La teoría sueca del amor

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La teoría sueca del amor dice que la gente tiene que amarse libremente, sin dependencias económicas que introduzcan la sombra de una duda. Como en aquella película de Alfred Hitchcock... La teoría dice que las mujeres no pueden depender de sus maridos, ni los ancianos de sus hijos; ni los hijos, llegada la edad laboral, de sus padres. Así es como debe ser, por otra parte. Los socialdemócratas suecos estudiaron este asunto en los años 70 y crearon una sociedad próspera, de personas libres en lo económico, que ya sólo tenían que amarse si así lo elegían en su corazón. Una utopía de dineros y afectos que discurrían por carriles paralelos. Se acabó aquello de aguantar para comer; de fingir para cobijarte; de transigir para poder pagarte los estudios.     

    La idea no tiene ni un pero, por supuesto, pero seguramente no es original. Lo que pasa es que los suecos, como su mismo nombre indica, son suecos, y desarrollaron su ideal con tanta eficacia, y con tantos años de antelación, que salvo sus hermanos de la bandera vikinga, todos los demás países aún vienen tropezando por el camino. En el documental explican este proceso político a modo de introducción, y yo, desde mi humilde morada, vuelvo a pedir un referéndum junto a los catalanes de la estelada, para elegir libremente mi nacionalidad. El que quiera ser catalán, pues venga. Yo, por mi parte, insisto en ser sueco.

    El problema de la utopía sueca es que cuando uno, o una, ya libre de servilismos, decide libremente aguantar o no a otra persona, por lo general decide no aguantarla, porque todo el mundo ronca, o tiene manías, o le acaban saliendo pelos en sitios insospechados. Y así, al final, se va desarrollando una sociedad de personas que viven solas como islas. Ya lo predijo Michel Houellebecq en aquella novela... El mismísimo Ingmar Bergman, en cuanto pudo, se largó a vivir a una isla apartada para reconcentrarse en sus manías. Lo que pasa -y ahí es a donde quiero llegar-  es que Bergman estaba solo cuando le daba la gana, y cuando no, se traía a su nueva amante de Estocolmo para curar sus soledades. La sociedad sueca es una sociedad de solitarios, sí, pero unos son solitarios vocacionales y otros solitarios a su pesar. La gente guapa, por lo general, se puede permitir este lujo. Los demás no. También lo escribió Houellebecq en otra novela. Su teoría francesa del amor se parece mucho a la teoría de los suecos.





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Fargo. Temporada 4

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Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo, en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.

    En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso, los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo, era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa.  En eso Fargo también es como la vida: el mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para llevarte el último iPod que quedaba en  la tienda.

    La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.




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Electric Dreams: Crazy Diamond

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El alma, de existir, tendría que ser un ente sin dimensiones, intangible. Inmaterial a tope. Más etérea que el gas,  o que el vacío incluso, porque en el vacío pueden darse fluctuaciones cuánticas que crean partículas físicas, mensurables, y por tanto ateas. El fantasma de Demócrito acecha en cada partícula subatómica que se cuela por ahí...

    El alma, entre otras cosas, no debería tener un peso. El hecho de que los creyentes sigan asegurando, para cargarse de razones teológicas, que el alma pesa exactamente 21 gramos porque lo han medido en no sé qué experimentos cuando se muere alguien -¿las camas del hospital llevan una balanza incorporada, o ponen a los muertos en una romana de patatas cuando agonizan?- va justamente en contra de su fe. La fe tiene que ser pura, metafísica en sentido estricto. Todo lo que se mida en gramos o en mililitros va a favor de los apóstatas como yo, que sólo creemos en la materia y en la carne. 21 gramos, por cierto, era una película cojonuda, aunque ya no recuerdo muy bien su devenir. Sólo que jamás he visto llorar a nadie en una pantalla como a Naomi Watts, en aquella escena, cuando a su personaje le comunican que su hija acaba de morir atropellada...

