunista en la Tierra. Con el sueño hecho vergel de las primeras comunidades cristianas. Hay un momento, en la película, en que el pobre hombre duda, se le hace el ojo lágrima y el corazón pulpa, pero sabe que si dicta la supervivencia de la obra jesuítica quizá no salga ni vivo del continente. Embarcados en una guerra comercial que no admite concesiones, los españoles y los portugueses del siglo XVIII -como los chinos y los americanos del siglo XXI- no estaban para la broma de permitir un koljós eficiente de guaraníes en la selva.



    En la tercera capa de lectura de “La misión”, uno se acuerda de lo que ha leído hace pocos meses en los libros, donde varios antropólogos de prestigio afirman que el Neolítico fue una desgracia histórica para la humanidad, en contra de lo que siempre nos enseñaron en la escuela. Antes de la invención de la agricultura y de las ciudades, los cazadores-recolectores vivían más y mejor porque variaban su dieta, hacían ejercicio y follaban alegremente en las espesuras. No se reproducían como conejos, como los sedentarios, pero en lo cualitativo de vivir les daban sopas con hondas.

     “Me pregunto si estos indios no hubieran preferido que el mar y el viento no nos hubiera traído hasta ellos”, dice el enviado del Vaticano en una escena de la película, mirando con pena infinita a los mismos cazadores-recolectores que va a condenar a la masacre, y al desamparo... Un personaje trágico, definitivamente. Venía a amputar un miembro gangrenado y se encontró con el ala de un ángel, en la mesa de operaciones.



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El pianista

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Mientras veo El pianista, no hago más que pensar en qué nos diferenciamos de esos hombres de 1940, que también eran europeos, y muy civilizados, sólo un día antes de que los alemanes invadieran Polonia. Una sociedad refinada que también escuchaba música clásica, leía las obras maestras de la literatura, y veraneaba en las costas del Mediterráneo cuando podía. Sólo tres años antes, en Berlín, se habían disputado unos Juegos Olímpicos bajo el amparo del Führer, y en Italia, gobernaba un fascista que daba como mucha risa cuando salía al balcón a gesticular. Uno no muy distinto del que ahora tiraniza a los húngaros a orillas del Danubio, tan lejos, y tan cerca.



    Veo El pianista y no de dejo de preguntarme si somos, por fin, una especie distinta a esa que asesinó y fue asesinada en el Holocausto. Si 80 años de evolución habrán sido suficientes para que no regresen los impulsos de los racistas, de los supremacistas, de todos esos tarados que se pasean con una esvástica en la manifa. Si habrá bastado con una simple mutación - una adenina traslocada, una guanina mal replicada- para que estos paramilitares se hayan vuelto pacifistas de verdad, responsables con nuestro pasado, e inmunes a volver repetirlo.

     La respuesta es, obviamente, no. Hará falta un salto evolutivo mayor para transformarnos. Quizá dentro de millones de años, si es que llegamos. Todavía hay mucho gen que trillar, y mucho escarmiento que padecer. Las generaciones olvidan las guerras de sus mayores en cuestión de eso, de 80 años. A la mayoría de los chavales les hablas del Holocausto y te dicen que no conocen a ese señor, que si es un filósofo griego, o el defensa central del  Borussia de Dortmund. Pensar que estamos libres de repetir otro exterminio es una ingenuidad antropológica. Pasó en Yugoslavia, hace solo treinta años, y Yugoslavia era un país moderno que recibía turistas y tenía un ejército de ángeles jugando al baloncesto. Sólo hizo falta que un par de psicópatas se hicieran con el poder y le perdieran el miedo al qué dirán, si autorizo la matanza.

    La historia la deciden los hombres sin escrúpulos. A veces toman el poder por la fuerza, y a veces se lo regalan los votantes ávidos de sangre. Yo abro el periódico cada mañana y aquí mismo, sin violar las fronteras, me encuentro con varios personajes que podrían aparecer perfectamente en un NODO de aquellos años prebélicos. Por lo que dicen, por lo que exhiben, por lo que presumen de gatillo… Por lo que callan, tras la sonrisa que me estremece.



