Atrapado en el tiempo

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Mi día de la marmota. Por Álvaro Rodríguez Martínez.

Como en el siglo XXI ya se han inventado los teléfonos móviles, utilizo uno de gama medio-baja para despertar por las mañanas. No suena “I got you, baby” de Sonny & Cher, sino una musiquilla preinstalada, cálida y neutral, para levantarme con algo de sosiego. Antes usaba un mp3 demencial de “¡Al ataqueeer!”, el grito de Chiquito de la Calzada, que era muy efectivo y cuartelero. Pero ya estoy mayor para esos sustos.

La primera persona con la que me topo al despertar no es la dueña de un hotel, sino Eddie, el perrete, que también vive atrapado en su tiempo retenido, repitiendo punto por punto el bostezo, el rascado, la zalamería, la impaciencia ante el arnés y la correa...

Luego, en la calle, nos encontramos con la misma gente ociosa o afanada. Como a Bill Murray en  Punxsutawney, también me sucede que hay un pesado al que trato de evitar todas las mañanas, pero no puedo. Si Bill se topaba con un vendedor de seguros, yo me topo con un hijoputa que pasa atronando con la moto.

Ellos, mis vecinos, comienzan su día sin saber que yo ya me lo sé de memoria, punto por punto, porque soy siempre el mismo hombre que no evoluciona, que no cambia para nada. Que aunque envejece, no pasa las hojas del calendario.

¿El trabajo?: pura rutina, después de tantos años. Da de comer. A veces pasan cosas imprevistas. A veces te ríes... Desearía estar escribiendo, o a la bartola, o en brazos de Natalie Portman, pero eso nos pasa al 95% de los que trabajamos. Nos quejamos de vicio. También tengo un compañero de oficina que me cae mal, y una compañera que se parece un poco -un poco, tampoco vayamos a exagerar- a Andie McDowell.

Como Bill Murray, me despierto con la certeza de que este día ya lo he vivido mil veces, y que me quedan, al menos, otros mil idénticos por vivir. Quizá más, porque a Harold Ramis le preguntaron una vez por los días que pasó Bill Murray atrapado en la singularidad y respondió que 10.000. Así que tengo otros 9.000 días para aprender a tocar el piano, modelar el hielo, refinar los modales, practicar la sonrisa, averiguar sus gustos e inquietudes...





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Nacional III

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Por La Pedanía pasa la N-VI que ahora llaman N-6, no sé por qué. Le han quitado el número romano para ponerle uno arábigo que a veces, imagino, despista a los conductores, y tal vez les pone mirando a Cuenca, o a La Meca. No sé si es una política cultural o un rediseño del estilismo. A saber...

    En tiempos del marqués de Leguineche aún no habían construido la autopista que sortea la orografía con viales de mucho vértigo. Así que ese tunante, y la tunanta de su familia, habrían tardado muchas horas en llegar a La Coruña, cargados con su maletín. Y además para nada, porque ellos querían evadir los capitales por la vía francesa, y para eso solo les valía la N-I o la N-II, que son las que acercaban -y siguen acercando- al delito financiero. Ni siquiera les hubiera servido la N-III, que da título a la película, pero que termina en Valencia y luego en el mar Mediterráneo. Y así hasta Estambul.

    La película se titula “Nacional III” porque es la tercera parte de la trilogía de los Leguineche, y cuando en la radio, y en los podcasts, y en las revistas culturales o culturetas, se ponen a discutir por la mejor trilogía de la historia -que si la primera de Star Wars, que si los Padrinos, que si la Trilogía del Anillo, que si aquella tristeza infinita de Kieślowski...-, yo, con mi humildad de cinéfilo provinciano y provincial, siempre protesto por la no inclusión de esta cachondada tan celtibérica y poco exportable. Las películas de Azcona y Berlanga nunca rompieron la taquilla mundial, pero que ni falta que les hacía.

    Lo normal, para estas cuatro líneas que me quedan, sería hablar de la evasión de capitales, que cuarenta años después sigue siendo un deporte exclusivo de clase alta, como el polo, o la caza del rojo. Pero prefiero aprovechar el espacio para pedirle a ese internauta que tiene por nick “Marqués de Leguineche”, que si algún día se aburre, y lo deja por otro, me lo preste. Estoy muy contento con este de Augusto Faroni, tan literario y tan personal, pero las canas que crecen, y la rijosidad que no decrece, me están dando un aire a Luis Escobar que quedaría cojonudo en Second Life.  





