Tres pisos

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No me gusta nada “Tres pisos”. Pero a lo mejor es el flemón, que me duele como un condenado, y que me quita las ganas de jarana. Pero luego he puesto un episodio de “Frasier” y resulta que me he reído como un bobo. Así que el flemón no puede explicarlo todo. Y me jode, la verdad, porque yo a Nanni Moretti le tengo mucho cariño, y ponerle solo dos estrellas es como reñir a un padre, o censurar a un abuelete.


Tengo que confesar, de todos modos, que  nunca me han gustado las películas “serias” de Nanni Moretti. Sus dramas existenciales. Ni siquiera “La habitación del hijo”, que fue tan alabada por la crítica, y que yo aplaudí dando palmas sin mucho entusiasmo. Casi arrastrado por la obligación, y por el respeto a sus películas anteriores. Para mi Nanni Moretti es el zangolotino de “Abril”, y de “Caro diario”, y de aquellas comedias anteriores -y muy anarquistas- que solo recordamos los cuatro entusiastas encanecidos. Pero cuando Moretti deja de hacer el payaso (en el buen sentido) y se pone el disfraz de señor barbudo y reflexivo, le salen unas películas muy afectadas, sombrías para mal, con actores y actrices que no terminan de creerse del todo lo que recitan. Y unas músicas lamentables, de subrayado cursilón.


“Tres pisos”, por ejemplo, es una obra teatral mal disimulada. No es cine exactamente: son personajes muy pendientes de su frase, y de su marca sobre las tablas. Se mueven de manera robótica, y se expresan de manera forzada. Hacen literatura al andar. No me los creo desde la primera escena, tan perturbadora como chocante. Y mal interpretada. El minimalismo gestual no contribuye demasiado a la verosimilitud de las reacciones. A Moretti le ha salido una película al estilo de Carl Theodor Dreyer, muy solemne y tal, pero rodada en colorines. Y no en Dinamarca, sino en Italia, donde sorprende que estos personajes sean tan poco expresivos. Tan nórdicos y hieráticos. Otra vez será.





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Crueldad intolerable

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A los curas y a los tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion, aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.

Eso por el lado espiritual. Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los de la novia, y viceversa, que a veces pasa.

A los abogados matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no conoce parangón en los pasillos de los juzgados.

El odio es una fuerza bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición, y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.





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The Expanse. Temporada 1

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El amigo me recomendó ver “The Expanse” porque salen muchas naves espaciales y él conoce mi debilidad. Otros ven películas del oeste solo porque sale John Wayne, o ven películas de época porque salen miriñaques y carruajes, así que no me avergüenzo de mi pedrada.

Él amigo sabe que yo estoy enfermo de estas cosas, concretamente desde que vi, de pequeñito, en la pantalla inabarcable del cine Pasaje, la nave consular de la princesa Leia perseguida por el destructor imperial. Ahí fue cuando me turulaté para siempre. 45 años después, se me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo cualquier nave de ficción -porque reales, de momento, no las hay- surcando el firmamento negrísimo con puntitos que son las estrellas y los planetas. A veces siento que yo ya he estado allí, en el futuro, transmigrando de hábitat en hábitat hasta reencarnarme en una biografía anterior, que es esta de ahora, a contracorriente de la línea del tiempo y de las enseñanzas de los vedas.

“The expanse” plantea que dentro unos cuantos siglos, cuando ya nos hayamos comido los recursos de la Tierra y también los de Marte, pondremos nuestra mirada en el cinturón de asteroides, donde vagan los pedruscos al tuntún de la gravedad. En ese futuro lejanísimo -donde el Mundialito de Clubs lo disputarán el campeón terrícola y el campeón marciano- Marte ya será una colonia de humanos desligada de la Tierra. Sus habitantes serán, después de todo, los famosísimos marcianos de la ciencia-ficción, y se llenarán de razones quienes aseguran que los platillos volantes no vienen de otros sistemas, sino de otras realidades del futuro. Y que los marcianos son seres humanos que visitan a sus antepasados por curiosidad, o por afán científico. O para tocar un poco los cojones, que alguno habrá.

En “The Expanse” hay naves espaciales, sí, y Guerra Fría interplanetaria, y algún disparo que otro que se pierde en el vacío interestelar. Pero me aburro como una ostra y no sé por qué. He llegado al capítulo 3 y me he quedado varado en la inmensidad del espacio, dudando entre seguir el rumbo o abortar la misión. Y al final -escribo esto tres semanas después- la he abortado. Pongo rumbo a casa.




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El libro negro

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La culpa es de Paco Fox y de Ángel Codón, los responsables del podcast de “Tiempo de culto”, que recomiendan las películas y me lían con su entusiasmo. Bastante tengo ya con las películas pendientes, y con las películas a medio empezar, como para hacer caso a este par de frikies iluminados. Pero ellos cuentan, y desgranan, y te meten el gusanillo para acabar apuntando más películas en la memoria, o en el cuadernillo. O en el “Notas” del teléfono. Cualquier sitio es bueno.

