Tenéis que venir a verla

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En el campo, digan lo que digan, no está la tranquilidad. O sí, pero solo si tienes un casoplón de la hostia y puedes marcas distancias con los vecinos. Como hace esta pareja tan presumida de la película. 

Yo también tengo conocidos que sintieron la llamada de la selva y se fueron al campo seducidos por el agropop y por los paisajes de la tele. Pero como no alcanzaba el parné se compraron un chalet adosado para escuchar los pedos del vecino. Y sus gemidos, y sus televisores, y sus broncas maritales, y hasta sus manejos con los interruptores de la luz. Un espectátulo gratuito gracias al pladur y al ladrillo desgrasado. La “country experience”, convertida en una trampa estereofónica.

Yo mismo vivo en el campo, o casi, y al principio sí que podía presumir de tranquilidad. Hace veinte años La Pedanía era la Arcadia de los neuróticos como yo. Yo también les decía a mis (escasas) amistades: tenéis que venir a verla. Mi casa, tan modesta, y tan de alquiler, pero sin vecinos a los lados, y situada al pie del monte, en las afueras de la civilización. Por las mañanas sacaba al perrete a pasear y nos encontrábamos a los corzos casi todos los días. Pero luego asfaltaron el camino para dar salida a los coches con ansiedad y de pronto el campo se convirtió en un afluente de la A-6, camino de Galicia. Es verdad que puedes poner ventanas dobles, pero ya no es el campo. Abres la ventana para ventilar y ya no escuchas el canto de los pájaros, ni el runrún de la naturaleza. Todo se ha vuelto motor, claxon, petardeo...

Luego sales al campo propiamente dicho -tras jugarte la vida para cruzar el río de asfalto- y tampoco puedes ir distraído por la vida como cantaba Serrat. Parecía el anhelo más asequible  de su manojo de sueños y ya ves tú, resulta casi un imposible. Cuando no son los cazadores con las escopetas, son los viticultores con los todoterrenos o los divorciados con las bicicletas de montaña. O los tontos del pueblo con las motos. En el campo, como en la ciudad, siempre hay alguien dando por el culo. Ya no hay fronteras. Todo es azar y barullo.





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Los Soprano. Temporada 1

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La Edad de Oro de la televisión empezó con un coche atravesando un túnel. Un minuto después supimos que el coche regresaba a casa -o al casoplón-, en la zona noble de New Jersey, después de haber liquidado algún negocio turbio en Nueva York. Y digo turbio porque los abonados a Canal + ya sabíamos que esto iba de mafiosos con el gatillo fácil y el gesto amenazante. Y el conductor del buga no parecía dedicarse, precisamente, a la decoración de interiores o a la alta cocina de los gourmets.

El estreno de “Los Soprano” fue un acontecimiento planetario, como dijo Leire Pajín muchos años después sobre un congreso que presidió Zapatero. "Los Soprano" es anterior a Leire, y a las hipotecas subprime, y a la caída las Torres Gemelas, que todavía campean como falos en la intro de la primera temporada. Y es que han pasado la hostia de años, sí, exactamente los mismos que llevo viviendo en La Pedanía, rodeado de vecinos agropecuarios que jamás han visto “Los Soprano” y además no saben quiénes son. Y yo aquí, en el mismo salón de entonces, pero con una tele mejor, revisitando el mito y el tiempo perdido. 

He buscado en IMDB la fecha exacta de su estreno en Canal +: 7 de mayo del año 2000. No recordaba la fecha, pero sí las circunstancias: fue un domingo por la noche, después del fútbol, en el último intento de curar esa tristeza inabarcable. Por entonces se tardaban meses en estrenar las series que venían de Estados Unidos, pero ya digo que veníamos cebados de sobra, los adocenados del grupo PRISA, que sólo leíamos El País, escuchábamos la SER y presumíamos de ver ficcciones de “qualité” en el Plus. 

Recuerdo que me gustó el primer episodio, pero no mucho. Quizá esperaba más mafiosos y menos familiares. Los Soprano eran la pandilla de maleantes, sí, pero también la esposa de Tony y los dos churumbeles, que interferían de continuo en la función. O quizá había perdido el Madrid justo antes y yo andaba de mal humor. El caso es que desistí, me abandoné, y solo cuando la serie se convirtió en un clamor cultureta le concedí una segunda oportunidad. Mucho me arrepentí entonces de mi inicial ceguera. Hubo cilicios y todo. Un porrón de años después me he entregado a la nostalgia...