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Patrimonio Nacional

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Como vivo en provincias, la primera vez que oí hablar del Palacio de Linares fue cuando el asunto aquel de las psicofonías, que la verdad es que acojonaban. Todos los ateos sabíamos que era un fraude colosal -como luego se demostró-, pero nos reímos mucho con la movida, y recordamos nuestras propias psicofonías de la adolescencia, cuando íbamos con el radiocasete al parque que antes fue fosa común y cementerio de represaliados, a las doce de la noche, en el verano sin deberes ni obligaciones, a ver si captábamos el susurro de un alma en pena que nos hiciera cagar en los pantalones, pero nos catapultara a la fama, y nos convirtiera en héroes de acción ante las chicas del barrio, que siempre fue el objeto primordial de todo lo que hacíamos (casi como ahora).

    Yo no sabía entonces que Berlanga había rodado “Patrimonio Nacional” justo en el palacio maldito, donde al parecer vagaba el espíritu de una niña concebida en incesto y luego asesinada. Donde además dicen que se fusiló a mansalva en tiempos de Napoleón o de la Guerra Civil. Un palacio que cambiaba de dueño cada vez que se oía el chirriar de una puerta o el crujir de una madera. Azcona y Berlanga, en 1981, aprovecharon un interregno del palacio cerrado, a la espera de una venta, para meter allí a toda la troupe del marqués de Leguineche, que venía del exilio rural para instalarse en la Villa y Corte a hacerle zalamerías a Juan Carlos I de Borbón, el rey pre-emérito.

    La familia del marqués de Leguineche produce rechazo moral en el espectador, angustia de bolchevique, pero no puedes evitar la carcajada porque en el fondo son listos, atravesados, pesados, rijosos, tunantes, vividores, sólo imbéciles a medias. Yo, al menos, me descojono con sus trapisondas. Pero luego, al terminar la película, me dio por pensar que todos ellos – José Luis López Vázquez, Mary Santpere, Luis Escobar, Agustín González, Luis Ciges, Berlanga, Azcona...- ya son fantasmas que habitan otra planta del palacio. Que ya están todos muertos, y nunca volverán. No sé si sus apariciones en mi televisor podrían llamarse “videofonías”, o “psicovidencias”.  




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La escopeta nacional

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En 1978, Azcona y Berlanga decidieron que ya podían reírse del franquismo sin peligro. Llevaban veinte años riéndose de un modo simbólico, subrepticio, metiendo escenas de petting para que los censores se escandalizaran y las cortaran, y no se fijaran en lo demás. Sus películas anteriores fueron radiografías del enfermo, chequeos del paciente, pero ahora, con el régimen de cuerpo presente, tocaba hacer un examen exhaustivo de sus vísceras. De sus entresijos intestinales.

Y lo que salió a la luz fue una inmundicia muy nutritiva, de alto valor humorístico. “La escopeta nacional” es una película sobre Franco pero sin Franco, porque el Caudillo era un personaje tan tétrico que no cabía ni de secundario en esta cuchipanda. Sí eran muy risibles, en cambio, sus ministros, sus lameculos, sus tecnócratas de las gafas y sus opusdeístas del librito. La flora y fauna del régimen que se reunía en las cacerías para asestarse puñaladas, coger sitio en las fotos y dejar muy claro qué comisión se llevaba cada uno.

    Jaume Canivell, el empresario que llega a la finca de los Leguineche para vender sus porteros automáticos, aprenderá a fuerza de vejaciones que en estas cacerías no se dirime el bien común de la patria, ni el justo margen del comerciante. Envueltos en la Bandera, protegidos por el Ejército y bendecidos por la Iglesia, a los prebostes del régimen les importa un bledo que el portero automático traiga el bienestar a los hogares o cree nuevos puestos de trabajo. A ellos sólo les importa su parte, y la parte del amiguete, y joderle la parte al rival que ahora mismo está mejor visto en El Pardo.

Azcona y Berlanga eran muy largos, y muy cínicos, y sabían que la historia tiende a repetirse. Por eso despiden la película sin despedirla, porque Franco estaba muy muerto, pero el franquismo no. Años después supimos que esta recidiva bacteriana se llamaba “franquismo sociológico”.  Estos sociópatas se hicieron resistentes a los antibióticos y ahora están aquí de nuevo, de cacería, conspirando, amañando, señalando objetivos con la escopeta. Que Dios -que es de derechas- nos pille confesados.




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Rashomon

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Todo el mundo miente. Todos mentimos. Pero vamos, como bellacos, si fuera menester... Y como bellacas. Aunque hay grados en el bellaquismo: de la mentira piadosa al mentiroso compulsivo hay siete escalones del espíritu, según enseñaba Lao Tsé.

