The Expanse. Temporada 1

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El amigo me recomendó ver “The Expanse” porque salen muchas naves espaciales y él conoce mi debilidad. Otros ven películas del oeste solo porque sale John Wayne, o ven películas de época porque salen miriñaques y carruajes, así que no me avergüenzo de mi pedrada.

Él amigo sabe que yo estoy enfermo de estas cosas, concretamente desde que vi, de pequeñito, en la pantalla inabarcable del cine Pasaje, la nave consular de la princesa Leia perseguida por el destructor imperial. Ahí fue cuando me turulaté para siempre. 45 años después, se me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo cualquier nave de ficción -porque reales, de momento, no las hay- surcando el firmamento negrísimo con puntitos que son las estrellas y los planetas. A veces siento que yo ya he estado allí, en el futuro, transmigrando de hábitat en hábitat hasta reencarnarme en una biografía anterior, que es esta de ahora, a contracorriente de la línea del tiempo y de las enseñanzas de los vedas.

“The expanse” plantea que dentro unos cuantos siglos, cuando ya nos hayamos comido los recursos de la Tierra y también los de Marte, pondremos nuestra mirada en el cinturón de asteroides, donde vagan los pedruscos al tuntún de la gravedad. En ese futuro lejanísimo -donde el Mundialito de Clubs lo disputarán el campeón terrícola y el campeón marciano- Marte ya será una colonia de humanos desligada de la Tierra. Sus habitantes serán, después de todo, los famosísimos marcianos de la ciencia-ficción, y se llenarán de razones quienes aseguran que los platillos volantes no vienen de otros sistemas, sino de otras realidades del futuro. Y que los marcianos son seres humanos que visitan a sus antepasados por curiosidad, o por afán científico. O para tocar un poco los cojones, que alguno habrá.

En “The Expanse” hay naves espaciales, sí, y Guerra Fría interplanetaria, y algún disparo que otro que se pierde en el vacío interestelar. Pero me aburro como una ostra y no sé por qué. He llegado al capítulo 3 y me he quedado varado en la inmensidad del espacio, dudando entre seguir el rumbo o abortar la misión. Y al final -escribo esto tres semanas después- la he abortado. Pongo rumbo a casa.