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El violín rojo

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Lo primero que haré en mi próxima vida -si el misterio de la reencarnación me da una segunda oportunidad como ser humano, y no como ardilla, o como virus agazapado- será aprender a tocar el violín. Me negaré a hablar hasta que mis padres del futuro me lo compren, y un profesor me enseñe a tocar las primeras melodías. Durante algún tiempo pasaré por retrasado, o por autista, pero yo sabré lo que me hago. Me soltaré en el lenguaje hablado sólo cuando haya aprendido el lenguaje de la música, y así no cometeré el mismo error que en esta vida perdida, la presente, en la que aprendí primero las palabras y luego me enredé, erré el objetivo, quise ser escritor y polemista y me quedé en la mitad del camino, donde se detienen los autoengañados que ya no tienen fuerzas para llegar a Santiago de Compostela, ni para desandar el camino de vuelta a Roncesvalles.




    En esta vida que me ocupa ya he hablado y escrito de más. He dicho millares de tonterías y sólo un par de sabidurías aceptables. Seguiré porque me aburro, pero no por otra cosa… Y porque escribir queda algo más digno que despatarrarse en el sofá. Ya me he expresado de sobra, para no volver a piarla en las vidas futuras, que estarán dedicadas a la música y al silencio. A la lectura recogida, también, y no al parloteo de quien tiene muy poco que decir. Espero, eso sí, que los juramentos no se olviden al pasar de una vida a la otra, y que haya una conexión por bluetooth entre la tumba y el nuevo útero…

    Hablar, en esa vida soñada de violinista, sólo será un imperativo de la supervivencia: la llamada a Telepizza, o el cortejo sexual. Y a lo mejor ni esto último, con el violín en ristre, será necesario: expresaré mis amores y mis celos tocando las piezas clásicas, o algunas que yo me invente, y habrá mujeres que me tomen por gilipollas, pero otras se quedarán prendadas de mi postureo con el instrumento, un tipo sensible y enigmático, que hierve de pasiones en su interior, y las traduce en fusas y semifusas.

    Para ello no necesitaré un Stradivarius que cueste dos millones de dólares. Si en mi nueva vida me hago millonario, bienvenido será; y si no, pues uno de segunda mano, que uno ya está acostumbrado a la pobreza. Eso sí: si los esclavos me responden, y los millones me sonríen,  intentaré -por aquello de la cinefilia- agenciarme el “Rojo Mendelssohn” que ahora está en posesión de la nieta virtuosa de un multimillonario. Un violín con historia en el que se basa, libremente, el argumento de “El violín rojo”, que es una película a ratos muy aburrida y a ratos apasionante. Espero que la franja misteriosa que atraviesa su barniz no sea la portadora de mi desgracia…



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El último baile


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Hay que agradecerle a Michael Jordan que El último baile no haya sido una hagiografía del santo Michael. O del Jesús Negro, como él mismo se autodefinió, en una bravuconada de machotes al final de un partido, con la sangre caliente, y el calcetín resudado. El último baile es la historia de Michael Jordan en los Chicago Bulls, y lo produce Michael Jordan, y lo vertebra Michael Jordan frente al entrevistador, cuando le invitan a recordar, o frente al iPad, cuando le ponen los comentarios de sus enemigos. Pero la serie no es un tren de autolavado. No es una autofelación ante las cámaras.  O quizá nos engaña, el jodido Air Jordan, y confesando sus delitos menores nos tapa las preguntas mayores. Qué sabe nadie, de nadie, en realidad…



     Iba a decir que en esas ocasiones, cuando a Jordan le ponen las rajadas de sus excompañeros, se le inyectan los ojos en sangre. Sobre todo cuando habla Isiah Thomas, que es su némesis, su archienemigo en el mundo de los superhéroes.  Pero en realidad ya los trae inyectados de amarillo, de casa, bilirrubínicos perdidos, que ése ha sido el gran tema de debate entre los aficionados: si Jordan está alcohólico, o hepatoso, o medio muerto. Ese debate y el otro, claro, el principal: si Michael Jordan es finalmente un cabronazo adorable o un adorable cabronazo. O un cabronazo a secas. Un semidios arrogante que ganó muchos títulos y que incluso venció a la selección de extraterrestres en una película, repartiendo juego con Bugs Bunny y el Pato Lucas.

    El último baile no es un peloteo sobre Michael Jordan. No es una comida de huevos, que decíamos  de chavales, cuando le vimos por primera vez en la final de los Juegos Olímpicos, burreando a nuestros compatriotas, y dando aquellos saltos con muelles ocultos en las suelas. Flipábamos, con aquel tipo que en 1984 todavía llevaba el pelo de la dehesa universitaria. Que aún no era ni profesional… Ahora, 36 años después,  volviendo a ver sus canastas imposibles, a veces dan ganas de abandonar el sofá para postrarse en el suelo y alabarle; otras veces, al ver sus modales, dan ganas de soltar un exabrupto y de mandarle a tomar por el culo, a él y a su documental, como hacía él con sus compañeros en los entrenamientos, o en los tiempos muertos, para azuzarlos como a caballos que no se lanzaban a la carrera, o permanecían en Babia, pastando.