Con la verdad por delante lo perderíamos todo en cuestión de días. La verdad servida en crudo, sin aliñar, es un plato indigesto y hasta venenoso. Mentir es una necesidad, una exigencia biológica, y no hay mejor mentiroso que quien se cree sus propias mentiras, porque ése no duda, no se pone colorado, no tiene que repasar a quién le dijo la verdad y a quién no. No guiña el ojo como hacía don Mariano. Quien se engaña a sí mismo es el mejor de los mentirosos, y ése, o ésa, ya puede triunfar en la política, o en las redes sociales, o en la venta de autoayuda por internet. Esas caras sonrientes que te explican el secreto de la felicidad son lo peor de nuestra especie, porque se creen su propia estupidez. Lo explicaba Robert Trivers en un libro maravilloso, y yo, como soy un lerdo, tuve que aprenderlo en su libro, y no en la vida real, donde cualquier espectador se da cuenta a la primera.

En “Rashomon” todo el mundo se autoengaña. No hay buenos ni malos: sólo humanos débiles y temerosos. Kurosawa los denuncia, pero en el fondo los comprende. Se apiada de ellos. Cada testigo del crimen nos cuenta su milonga porque uno quiere dárselas de macho, y otro de imparcial, y otra de dama honorable. Según Kurosawa, hasta los muertos mienten cuando encuentran un médium para explicarse. “¿Y por qué iba a mentir un muerto?”, se pregunta el sacerdote de la película. “¿Qué sentido tiene, si ya está muerto?”, y el pobre hombre no deja de rascarse la cabeza. Pero es que hasta los muertos, querido amigo, son humanos, o exhumanos, y conservan  el hábito incluso en el más allá, envueltos en las sombras.

Recuerdo que una vez, de adolescente, nos dio por jugar a la ouija y el espectro no hacía más que enredarnos en contradicciones. Le preguntábamos si era hombre y nos decía que sí; le preguntábamos si era mujer y nos decía que también. Quizá, después de todo, sea verdad que los ángeles no tienen sexo.





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La boda de mi mejor amigo

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Ayer, mientras veía La boda de mi mejor amigo, me dio por recordar que en realidad sólo he estado en la boda de un “mejor amigo”. Y tampoco era un amigo-amigo de verdad, como el tiempo demostró. Un conocido venido a más. De hecho, en su boda -a lo que sólo fui invitado para hacer bulto en una iglesia, nada de banquetes, ni de bailes, ni de damas de la novia desinhibidas tras el alcohol- se presentó, para pasmo de mis ojos, y temblor de mis entrañas, en calidad de estrella invitada, un guest starring de la hostia, el mismísimo Ángel Acebes, el esbirro de Aznar, que ya por entonces era un alto cargo del Gobierno, o de la Junta, no recuerdo bien, pero da igual: un monaguillo que salía mucho en el NODO de La 1 mintiendo como un bellaco, entrenándose, quizá, para la Gran Mentira que soltó el 11-M de los atentados, y luego el 12, y el 13, y el 14, y así hasta que le echamos a patadas de la carrera.

Ése era el paisanaje de la boda de mi mejor amigo: de Acebes para abajo en lo moral, pues todo el mundo le aplaudía, y le hacía lisonjas, y pedía hacerse fotos con su body, y sólo yo, invitado a la boda como cuando invitaban a Pablo Iglesias a Intereconomía, sentía vergüenza de estar allí, quizá en el borde difuminado de alguna foto. El paisanaje, en realidad, no era muy distinto al de la película que nos ocupa, todo ricachones, y pijas, y dispendios, y plusvalías robadas a los pobres. Solo que la novia, para más inri, no se parecía ni por el forro a Julia Roberts, ni a Cameron Díaz.

Las demás bodas de mi vida fueron todas de amiguetes, o amigoides, o pseudoamigas, gente vicaria y olvidada. O primas lejanas, o primos sin relación. Casi podría cantar de todas ellas que “allí me colé y en tu fiesta me planté”. Sólo recuerdo los langostinos, y la sensación, repetida una y otra vez, de que los contrayentes se estaban metiendo en un charco embarrado. Con algunos acerté y con otros no. No valgo para pitoniso. Pero apuesto dos dólares a que si algún día se rodara “La boda de mi mejor amigo 2”, el matrimonio Mulroney/Díaz vendría roto por la mitad, y esa preciosa y puñetera de Julia Roberts sonreiría todavía con la boca más abierta.