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Irma la dulce

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Hoy no se podría estrenar una película como “Irma la dulce”. Saldrían las feministas en bloque a decir que se blanquea la prostitución y que se hace comedia con los puteros. Se harían campañas, boicots, escraches... Arderían las tertulias en la radio y los canales en internet. Las gafas de Billy Wilder no sobrevivirían a la premiere en Nueva York. Pero todo esto solo es ficción: en 2023 Billy Wilder ni siquiera escribiría un guion tan suicida y problemático. O sí, pero solo por tocar los cojones, y divertirse con el espectáculo. 

Y la verdad es que tendrían su parte de razón, las nuevas inquisidoras. “Irma la dulce” se ha quedado trasnochada y un poco tontorrona. Incluso yo, que soy de los que defiende la regulación de la prostitución -que no su abolición- me doy cuenta de que la película sobrevuela alegremente el drama de estas mujeres que se exponen en la calle como gallinas en la carnicería. Hay que ser muy rijoso, muy hijo de puta precisamente, para meterse en la cama con una mujer que sabes que está siendo explotada, chuleada, golpeada incluso, cuando la recaudación no es la esperada. Y en “Irma la dulce” todas las prostitutas llevan un moratón en alguna parte de su cuerpo. Iba a decir que son como Cabiria, la prostituta de Fellini, pero Cabiria, que era tan pobre y desgraciada, al menos trabajaba para sí misma y no le rendía cuentas a nadie.

El verano pasado, en Ámsterdam, T. y yo conocimos el Barrio Rojo. Fue una experiencia chocante, que puso a prueba nuestro discurso. T. es feminista, pero no es una exaltada feminista: ella no iría insultando a los clientes por los canales, clamando por la castración química, ni querría que yo tirara el DVD de “Irma la dulce" a la basura, como penitencia por mis cinéfilos pecados. Las prostitutas de Ámsterdam también trabajan en expositores, y es verdad que uno siente un poco de vergüenza, y hasta de culpa, paseando por allí. Pero sus condiciones laborales no tienen nada que ver con las de Irma y sus compañeras. En Ámsterdam, por fortuna, no hay lugar para los redentores como Néstor Patou.





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Decision to leave

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En mi infancia no existían las dos Coreas, sino el barrio de Corea, en los arrabales de León, el lugar más chungo de la ciudad. Allí vivían los quinquis, los yonquis, las gentes de mala vida. Tipos peligrosos y mujeres majaretas. Eran un poco como los coreanos de verdad, indistinguibles en sus pintas y en su derrumbe personal.

Después de que aprendiéramos a evitar aquel barrio, aprendimos que en la península de Corea hubo una guerra al poco de terminar la II Guerra Mundial. Lo aprendimos viendo MASH y leyendo los cómics de Hazañas Bélicas. En los kioscos, la casa Montaplex vendía unos soldaditos surcoreanos que eran todo potencia de fuego, y había hostias para conseguirlos antes que nadie para ganar las batallas que montábamos entre los escombros de una tapia derruida. Paralelo 38, se llamaba mi calle.

Todo eso fue hasta 1988. Con los Juegos Olímpicos de Seúl, Corea pasó a ser una referencia deportiva, y hasta el Bayern Leverkusen presentó como figura a Bum-Kun Cha, que le ganó una Copa de la UEFA al Español en agónica remontada. A partir de ahí, Corea ya entró como un tsunami en el mar de nuestra vida cotidiana: llegaron los coches Hyundai, los televisores de LG, los mil cachivaches de la Samsung. Allí se celebró el Mundial 2002 que nos secuestraron los amigos de Aznar para darlo por Vía Digital. 

Mientras tanto, en Corea del Norte seguían desfilando los soldados por las autopistas anchísimas pero sin coches...

Cuando empecé a trabajar, Corea del Sur se convirtió en un mito educativo casi a la altura de Finlandia, porque allí clavan los exámenes de matemáticas que propone la OCDE. Fue el penúltimo salto de Corea hacia la modernidad. El último fueron sus películas, aplaudidas en todos los festivales europeos. Yo me apunté a aquella moda y luego me desmarqué. No entendía bien las tramas, o me confundía con las caras y con los nombres. O me asqueaba tanta violencia con el machete. Años después me he dejado llevar por la salva de aplausos dedicada a “Decision to Leave”, a ver si había algún fenotipo novedoso. Pero veo que siguen igual: dormitivos, indistinguibles, liándose a navajazo limpio como en aquel barrio de Corea.  