 El otro día hicieron un especial sobre Paul Verhoeven y fueron sacando una a una todas sus películas: las medio pornográficas en Holanda, y los taquillazos en Hollywood, y las últimas producidas en Europa, donde el viejo Paul ha encontrado otra edad de oro para enseñar algo de piel y provocar al personal. O una edad de plata, según las opiniones.

Entre esta nueva hornada, Fox y Codón mencionaron que la mejor película de todas es “El libro negro”, y yo quedé sorprendido porque la había visto hace años sin que apenas me dejara un poso o un aprovechamiento. Más bien un recuerdo vacío en el que solo brillaba el recuerdo de Carice Van Houten, la Melisandre de “Juego de Tronos”, esa mujer de la que todos nos preguntábamos en qué otras películas habría salido, por aquello de seguir su trayectoria artística, por supuesto.

Tanto ponderaron el otro día “El libro negro” en el podcast, que al final decidí darle una segunda oportunidad. Y tengo que decir que no he llegado ni a la mitad... Me rendí ante las tropas alemanas antes que cualquier comando guerrero de los holandeses. Carice van Houten, a pesar de darlo todo, no ha conseguido obrar el milagro de la redención. Esto de poner al nazi con cara de malo ya está muy trillado. Aburre. La mayoría de los nazis tenían caras neutras, y algunos hasta angelicales. Todo es estereotipo en las películas. Todo está mil veces visto. Carice van Houten no, desde luego, pero con ella no basta.




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The thick of it. Temporada 2

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Lo más interesante de la política no es lo que vemos en los telediarios. Todo eso es una pantomima, un juego amañado. Los políticos -creo que no desvelo nada- solo son actores en una obra escrita de antemano. Se limitan a recitar lo que escribió el dueño de los teléfonos, o el jefe de la gasolina. Ya sabemos lo que van a decir antes de que hablen, y qué van a responderles sus oponentes desde los escaños. A veces, cuando no es indignante, te da la risa. La política es una lucha libre en la que nunca hay hostias de verdad, todo coreografía y gilipollez. Solo los cuatro políticos honrados que subsisten en cualquier parlamento se llevan las hostias de verdad, y luego, claro, terminan por dedicarse al cultivo del viñedo, o al anonimato en su ciudad.

Lo interesante -lo que yo pagaría mucho dinero por ver- es la política entre bambalinas. Los políticos en la trastienda. Qué dicen, y qué hacen, cuando se va el periodista, cierran la puerta, se aflojan las corbatas o las chaquetas cruzadas y se ponen a hablar con sus asesores, a ver qué tal les fue: si se notó mucho la mentira, si quedó demasiada clara la impostura, si la gente es tan imbécil como parece o todavía queda algo de imbecilidad que rascar en las próximas elecciones. Ese es el espectáculo verdadero que siempre se nos hurta; la verdad cruda de la democracia que siempre se nos niego. Y que, de conocerla, sería el fin de la democracia tal como la conocemos.

 Solo sabemos de estas interioridades cuando se filtra a la prensa un audio, o un video, y nos quedamos boquiabiertos no por la sorpresa, sino por la confirmación palmaria de nuestras sospechas. Es como pillar a tu amante en pleno adulterio cuando ya sospechabas... Menos mal que a falta de realidad, de veracidad informativa, tenemos a Armando Ianucci y a sus secuaces para enseñarnos una trastienda gubernamental que tiene pinta de ser bastante verídica. Te ríes de la hostia, pero luego caes en una ligera depresión.





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I'm Here

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Dado que los seres humanos tenemos un sistema inmunológico particular, los amantes que quieren entregarse literalmente el corazón o los riñones sólo pueden hacerlo simbólicamente, en las rimas de sus poesías. Como mucho, juntar las yemas de los dedos sangrados por una navaja. Es una jodienda, sí: entre los anticuerpos, los glóbulos blancos y los grupos sanguíneos incompatibles, el empeño de cederse órganos vitales se vuelve casi imposible, y por eso quienes se aman han de conformarse con intercambiar fluidos en los arrebatos. Hay quien se bebe, quien se come, quien se apura hasta el paroxismo, pero en realidad ninguna pieza es intercambiable, y eso es como el límite biológico establecido para la pasión.

Recuerdo, de pronto, que de niños sí entregábamos nuestro corazón al niño Jesús cuando rezábamos: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón: tómalo, tómalo, tuyo es, mío no”, y nos golpeábamos el pecho como si quisiéramos arrancarlo de cuajo, a lo Mola Ram en el Templo Maldito, y dárselo a aquel rubiales celestial que al parecer los coleccionaba, y que por ser divino de la muerte no tenía problemas de rechazo en su organismo angelical.