    Preferiría, la verdad, hacer un alto en la escritura. Volver a ver 21 gramos esta noche y regresar mañana con otras escritura más amena. Pero la actualidad de esta cinefilia tonta, de este deber autoimpuesto, me obliga a hablar de otro episodio fallido y tontorrón de Electric Dreams, una sci-fi de tramas que medio se comprenden, y que medio emocionan, y que por tanto medio interesan. En Crazy Diamond vuelve a tocarse el tema tan philipkadiano de los replicantes, que aquí se llaman Jills, si son mujeres, y no sé qué otro nombre que empieza por J, sin son hombres. Da igual. No se entiende nada. No se explica para qué sirven estas criaturas. De dónde vienen o a dónde van. Aquí ninguno ha visitado las Puertas de Tannhäuser, al parecer. Estos replicantes van por ahí sin alma, como yo por las mañanas, cuando me levanto, pero ellos pueden adquirirla en el mercado negro del futuro. El alma, en esta fantasía de la serie, es un gas de colorines que puede almacenarse en unas probetas sometidas al frío extremo, como la vacuna del coronavirus cuando llegue. En el episodio no dicen nada del asunto, pero estoy seguro de que ese gas, si pudiéramos pesarlo, como hacía William Hurt en Smoke, pesaría 21 gramos exactos.


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Los Roper. Temporada 1

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Los Roper es una comedia triste. Por debajo de los chistes fáciles y los chistes ácidos -porque todavía hay alguno que arranca la carcajada y aguanta con dignidad cuarenta años de erosión- está el matrimonio Roper, que es la enciclopedia ilustrada de los matrimonios infelices y fracasados. Los Roper ya no follan -si es que follaron alguna vez-, ya no salen a cenar, ya no sueñan con viajar a Mallorca cuando llega el verano. La mera idea de tener que untarse de crema recíprocamente les espeluzna. Los Roper, al menos, no se pegan, no se gritan, no se lanzan trastos a la cabeza, pero toda su jornada transcurre en un odio continuo y soterrado. Hace ya mucho tiempo que no se soportan, quizá desde que regresaron de su luna de miel en Blackpool, o en Bournemouth, algún sitio así, pero se han acostumbrado a la presencia del otro como el que se hace a un sofá que no eligió, o a un paisaje que le arruinaron tras la ventana.  

    La vida es así, piensan, y además ya se ven muy mayores para salir otra vez al mercado, a reverdecer los laureles del amor. Mildred todavía hace sus amagos adúlteros, sus intentonas más bien infantiles, porque aún le hierve la sangre por dentro, pero George es como un amigo que yo tengo, que sólo por no desvestirse, no sudar y no tener que volver a vestirse, prefiere que el pene se le marchite en la bragueta mientras mira la televisión o juega a los dardos en el pub.

    Yo era muy pequeño cuando veía Los Roper en la televisión. Era la época de las comedias clásicas de la Thames, aquella productora de la cortinilla inolvidable, con el río Támesis y los edificios emblemáticos de Londres que se reflejaban. Yo era más de Benny Hill, por supuesto, porque la cerdicolez ya me bullía en los cromosomas, y porque, además, yo ya tenía la intuición de que la vida no iba a ser mucho más que eso: hombres que deseaban mujeres, y mujeres que los espantaban como moscas. Yo,  a los Roper, siempre los veía a medio entender, a medio sonreír, demasiado adultos y alejados. Me descojonaba, eso sí, con lo de “¡Yoooorss...!”, como sigo haciendo ahora. Y sin embargo, mi realidad cotidiana estaba plagada de matrimonios como el suyo, algunos casi clavados, que yo no sabía diagnosticar porque pensaba que la vida real y la vida de la tele eran dos mundos ajenos separados por un cristal.





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The thick of it. Temporada 1

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En estos tiempos de políticas neoliberales que unos aplican con sonrisa de psicópatas y otros con gesto de resignados, el Ministerio de Asuntos Sociales de cualquier país -en The thick of  it es el Reino Unido, pero podría ser perfectamente España, o Moldavia- el Ministerio, decía, es un negociado carente de contenido, inoperante, o como mucho de corto alcance, que tiene que suavizar los golpes que propinan los otros ministerios criminales. Asuntos Sociales es una tirita de dispensario que se pone en la aorta que se desangra. Una cartera sin contenido. Un botiquín sin instrumental, o con el instrumental que llevaba el botiquín de la señorita Pepis. Un maquillaje publicitario que dice “la gente nos importa”, cuando todos sabemos que al neoliberalismo la gente se la sopla, básicamente. Asuntos Sociales es un juguete sin punta y sin pólvora que los gobiernos psicopáticos siempre regalan al ministro más tonto del Consejo, y los gobiernos resignados a la buena persona que jamás va a bajarse de su nube de algodón, beatífica, y medio lela también.

