Dos hombres y medio. Temporada 3

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¿Y si la monogamia, la fidelidad, la “decencia sentimental”, sólo fuera el consuelo de los feos? ¿Su estrategia evolutiva? ¿Su única estrategia viable en realidad? ¿Una resignación que elevan a los altares de la moral sólo porque no pueden aspirar al desenfreno, a la promiscuidad, al goce de los mil cuerpos distintos y las mil sonrisas diferentes? No sé... Quizá es que leí demasiado a Nietzsche en la juventud, y subrayé muchas de sus sospechas con el mismo lápiz que luego usaba para subrayar el libro de Religión, en el BUP de los Maristas, que pobre lápiz, pienso yo ahora, menudo desnorte, si hubiera sabido leer lo que destacaba.

    Yo, por ejemplo, me siento monógamo, fiel, tan decente como cualquiera, pero quizá es por eso, porque juego en las ligas menores de la belleza, donde las mujeres no se fijan en los hombres y les pasan el número de teléfono así como así, chas, a las primeras de cambio, -ni a las terceras incluso-, como hacen con Charlie Harper en “Dos hombres y medio”, que nada más verlo ya se quedan arrobadas, y casi tambaleantes, en la silla del bar. Charlie sonríe, juega con ellas, suelta sus chistes siempre ocurrentes, y luego, cuando les dice que tiene una casa en la playa de Malibú, el sexo ya es sólo cuestión de preguntar a qué hora sales que paso a recogerte con el buga... Mientras tanto, a su lado, el hermano feo, al que ninguna mujer regala una mirada insinuante, apura su tercer whisky añorando los tiempos infelices -pero sexualmente más seguros- en los que estaba casado con Judith y al menos no se exponía al desprecio diario, a campo abierto, donde sólo sobreviven los más aptos.

    Mi sueño sigue siendo vivir como John Wayne en “El hombre tranquilo”, con la casa en el campo, y la mujer fueguina, y la conciencia reposada, pero quizá, ay, todo esto sea un sueño falso, espurio, construido por los complejos y por la necesidad. Quizá mi aspiración reprimida sea vivir como Charlie Harper en Dos hombres y medio, al borde del mar, un día con la rubia, y otro con la morena, y el de más allá con la pelirroja, siempre tocando una canción de amor satisfecho y despreocupado en el piano.