    Al final, para que nuestra cabeza descanse, hay que quedarse con el mito. Es lo mejor, y lo más sano. Recordar al jugador insuperable que se suspendía en el aire una décima de segundo más que los rivales. Jordan tenía dispensa de los dioses para gravitar y así clavar el mate o acertar el lanzamiento. Él era su hijo predilecto. No sé si Jesús redivivo, pero algún primo seguro. Tuvieron que pasar trescientos años para que las manzanas de Newton encontraran una excepción a la regla. Si estaba podrida o no, ya es un asunto secundario.



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El caballero oscuro: la leyenda renace

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La continuación de El caballero oscuro ha sido un bajón en el ánimo del cinéfilo, y una decepción, en el jolgorio del niño. Hay hostias, sí, por doquier, explosiones y persecuciones de mucho decir ¡oh!, y ¡ah!,  que ya dábamos por consabidas. Pero no siempre se entiende muy bien a cuento de qué vienen. Hay mucho ruido, mucho lío, una banda sonora atronadora… Yo ya estoy algo mayor para estas pirotecnias, y el chaval, a mi lado, se tapaba los oídos con la música altisonante. Batman, en su imaginación traicionada, es un personaje que anuncia sus apariciones con una música siniestra, sibilina, más de película de terror que de fanfarria de americanos luchando por la Libertad. Qué cansinos son, los americanos, con el temita…




    Eso sí: en esta secuela de Batman sale Anne Hathaway haciendo de Catwoman, super sexy, embutida en cuero, tan guapa que casi te olvidas de que van a morir millones de personas en Gotham City. Al mismo Bruce Wayne le pasa un par de veces en la película, que va a salir en persecución de los malos y de pronto se paraliza, mirándola, y durante unos segundos decisivos, tic, tac, con la bomba atómica punto de explotar, el no ve más universo que esa boca, y que esos ojazos, que se lo comen de deseo desde las grutas del antifaz. La presencia de Anne Hathaway es un punto a favor de la película, para el adulto que esto escribe, mientras el niño, a mi lado, hace un gesto de desprecio con la mano: bah, amoríos, vaya rollo… Él, por su parte, echa mucho de menos a Batman, que sale muy poco en esta película, y además medio tullido, por los navajazos de la vida. Hay mucha acción en este renacer, pero poco superhéroe. Policías, maleantes, camorristas… Ni mi niño eterno ni mi yo maniático veníamos a ver nada de esto: ni la kale borroka de Nueva York, ni una erección estimulante en el pantalón.

    Aquí falta, sobre todo, un malvado a la altura de Batman. Uno de tronío. Este tal Bane de la mascarilla sólo es un garrulo de barrio, un matón de patio de colegio. Una vez que superas el primer acojono de su voz, el resto es pura filfa de maleante. No dice más que tonterías de villano raso, simplonas, y nada retorcidas. Como un político de la derecha subido al atril del Congreso. “Que te meto…”, y cosas así. El Joker era otra cosa: una mente brillante. El agente del caos. El loco más cuerdo del manicomio. Un tocahuevos de la moral de Batman, y de la nuestra. Un desafío a nuestra inteligencia, que no le abarcaba del todo. En este renacer del Caballero Oscuro se le echaba muchísimo de menos…



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El caballero oscuro

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El caballero oscuro es una película perfecta, para quien esto escribe. Satisface la cinefilia del adulto con un guion sin respiro, dos actores que encogen los huevecillos y una reflexión profunda sobre las aguas turbias de nuestro pozo. Y, por otro lado, deja maravillado, con la boca abierta, casi sin dejarle probar las palomitas, al niño que siempre quiso ser Batman jugando en la calle con los amigos. Es la película soñada, pluscuamperfecta, que nunca se pudo rodar cuando nosotros, de chavales, en la calle de León por la que no pasaban ni los coches, jugábamos a los superhéroes entre los ladrillos de un muro que parecía como de Belchite en 1937, derruido por un bombardeo, o por un cañonazo, que nunca supimos muy bien qué era aquella ruina que cerraba la calle por arriba, y nosotros, por darle una explicación que nos viniera de perlas, nos imaginábamos que era la obra de Galactus, el Devorador de Mundos, que había venido a destruir nuestro barrio del mismo modo que en los tebeos se ventilaba los rascacielos de Nueva York con un soplido.