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Cuento de otoño

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Hace 25 años no estaba bien visto buscar el amor de formas -vamos a llamar- “no presenciales”. Las malas lenguas decían que era el recurso de los feos y los desesperados. De los parias en el amor. De los que no sabían bailar o se les trababa la lengua en el cubata. De las mujeres casquivanas que no aceptaban el curso natural de su soledad.

En 1998 -que para unas cosas es ayer mismo y para otras es el mundo de los Picapiedra- existían las agencias matrimoniales, que eran como las gestorías del amor, y también los anuncios por palabras, donde solía escribirse “Hombre respetable y limpio busca una mujer para fines serios”, o “Mujer hacendosa y simpática busca conocer a un hombre que no se fije solo en las apariencias”. Internet aún caminaba con pañales, cagándose encima cada dos por tres, y solo algún genio malévolo de Silicon Valley preveía la creación de las apps del ligoteo que ahora ya son herramientas de uso común, libres de caspa. “Tienes un e-mail” se rodó el mismo año que “Cuento de otoño” y sólo hay que ver cómo ligaban los pocos americanos que tenían una conexión decente a los servidores.

En 1998, para una mujer como Margali, la viticultora que decidió trasladarse a las faldas del Mount Ventoux para producir vinos de calidad, las opciones de conocer a un hombre de la manera tradicional -tête à tête, como diría ella en su lengua vernácula- se reducen básicamente a tres: esperar que el vecino de finca esté de buen ver, bajar a la disco del pueblo a menear el esqueleto el saturday night, o confiar, como ella dice, en que le caiga el príncipe azul de los cielos también azules de la comarca, tan benéficos para su ánimo y para sus viñas.

Margali dice que a sus cuarenta y tantos años ya pasa, que ya no siente el deseo. Que el trabajo en las viñas es abrumador y la satisface por entero. Pero su amiga, que escucha sus confidencias con atención, no termina de creérsela. Ella sabe que Margali todavía se toca en las noches solitarias, así que decide poner un anuncio en la prensa local, como cantaba Joaquín Sabina en “Rebajas de enero”. Esto son las rebajas del otoño, pero también sirven para encontrar algún chollo por ahí.





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Happy Valley. Temporada 1

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“Happy Valley” es como una película de Ken Loach pero con un psicópata de por medio. Un experimento muy discutible. Pero así viene la moda: si no metes un psicópata en la trama, la audiencia se resiente y cambia de canal. La gente que paga una mensualidad ya no quiere conciencia de clase ni análisis social. Ni siquiera un culebrón turco o venezolano. Eso se lo dejan a las marujas de la tele convencional. Los paganinis de las plataformas ya sólo quieren asesinos, pistoleros, macabrismos... Mondongo variado y música machacona para aflojar el body tras la jornada laboral. 

Jamás un colectivo tan minoritario -al menos los psicópatas asesinos, porque psicópatas del dinero o de la política hay unos cuantos, y son más dañinos cuando montan una guerra por menos de nada- tuvo tanta representación en el mundo de la ficción. Si acaso los astronautas, o los presidentes de los gobiernos, que también son muy pocos y escogidos. A mí, particularmente, los psicópatas ya me cansan. Me quedo con Hannibal Lecter y poco más. Este tarado que hace su performance en “Happy Valley” me parece sobreactuado, metido con calzador. Si ese valle perdido de Inglaterra también tiene su psicópata local, con su colmillo retorcido y su inteligencia diabólica, aquí, en La Pedanía, que es un villorrio muy parecido, también habrá, por pura lógica, un vecino demenciado que anda preparando alguna barrabasada. Y yo no lo veo, la verdad.

“Happy Valley” también se apunta a la moda de no dejar títere con cabeza. Hombre con cabeza, quiero decir. No hay un solo personaje masculino que se salve de la quema. Todos son tóxicos, o violadores, o inmaduros, o gilipollas, o ineficaces, o avariciosos. La panoplia completa. Y empieza a ser cansino también. Un recurso facilón. Del mismo modo que existe el test de Bechdel para evaluar la brecha de género -y pedir que salgan mujeres protagonistas y participativas- habría que inventar, no sé, el test de Rodríguez, para evaluar que las ficciones modernas digan algo bueno sobre nosotros. Somos hombres, es verdad; seres 1.0 que tiramos más bien a lo básico y a lo verraco. Pero jolín. 