    No es casualidad, por tanto, que las trapisondas imaginadas por Armando Ianucci y sus guerrilleros transcurran en un Ministerio de Asuntos Sociales que no tiene gran cosa que  decir, con un ministro al que sólo le preocupa no perder la silla y medrar, y unos colaboradores que los días pares improvisan una medida y los días impares justo la contraria, para ir justificando el sueldo y matando el aburrimiento. Ellos saben que todo da lo mismo.

    Podría parecer que Ianucci ridiculiza a los políticos en The thick ok it. Que los exagera y caricaturiza como hizo poco después en Veep, su obra maestra del otro lado del charco. Pero no creo que sea así. En la intimidad de los despachos, donde los gobernantes se toman el café, se aflojan las corbatas y estiran las piernas en los sofás -o en las mesitas de café, como "Ánsar"- tengo por seguro que la realidad no es muy diferente de todo esto que cuentan en la serie. Cuando un político mete la gamba pensando que el micrófono estaba cerrado, nunca es para decir "qué pena me da la gente, voy a seguir luchando por ella...". Siempre es para soltar cosas como ésta:


Ministro: A veces, ¿no te pasa?… cuando te encuentras con la gente de verdad, de la calle… ¿No te pasa que miras a sus ojos vacíos y sus bocas llenas de vulgaridades…? Ya sé que la gente como ellos piensa que la gente como yo piensa así, y por eso odio pensarlo, pero es que, joder, parece que son de otra especie. Con sus camisetas, y pantalones, y viseras… ¿Por qué llevan camisetas con cosas escritas? ¿Y por qué están tan gordos, joder?

 Asesor: Ya te digo… Y tan imbéciles. 


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La tregua

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Michel Houellebecq escribía en una de sus novelas que el envejecimiento no es una rampa, sino una escalera. De tal modo que aunque el tiempo deshoje los calendarios, uno, mientras no baje el siguiente escalón, o le empujen a bajarlo, se mantiene más o menos igual que cuando le atravesó la última desgracia, o le punzó la última enfermedad. Es por eso que la gente que te ve justo después de una jodienda se sorprende del declive físico, del desplome de las facciones, y le echa la culpa al infortunio. Me pasó a mí, sin ir más lejos, hace no mucho... Pero no es el revés: son los años, que se van almacenando sin menoscabo, como piedras suspendidas sobre tu cabeza, hasta que un ventarrón las abate.

    En La tregua, Martín Santomé es un hombre viudo que descansa en un escalón a punto de cumplir los 49 años. Podría ser yo mismo, tan ricamente, cambiando lo de viudo por lo de divorciado.  Santomé -porque en la película todo el mundo se trata por el apellido, incluso los amantes, y es como en el colegio de los Maristas, donde yo me llamaba Rodríguez a secas- Santomé, decía, está viviendo una tregua insulsa de polvos ocasionales, trabajo rutinario y fútbol los domingos. Una mierda, sí, pero una mierda confortable, a la espera de tiempos mejores, o de tiempos peores, según sople la Sudestada o el Pampero, que al parecer son los vientos irreconciliables del Mar del Plata.  Santomé se teme lo peor porque sus hijos están a punto de abandonar el nido, unos para emparejarse, y otros para ganarse la vida, y cree que cuando se quede solo se le van a caer los techos encima, como años desmoronados.

    Santomé ya se imagina canoso, encorvado, malahostiado con la vida, cuando de pronto conoce a Avellaneda, que es como la luna de aquella otra película argentina. Avellaneda es una mujer linda, y muy joven, casi su hija, o sin casi. Ella le corresponde en su amor contra todo pronóstico, y Santomé, alborozado, no es que se quede en el mismo escalón: es que pega un salto hacia atrás para deshacer tres o cuatro de golpe, otra vez juvenil, ilusionado, haciendo el sexo con amor, o el amor con sexo, que viene a ser lo mismo. Santomé se redescubre fogoso en la cama, risueño en el despertar, jovial en el trabajo. No es una tregua de la vida: es una puta fiesta.

   Lo más jodido de las fiestas es saber que tienen un principio, pero también un final.