    Jugábamos a ser los superhéroes de la Marvel, y también los de DC Cómics, todos mezclados, porque nosotros no sabíamos nada de derechos editoriales, ni de vetos a la competencia, y quizá por eso nos salían unas batallas inverosímiles, disparatadas, más todavía que los trompazos que leíamos en los cómics que comprábamos en el kiosco de la esquina, con la propina semanal de veinticinco pesetas. Jugábamos a derretirnos con los rayos, a destrozarnos con los puños, a hacernos invisibles para atacarnos por la espalda. Jugábamos al burrismo, como han hecho los chavales toda la vida, pero con una referencia cultural que nos distinguiera un poco de los cerriles. Hasta teníamos un colega que andaba con muletas, el pobre, porque la poliomielitis era cosa que todavía se veía por los barrios, y él, por supuesto, era nuestro profesor Xavier, el paralítico inteligentísimo que apadrinaba a los mutantes de la Patrulla X. El nuestro era un juego integrador, ecuménico, en el que hasta un tonto de remate podía hacer de Hulk y ganarse un papel importante en el elenco. Y había hasta reparto de roles para las chavalas, que solían jugar a lo suyo, en otra sección de la calle, pero que cuando empezaba el pandemonio de los superhéroes se apuntaban al juego para ser Supergirl, o la Mujer Maravilla, o la Chica Fantástica que creaba campos de fuerza infranqueables...

    Yo era tan memo, tan inocente, tan poco ambicioso hasta para jugar, que en el reparto de papeles siempre escogía a Batman porque era el único superhéroe que en realidad no tenía superpoderes. Sólo un gimnasio, y un laboratorio ultrasecreto que le proporcionaba armas y recursos para salir pitando de las peleas. Bruce Wayne era el único mortal entre los inmortales. No venía de Krypton. No era el hijo de Odín. No había sido bendecido por una descarga de rayos gamma. No le había picado ninguna araña radioactiva. No poseía una mutación genética que lo convirtiera en un bicho raro. Bruce Wayne sólo era un niño con miedo a la oscuridad. Por eso se disfrazaba de murciélago, para espantarla. Quizá iban por ahí mis simpatías, con el Caballero Oscuro.



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El plan

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Quizá lo que nos asusta no es morirnos, sino morirnos de algo para lo que no estamos preparados. Hasta hace cuatro días, lo normal era morirse de un disparo en la guerra, o de un catarro mal curado. De un parto que se atravesaba, o de una herida que no se limpiaba. Había mucha resignación, en nuestros antepasados, que caían como moscas...

    Los tiempos de paz y los avances de la medicina cambiaron esa percepción, y nos convirtieron casi en rebeldes de la muerte. Nos regalaron una vida extra -como si lo hubiéramos hecho muy bien en el videojuego- y desde hace décadas, en Occidente, nos hemos confortado con la idea de morirnos sólo por culpa de la vejez. De la vejez que llega de manera natural, claro, sumando años, que es la manera más digna de despedirse. Porque hay otra vejez indeseada que  llega con mucho adelanto, como el turrón en octubre. Por culpa del estrés ya hay gente que está derrotada y envejecida antes de tiempo, al llegar a los cuarenta, o a los cincuenta años, como estos personajes de El plan, que son tres parados de larga duración a los que ya les acecha la enfermedad y la demencia. Alguno, incluso, ya está más para allá que para acá, y ya se ha cobrado víctimas colaterales en su derrumbamiento de torre gemela…



    “El estrés es el gran asesino”, se leía hasta hace poco en los artículos científicos. Ahora está el virus disputándole la pole position, pero el virus pasará, o se apaciguará, y el estrés volverá a ser el sospechoso habitual en todas las ruedas de reconocimiento. El estrés te deja sin defensas, te corroe la alegría, te entrega al alcohol y al mando a distancia. Porque no siempre te acelera, sino que muchas veces te postra, y te aniquila mientras permaneces sentado. Es lo que les pasa a estos tres desgraciados de la película, que ya casi no saben ni articular las palabras, de lo gilipollas que se han vuelto.

    El plan es entretenida, tiene tres o cuatro diálogos de talento casi tarantiniano, pero me parece que los críticos patrios han vuelto a exagerar mucho con el producto. Uno no vive en el mundillo, y nunca sabe dónde está la crítica sincera y dónde el halago exagerado, cuando se trata de aplaudir un producto nacional, o el estreno de un colega.



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