Algo pasa con Mary
Un domingo cualquiera
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Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales.
Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.
La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.
Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.
La boda de mi mejor amigo
🌟🌟🌟
Ayer, mientras veía La boda de mi mejor amigo, me dio
por recordar que en realidad sólo he estado en la boda de un “mejor amigo”. Y tampoco
era un amigo-amigo de verdad, como el tiempo demostró. Un conocido venido a más.
De hecho, en su boda -a lo que sólo fui invitado para hacer bulto en una iglesia, nada de banquetes, ni de bailes, ni de damas de la novia desinhibidas tras el
alcohol- se presentó, para pasmo de mis ojos, y temblor de mis entrañas, en
calidad de estrella invitada, un guest starring de la hostia, el mismísimo
Ángel Acebes, el esbirro de Aznar, que ya por entonces era un alto cargo del
Gobierno, o de la Junta, no recuerdo bien, pero da igual: un monaguillo que
salía mucho en el NODO de La 1 mintiendo como un bellaco, entrenándose, quizá, para
la Gran Mentira que soltó el 11-M de los atentados, y luego el 12, y el 13, y
el 14, y así hasta que le echamos a patadas de la carrera.
Ése era el paisanaje de la boda de mi mejor amigo: de Acebes
para abajo en lo moral, pues todo el mundo le aplaudía, y le hacía lisonjas, y pedía
hacerse fotos con su body, y sólo yo, invitado a la boda como cuando invitaban
a Pablo Iglesias a Intereconomía, sentía vergüenza de estar allí, quizá en el
borde difuminado de alguna foto. El paisanaje, en realidad, no era muy distinto
al de la película que nos ocupa, todo ricachones, y pijas, y dispendios, y
plusvalías robadas a los pobres. Solo que la novia, para más inri, no se parecía
ni por el forro a Julia Roberts, ni a Cameron Díaz.
Las demás bodas de mi vida fueron todas de amiguetes, o
amigoides, o pseudoamigas, gente vicaria y olvidada. O primas lejanas, o primos
sin relación. Casi podría cantar de todas ellas que “allí me colé y en tu
fiesta me planté”. Sólo recuerdo los langostinos, y la sensación, repetida una
y otra vez, de que los contrayentes se estaban metiendo en un charco embarrado. Con
algunos acerté y con otros no. No valgo para pitoniso. Pero apuesto dos dólares
a que si algún día se rodara “La boda de mi mejor amigo 2”, el matrimonio
Mulroney/Díaz vendría roto por la mitad, y esa preciosa y puñetera de Julia Roberts
sonreiría todavía con la boca más abierta.
Cómo ser John Malkovich
🌟🌟🌟🌟
Cómo ser John Malkovich empieza con una marioneta igualita que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, bailando la danza de una depresión. El parecido es asombroso: la misma barba, la misma coleta, los mismos ojos entrecerrados al estilo tártaro de Lenin...
La marioneta se mira al espejo, no se gusta, lo rompe. Destroza los objetos de la habitación y se revuelca en el suelo dominada por la rabia. Es una performance como de político derrotado en unas elecciones. Poco antes, en los telediarios, uno ha visto al Pablo Iglesias de verdad sostener un florido debate contra las fuerzas del Mal en el Parlamento. Y ahora, en lo que iba a ser una ficción de media tarde, una película escrita por Charlie Kaufman -el raro- para Spike Jonze -el extravagante-, uno vuelve a encontrarlo convertido en un muñeco manejado por un hábil titiritero, como si esto fuese 13 TV insinuando subordinaciones del "Coletas" al chavismo venezolano, o al régimen iraní. Uno, que conoce de sobra el argumento de la película, y sabe que lo del títere sólo es una coincidencia de fisonomías, acaba, sin embargo, de abandonar los vapores alucinógenos de la siesta, y teme por un segundo no haber despertado todavía, y estar soñando una pesadilla imposible donde John Cusack mueve los hilos de la izquierda española y John Malkovich, aunque afeitado de barba y de cabeza, hace el papel de un político gallego que aparece en todas partes soltando obviedades sin pudor y trabalenguas sin sentido. Malkovich, Malkovich, Malkovich...



