Esto va a doler
La hija oscura
🌟🌟
Después de mucho revolver
en las carpetas del disco duro, al final nos pusimos a ver “La hija oscura”.
Pero un poco a oscuras también: a oscuras de habitación, ya de anochecida, y a oscuras
de conocimientos, con pocos datos sobre el material. Solo que salía Olivia
Colman y que había estado nominada al Oscar por su trabajo. Y suficiente, en
verdad, más que suficiente, porque cuando Olivia se pone ella es superlativa y
llena la pantalla con un algo de catedrática.
“Va, venga, la de Olivia
Colman...”, acordamos en la última ronda de negociaciones, y al principio nos
las prometíamos muy felices porque ella salía todo el rato, de vacaciones en un
hotel junto al mar. Olivia paseaba, tanteaba el terreno, observaba atentamente
a los niños, y nosotros, en los silencios, aprovechábamos para alabarla: qué
bien estaba Olivia Colman en aquella película, la de la reina, y en aquella
otra, la del Alzheimer. Qué actriz, qué portento, qué presencia...
Pero la película, al
menos en su inicio, es eso, oscura. Como la hija del título. Olivia es una
mujer enajenada que tiene comportamientos raros y... oscuros. Van veinte
minutos de película y Olivia ya está harta de sus vacaciones: no la dejan leer,
no la dejan escribir, no la dejan disfrutar del silencio. Es como en las
vacaciones de los proletarios, aunque ella vaya de finolis. Pero no van por ahí
los tiros de su tristeza. Lo de Olivia es como un trauma que se le quedó. En
los flashbacks que la asaltan suponemos que sale ella de joven, incómoda con
una maternidad que la supera, o que la desborda, algo así. Los recuerdos son
extraños, y el presente muy turbio. Es todo confuso y raro. Y en el reloj del
ordenador acababan de darnos la una de la madrugada...
A esas alturas aún no
sabíamos si Olivia tenía uno de esos días o si padecía una enfermedad
diagnosticada en el DSM V. Pero ya nos daba igual. Yo, por mi parte, me quedé pajarito,
piando a T. mi estupor. Muy bajito.
Fargo. Temporada 4
🌟🌟🌟🌟
Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo,
en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier
temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de
violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas
que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y
termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que
sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.
En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de
las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso,
los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo,
era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de
suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran
gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la
casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa. En eso Fargo también es como la vida: el
mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del
éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta
que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para
llevarte el último iPod que quedaba en la tienda.
La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse
geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y
ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el
espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia
para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde
iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los
dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser
menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del
último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente
en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.
Estoy pensando en dejarlo
🌟🌟
Yo también estoy pensando en dejarlo... A Charlie Kaufman,
precisamente. Al menos, al Charlie Kaufman que dirige películas y no se limita
a escribir guiones para otros. No compensa el tiempo invertido en sus películas
de auteur. No hay quien le siga en sus onirismos, en sus barroquismos,
en sus simbolismos para iniciados en el misterio. El misterio insondable de su mundo interior,
claro. No hay nada más aburrido que escuchar los sueños de alguien, y Kaufman,
salvo en aquella película de Anomalisa, se está convirtiendo en un
turras de mucho cuidado.
Que los sueños propios son un rollo para los demás lo sé por experiencia
propia, porque yo soy mucho de contar mis sueños a mis parejas, cuando las
tengo, llevado por la inquietud que me atormenta al despertar. Pero sé que en
el fondo no les interesa, y que sólo fingen que me escuchan por educación,
porque los sueños son un absurdo muy personal, incomunicable, y sólo tienen relevancia
porque afectan al ánimo de quien los sueña. Y eso mismo ocurre con Charlie
Kaufman y su pesadilla Estoy pensando en dejarlo: que es una
ida de olla, un producto del subconsciente, y yo termino desconectando como
espectador que se pierde y en el fondo no se entera. Sólo entiendo -y firmo
debajo- que el amor verdadero es el Gordo de Lotería, y que la mayor parte de
lo que vivimos como amores son el outlet del mercado. Queda claro en los
primeros minutos de la película, y es lo único hermoso y comprensible en este fregado. Lo demás es infumable, insondable, carne de diván para el
psicoanalista carísimo de Los Ángeles que seguramente atiende al señor Kaufman.
Luego están, por supuesto, los exégetas. Los enterados. Quizá
-y siento, entonces, meterme con ellos- los espectadores inteligentes y
sensibles. Los que han visto la película, vienen a la red y aseguran ofrecerte
una explicación coherente de toda esta cacharrería simbólica. Son los que traducen
las pelusas del ombligo al lenguaje de los humanos. Me río yo, de los
traductores del arameo, o del suajili…