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A los curas y a los
tenientes de alcalde les toca administrar la parte luminosa del matrimonio, que
es el día de la boda, donde todo es alegría y conjura para la fidelidad. Y nervios
de expectación. Todos los matrimonios -o casi todos- nacen con vocación de ser
eternos, y por eso los contrayentes se dicen palabras tan altisonantes ante el
altar o ante la mesa del ayuntamiento. Es lo lógico, y forma parte del guion,
aunque muchos ignoren que no están diciendo toda la verdad.
Eso por el lado espiritual.
Por el otro, el carnal, los contrayentes ya suelen comparecer bien follados, o
van a follar por primera vez, y sus feromonas crean un aura de optimismo que se
contagia a todos los que ese día les acompañan: los amigos, y los familiares, y
también la gente que se cuela aprovechando que los del novio no conocen a los
de la novia, y viceversa, que a veces pasa.
A los abogados
matrimonialistas, en cambio, les toca administrar la parte sombría del
matrimonio. Una ceremonia de clausura que no se parece en nada a la de los
Juegos Olímpicos, donde todo es amistad y fraternidad. Me imagino a estos
abogados como operarios que gestionan la escoria que se acumula tras la mina
que se agotó. Como enfermeros que recogen a los heridos en la cuneta después
del trastazo, y que además tienen que impedir que los accidentados se peguen
entre sí, cada uno desde su camilla. Después del matrimonio, si el toque de
corneta es a degüello, se produce eso, la crueldad intolerable del título, que
a decir de los leguleyos es una crueldad animal, sanguinaria, que casi no
conoce parangón en los pasillos de los juzgados.
El odio es una fuerza
bruta que nace del amor contrariado. Del que terminó en engaño, o en traición,
y no murió de causas naturales. Pero nadie piensa en la traición cuando se
compromete. O sí, y por eso ahora lo llamamos “arriesgarse”.
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