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El club de la lucha

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Los que en El club de la lucha sólo vieron la violencia del club de la lucha, no entendieron nada de la película, o no lo quisieron entender. Se quedaron con quince minutos de metraje  y luego salieron en tropel a denunciar el cine moderno, el exceso violento, la influencia malvada de Quentin Tarantino. Hubo hasta psicopedagogos que salieron a la palestra a soltar su monserga, como si las personas cabales llevaran a sus retoños a ver una película así. Y a la que no es cabal y los llevó, ya le puedes cantar misa en latín. Los críticos del establishment dijeron que la película de Fincher era un videoclip, una cosa pre-fascista, una provocación gratuita... Corría el año 1999, yo acababa de ser padre, y comprendí que  ya nunca pertenecería al club de la cinefilia oficial.

    El club de la lucha habla de las dos revoluciones pendientes que nunca podremos consumar: la social y la personal. Demoler los centros financieros y parecernos a Brad Pitt cuando nos miramos al espejo. Dos afanes imposibles que además ya nos pillan algo mayores, sobre todo si uno no quiere pasar a la clandestinidad para lo primero, ni pasar por las mil jodiendas de la cirugía plástica para lo segundo. Edward Norton, en la película, al menos logra cargarse unos cuantos edificios emblemáticos, porque aun siendo cosa inverosímil esto de organizar la sublevación bolchevique en las catacumbas de la noche americana, es mucho más fácil que torcer la voluntad férrea de nuestros genes, que se empeñan en sacarnos el pelo canoso, y los ojos oscuros, y la barriga fofa, y la sonrisa triste, tan alejados de esa estampa del bello Brad Pitt al que todo le sale rubio, estilizado, alegre, casi divino. 


    No me extraña que al final Edward Norton se lo cargue de un tiro, tan pluscuamperfecto y meticón. Y tan inteligente, y tan peligroso, porque Tyler Durden no es sólo guapo, y soñador, y follarín de envidiar hasta el verdín, sino que además es la puñetera voz de la conciencia. El memento mori. El Pepito Grillo. El tipo que arremete contra nuestra comodidad y nuestra cobardía. El que nos recuerda que no hay nada en realidad, que todo es vacío, y que quizá habría que vaciarlo todo para comprenderlo cabalmente.



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Dos hombres y medio. Temporada 3

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¿Y si la monogamia, la fidelidad, la “decencia sentimental”, sólo fuera el consuelo de los feos? ¿Su estrategia evolutiva? ¿Su única estrategia viable en realidad? ¿Una resignación que elevan a los altares de la moral sólo porque no pueden aspirar al desenfreno, a la promiscuidad, al goce de los mil cuerpos distintos y las mil sonrisas diferentes? No sé... Quizá es que leí demasiado a Nietzsche en la juventud, y subrayé muchas de sus sospechas con el mismo lápiz que luego usaba para subrayar el libro de Religión, en el BUP de los Maristas, que pobre lápiz, pienso yo ahora, menudo desnorte, si hubiera sabido leer lo que destacaba.

    Yo, por ejemplo, me siento monógamo, fiel, tan decente como cualquiera, pero quizá es por eso, porque juego en las ligas menores de la belleza, donde las mujeres no se fijan en los hombres y les pasan el número de teléfono así como así, chas, a las primeras de cambio, -ni a las terceras incluso-, como hacen con Charlie Harper en “Dos hombres y medio”, que nada más verlo ya se quedan arrobadas, y casi tambaleantes, en la silla del bar. Charlie sonríe, juega con ellas, suelta sus chistes siempre ocurrentes, y luego, cuando les dice que tiene una casa en la playa de Malibú, el sexo ya es sólo cuestión de preguntar a qué hora sales que paso a recogerte con el buga... Mientras tanto, a su lado, el hermano feo, al que ninguna mujer regala una mirada insinuante, apura su tercer whisky añorando los tiempos infelices -pero sexualmente más seguros- en los que estaba casado con Judith y al menos no se exponía al desprecio diario, a campo abierto, donde sólo sobreviven los más aptos.

    Mi sueño sigue siendo vivir como John Wayne en “El hombre tranquilo”, con la casa en el campo, y la mujer fueguina, y la conciencia reposada, pero quizá, ay, todo esto sea un sueño falso, espurio, construido por los complejos y por la necesidad. Quizá mi aspiración reprimida sea vivir como Charlie Harper en Dos hombres y medio, al borde del mar, un día con la rubia, y otro con la morena, y el de más allá con la pelirroja, siempre tocando una canción de amor satisfecho y despreocupado en el piano.




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