Ted Lasso. Temporada 2

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Hace muchos episodios que Ted Lasso dejó aparcado el fútbol para centrarse en los sentimientos. Y no en los sentimientos futbolísticos -que vaya por Dios, qué mala pata, yo que venía justo a eso-  sino en los sentimientos universales, que ya vemos en otras muchas series: el temor irracional, el amor irresuelto, el deber incumplido, la pesadez del ego que nunca descansa... Sobre todo eso, el ego que no calla, ni debajo del agua, siempre haciéndonos de más y dejándonos en ridículo.

Hace muchos episodios que el único estadio que se ve en Ted Lasso es el de los títulos de crédito, cuyos asientos cambian de color cuando el míster, el propio Ted Lasso, se sienta en la grada. Porque él es el viento fresco, y el reformador de los espíritus. Ted Lasso es el evangelista de la buena nueva: no importa ganar ni perder, sino sólo ser feliz. Bill Shankly, nuestro viejo Shanks, se lo hubiera comido de un bocado con el bigote de Ned Flanders incluido.

Ted Lasso es el ángel que viene a regalar alas a todos los integrantes del Richmond C. F. Aquí, como hubiera dicho Manolo Summers, to er mundo e güeno, y no hay lugar para rencores mezquinos, ni para puñaladas traperas. O, al menos, para nada que dure más de veinticuatro horas y que no pueda ser confesado -e indefectiblemente perdonado- entre lloros con mocos y abrazos del personal.

Ted Lasso se ha convertido en una adaptación soterrada de algún libro de Paulo Coelho, aunque desconozco cuál, porque nunca le he leído. Y yo, que vivo ajeno a estos discursos, y que me acerqué a la serie porque se hablaba de fútbol, y salían futbolistas, debería dimitir del empeño. Pero no dimito. Me digo continuamente: “En el próximo episodio, me apeo”. Pero nunca me apeo. Algo me ata al sofá y no sé lo que es. O sí lo sé, y prefiero no reconocerlo. Rompepistas, el personaje de Kiko Amat, diría que en el fondo soy una niñata, una nenaza. Y yo, para no escucharle, me tapo los oídos y le grito cucurucho que no te escucho. Y así voy viendo la serie, hasta el episodio final, con las orejas medio tapadas, y medio atentas, encandilado por Ted Lasso, pero sin saber muy bien por qué.