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El extraño

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Tantos años de amistad cultivada al final están dando sus frutos. Ya era hora... Con el tío J. -que no es mi tío, sino el tío de Eddie, mi perrete- me une una larga relación que se remonta a cuando yo no tenía canas en el cuerpo y él empezaba a sufrir las suyas en silencio. Hablo, sin afán de exagerar, del siglo pasado. 

Aunque somos muy diferentes, nos une la pasión desmedida por algunos deportes minoritarios: el rugby, el snooker, la NBA... Somos dos exiliados que un día se encontraron en el valle perdido y se reconocieron como almas gemelas cuando ya pensaban que todo era fútbol y el coche de Fernando Alonso, que es lo único que se comenta a boina calada por estas parroquias. Parece una chorrada, pero no lo es. Estos deportes -con su debate continuo, su análisis, su cotilleo extradeportivo- sostienen un tenderete que por lo demás es un desencuentro muy civilizado: no votamos al mismo partido, ni nos gustan las mismas mujeres, ni sacamos las mismas filosofías de la interacción entre los genes y la educación.

La otra media pata que aguanta nuestra amistad  es la cinefilia. Todas las semanas, cuando nos juntamos para tomar las cañas, hacemos un repaso de lo que hemos visto o descartado. Coincidimos más o menos en la mitad de las cosas. En otras nos separa el abismo generacional, o el talante, o la paciencia que estamos dispuestos a sacrificar con las películas larguísimas y las series eternas. La verdad es que los dos ya nos estamos cagando en la “Edad de Oro de la televisión”

Nos recomendamos ficciones, claro, pero lo hacemos sin mucho afán, sabiendo que la mayoría de las semillas arrojadas al surco jamás van a fructificar. Que se quedarán ahí, bajo el sol o bajo la lluvia, hasta que el tiempo las desintegre. Pero de vez en cuando -porque si no esto sería una pantomima- brota la vida en el Huerto de las Recomendaciones. “El extraño”, por ejemplo, se la debo a la mucha insistencia de J., que ya va conociendo mis gustos enrevesados. Es la segunda flor que me ha regalado este invierno, después de la segunda temporada de “The White Lotus”. A ver si algún día germina alguno de mis regalos en su minifundio...





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Pagafantas

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“ Pagafantas: Se conoce así a la persona que aspira a llevar una vida de pareja sin darse cuenta de que no va a acostarse con la otra persona en la vida. Es el que consuela a la chica cuando ha tenido un desengaño. En el reino animal no se ha catalogado ninguna otra especie que siga este comportamiento”.

Así se define al pagafantas en la película. Yo conocía el concepto, pero no el vocablo. Antes, a los tipos como yo les llamábamos gilipollas sin más, en una demostración de simpleza semántica. Lo de pagafantas, hay que reconocerlo, suena mucho mejor, menos hiriente. Más eufemístico. Es el mismo imbécil de siempre pero con una etiqueta que casi lo hace entrañable. Y hasta achuchable.

Sí: yo he sido varias veces un pagafantas. Uno de campeonato, además, de Primera División. Primero fui campeón provincial y luego escalé las posiciones en el ranking. Una vez llegué a jugar la Copa de Europa de los Pagafantas. De hecho, ese chico que en la película ilustra la vida miserable del pagafantas se parece mucho a mí cuando yo era más joven: la misma cara de panoli, las mismas gafas de curilla, la misma expresión de dejarse llevar y no enterarse de casi nada. Una estulticia que no sé si venía de serie o si me la provocó un balón cabeceado en un partidillo. Da igual. El resultado es el mismo. Yo también he consolado a mujeres que me buscaban como amigo, como psicólogo, mientras yo las deseaba en vano, reprimiendo los cuernecillos que me asomaban por el cuero cabelludo. Llegó a dárseme muy bien. 

Luego, por supuesto, como la Claudia de la película, ellas se iban con el tipo menos recomendable del ecosistema. El mismo que habían jurado no volver a retomar. El tipo de hombre que según ellas solo podía acarrearles más lloros y desgracias. Aun así, como luciérnagas en la noche, ellas se quemaban en la bombilla. Y yo me quedaba en el bar pagando las Fantas de naranja, y las Fantas de limón, que siempre fueron mis preferidas. 





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