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La boda de mi mejor amigo

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Ayer, mientras veía La boda de mi mejor amigo, me dio por recordar que en realidad sólo he estado en la boda de un “mejor amigo”. Y tampoco era un amigo-amigo de verdad, como el tiempo demostró. Un conocido venido a más. De hecho, en su boda -a lo que sólo fui invitado para hacer bulto en una iglesia, nada de banquetes, ni de bailes, ni de damas de la novia desinhibidas tras el alcohol- se presentó, para pasmo de mis ojos, y temblor de mis entrañas, en calidad de estrella invitada, un guest starring de la hostia, el mismísimo Ángel Acebes, el esbirro de Aznar, que ya por entonces era un alto cargo del Gobierno, o de la Junta, no recuerdo bien, pero da igual: un monaguillo que salía mucho en el NODO de La 1 mintiendo como un bellaco, entrenándose, quizá, para la Gran Mentira que soltó el 11-M de los atentados, y luego el 12, y el 13, y el 14, y así hasta que le echamos a patadas de la carrera.

Ése era el paisanaje de la boda de mi mejor amigo: de Acebes para abajo en lo moral, pues todo el mundo le aplaudía, y le hacía lisonjas, y pedía hacerse fotos con su body, y sólo yo, invitado a la boda como cuando invitaban a Pablo Iglesias a Intereconomía, sentía vergüenza de estar allí, quizá en el borde difuminado de alguna foto. El paisanaje, en realidad, no era muy distinto al de la película que nos ocupa, todo ricachones, y pijas, y dispendios, y plusvalías robadas a los pobres. Solo que la novia, para más inri, no se parecía ni por el forro a Julia Roberts, ni a Cameron Díaz.

Las demás bodas de mi vida fueron todas de amiguetes, o amigoides, o pseudoamigas, gente vicaria y olvidada. O primas lejanas, o primos sin relación. Casi podría cantar de todas ellas que “allí me colé y en tu fiesta me planté”. Sólo recuerdo los langostinos, y la sensación, repetida una y otra vez, de que los contrayentes se estaban metiendo en un charco embarrado. Con algunos acerté y con otros no. No valgo para pitoniso. Pero apuesto dos dólares a que si algún día se rodara “La boda de mi mejor amigo 2”, el matrimonio Mulroney/Díaz vendría roto por la mitad, y esa preciosa y puñetera de Julia Roberts sonreiría todavía con la boca más abierta.



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Agosto

🌟🌟🌟🌟

Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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