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Ted Lasso. Temporada 2

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Hace muchos episodios que Ted Lasso dejó aparcado el fútbol para centrarse en los sentimientos. Y no en los sentimientos futbolísticos -que vaya por Dios, qué mala pata, yo que venía justo a eso-  sino en los sentimientos universales, que ya vemos en otras muchas series: el temor irracional, el amor irresuelto, el deber incumplido, la pesadez del ego que nunca descansa... Sobre todo eso, el ego que no calla, ni debajo del agua, siempre haciéndonos de más y dejándonos en ridículo.

Hace muchos episodios que el único estadio que se ve en Ted Lasso es el de los títulos de crédito, cuyos asientos cambian de color cuando el míster, el propio Ted Lasso, se sienta en la grada. Porque él es el viento fresco, y el reformador de los espíritus. Ted Lasso es el evangelista de la buena nueva: no importa ganar ni perder, sino sólo ser feliz. Bill Shankly, nuestro viejo Shanks, se lo hubiera comido de un bocado con el bigote de Ned Flanders incluido.

Ted Lasso es el ángel que viene a regalar alas a todos los integrantes del Richmond C. F. Aquí, como hubiera dicho Manolo Summers, to er mundo e güeno, y no hay lugar para rencores mezquinos, ni para puñaladas traperas. O, al menos, para nada que dure más de veinticuatro horas y que no pueda ser confesado -e indefectiblemente perdonado- entre lloros con mocos y abrazos del personal.

Ted Lasso se ha convertido en una adaptación soterrada de algún libro de Paulo Coelho, aunque desconozco cuál, porque nunca le he leído. Y yo, que vivo ajeno a estos discursos, y que me acerqué a la serie porque se hablaba de fútbol, y salían futbolistas, debería dimitir del empeño. Pero no dimito. Me digo continuamente: “En el próximo episodio, me apeo”. Pero nunca me apeo. Algo me ata al sofá y no sé lo que es. O sí lo sé, y prefiero no reconocerlo. Rompepistas, el personaje de Kiko Amat, diría que en el fondo soy una niñata, una nenaza. Y yo, para no escucharle, me tapo los oídos y le grito cucurucho que no te escucho. Y así voy viendo la serie, hasta el episodio final, con las orejas medio tapadas, y medio atentas, encandilado por Ted Lasso, pero sin saber muy bien por qué.







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El presidente y Miss Wade

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La crónica oficial del noviazgo entre el príncipe Felipe y Leticia Ortiz dice, más o menos, que Felipe la vio un día presentando el telediario de La 1 -y que conste que yo me enamoré de ella primero, cuando presentaba el informativo de la CNN- y que se dijo a sí mismo: “Majestad, esa mujer, para usted”. Lo demás fue coser y cantar: llamó a Pedro Erquicia, organizaron un sarao en su apartamento y allí, entre las risas y las copas, mientras sonaba la música y se repartían los canapés, Felipe se acercó a Leticia para preguntarle si algún día le molaría ser la reina de España.

Las crónicas del Reino no cuentan si Leticia tuvo dudas, si se vio abrumada por tan alto ofrecimiento. Es como si nos insinuaran que ninguna mujer podría resistirse. ¿Qué mujer iba a decirle que no a un tío tan guapo, tan alto, con los ojos azules, con el futuro resuelto, dueño de un chalet incomparable en las afueras de Madrid? Decía Jerry Seinfeld que a los hombres no nos importa el trabajo de las mujeres siempre que sean guapas, y estén  predispuestas, pero que a las mujeres sí les importa mucho el nuestro, y que por eso nos inventamos nombres rimbombantes para adornarlo, tecnicismos y polladas. Y Felipe -que en la versión corta ya era el príncipe de España- con la versión larga de títulos y soberanías las dejaba patidifusas.

En la película de hoy se produce un hecho parecido: el presidente Shepherd es un hombre encantador, guapo y progresista, con unas canas la mar de interesantes, muy parecido -pero mucho- al actor Michael Douglas, y cuando conoce a Annette Bening en una reunión de trabajo tarda dos segundos en decirse a sí mismo, como el príncipe Felipe: “Ésta, señor presidente, para usted”. Finalizada la reunión llama al FBI, averigua su número de teléfono y le basta con soltar un par de gracietas para conquistarla. El proceso es tan fulminante que apenas ocupa diez minutos en el metraje. El resto son líos y recursos dramáticos. Pero yo me pregunto, todo el rato, si Annette se enamora del hombre o del presidente. Si se enamoraría del señor Shepherd si éste, con las mismas cualidades, y la misma bonhomía, fuera el kiosquero de su barrio.



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