    Los robots, en cambio, cuando se entregan al amor, no sufren estas barreras infranqueables de la química orgánica. Quizá, por eso, en el cortometraje de Spike Jonze, Sheldon y Francesca se aman más de lo que nunca se amaron dos seres humanos. Cada vez que Francesca -tan guapa ella, pero tan accidentada- sufre una amputación irreversible, Sheldon le cede una parte de su cuerpo con el simple gesto de desatornillarla y de volver a atornillarla. Sin dolor, sin esfuerzo, pero con el menoscabo de su propia movilidad. Sheldon se quedará primero manco, y luego, cojo, y ya finalmente incorpóreo, con la cabeza como único sustento. Pero una cabeza feliz, de ojos risueños, porque Francesca, a su lado, está bien, completa, funcional, y eso es lo único que le importa.




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Una joven prometedora

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Dice mi amigo que si él fuera mujer saldría a la calle con una pistola en el bolso. Una de pega, pero que acojone de verdad. Una réplica exacta del Colt 45 traída de Taiwán.

Mi amigo se mueve por la vida nocturna y sabe lo que se cuece. No hay mujer que salga sola, o que se quede sola en la barra del pub, que no reciba una invitación para abandonar esa soledad. Mi amigo me asegura que enseñaría la pistola a cualquiera que se acercara; que le daría igual el baboso que el educado, el que se retira a la primera que el que insiste en molestar. El buenazo que el crápula; el borracho que el cortés; el malhablado que el bienhablado. Todos iguales, dice él. Me asegura que al primer “Hola, ¿estás sola?”, al primer “¿Estudias o trabajas?”, al primer “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?”, enseñaría la pistola entre la abertura del bolso, con disimulo, haciendo como que va a coger el pañuelo o el teléfono móvil. Siendo un hombre al que ningún hombre se le insinuó jamás, lo tiene todo muy coreografiado, y muy argumentado.

Yo creo que mi amigo se pasa tres veranos, pero tampoco le quito del todo la razón. Los hombres somos inasequibles al desaliento. Unos pelmazos. Unos cerdos, diría él. Yo no digo tanto. Cerdos los hay, desde luego, pero no todos los rabos están rizados en las huestes de la noche. También hay hombres decentes que simplemente ligan a la antigua, sin app, face to face, rompiendo el hielo con una pregunta de cortesía. Yo nunca fui de esos por pura timidez. Ni de los otros, de los cerdos, por pura constitución.

Y luego están, para cerrar la taxonomía de los hombres, los abusadores. Los violadores. Los peligrosos de verdad. Los que no distinguen el sí del no; la predisposición del corte de mangas. Los que se follarían a la mujer dormida, a la mujer borracha, a la mujer enferma. A la mujer que grita... Los tipos que persigue Cassie en la madrugada. Los que arruinaron su vida. La vergüenza de nuestro género. Los que necesitarían un Colt en la frente, pero uno de verdad, para remeterse la minga en el pantalón, y no volver a sacarla sin permiso de la autoridad competente.





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How to with John Wilson. Temporada 1

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La vida está aquí al lado, tras la ventana. Cualquier rincón del mundo contiene el mundo entero y se basta para comprenderlo. Para diseccionar a los seres humanos no es necesario viajar a la India de movida espiritual, a ver si nos alcanza la revelación que lo ponga todo patas arriba. No existe tal cosa. Puede que allí el paisaje sea diferente y que los mercados huelan a especies y estallen de colores; pero los seres humanos, aunque disimulen, son exactamente los mismos. No creo que mi vecino de enfrente sea muy distinto que ese barbudo que medita en la orilla derecha del Ganges. El misterio antropológico es el mismo allí que en La Pedanía, o que en Nueva York. Y ni siquiera es un misterio: la gente es rara, y tiene problemas, y la chapuza reina por doquier. Y el amor verdadero es la conquista definitiva.

John Wilson, el documentalista, ha comprendido que a todos nos devoran los pequeños problemas cotidianos. Si pudiéramos establecer un porcentaje de posesión, como en los partidos de fútbol, descubriríamos que nos pasamos un 85% de la vida peleando contra pequeñas incomodidades domésticas y callejeras. Y que solo cuando hemos resuelto estas cosas -la burocracia, la cita médica, los cacharros, el perrete, cruzar la avenida... -nos ponemos a pensar en el amor y en la muerte. En el legado que dejaremos a nuestros hijos, pobrecitos...

Pero John Wilson, aunque a veces parezca un poco despistado, no pierde el foco de lo sustancial. Él no olvida que las relaciones son importantes; que el planeta es importante. Que convivir en paz es una aspiración posible en sociedades civilizadas como la suya

Viendo su extrañísima puesta en escena he recordado esta cita del “Diario” de Jules Renard: “El exceso de la sátira es inútil: basta con mostrar las cosas como son. Ya son bastante ridículas por sí mismas”.




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