Dado que los seres
humanos tenemos un sistema inmunológico particular, los amantes que quieren
entregarse literalmente el corazón o los riñones sólo pueden hacerlo
simbólicamente, en las rimas de sus poesías. Como mucho, juntar las yemas de
los dedos sangrados por una navaja. Es una jodienda, sí: entre los anticuerpos,
los glóbulos blancos y los grupos sanguíneos incompatibles, el empeño de cederse
órganos vitales se vuelve casi imposible, y por eso quienes se aman han de
conformarse con intercambiar fluidos en los arrebatos. Hay quien se bebe, quien
se come, quien se apura hasta el paroxismo, pero en realidad ninguna pieza es
intercambiable, y eso es como el límite biológico establecido para la pasión.
Recuerdo, de pronto, que
de niños sí entregábamos nuestro corazón al niño Jesús cuando rezábamos: “Jesusito
de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón: tómalo,
tómalo, tuyo es, mío no”, y nos golpeábamos el pecho como si quisiéramos arrancarlo
de cuajo, a lo Mola Ram en el Templo Maldito, y dárselo a aquel rubiales celestial
que al parecer los coleccionaba, y que por ser divino de la muerte no tenía
problemas de rechazo en su organismo angelical.
Los robots, en cambio, cuando se entregan
al amor, no sufren estas barreras infranqueables de la química orgánica. Quizá,
por eso, en el cortometraje de Spike Jonze, Sheldon y Francesca se aman más de
lo que nunca se amaron dos seres humanos. Cada vez que Francesca -tan guapa
ella, pero tan accidentada- sufre una amputación irreversible, Sheldon le cede
una parte de su cuerpo con el simple gesto de desatornillarla y de volver a
atornillarla. Sin dolor, sin esfuerzo, pero con el menoscabo de su propia
movilidad. Sheldon se quedará primero manco, y luego, cojo, y ya finalmente incorpóreo,
con la cabeza como único sustento. Pero una cabeza feliz, de ojos risueños,
porque Francesca, a su lado, está bien, completa, funcional, y eso es lo único
que le importa.
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