El asesino

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Mayra: Por veinticinco pesetas, díganme títulos de películas de David Fincher que sean obras maestras. Según la opinión de Augusto Faroni, claro, que es quien nos imagina en su tontuna. Por ejemplo: “El club de la lucha”. Un, dos, tres, responda otra vez...

Maromo: El club de la lucha.

Maroma: Zodiac.

Maromo: La red social.

Maroma: Seven.

Maromo (ya tirando de memoria): El curioso caso de Benjamin Button.

Maroma (dudando): ¿El asesino...?

¡Diling-diloong-moc-moc! (variopinto ruido de cencerros)

Una de las Tacañonas (la más tonta de las hermanas Hurtado, por ejemplo): Es muy buena, “El asesino”. ¿Pero obra maestra?: ¡Un desatino!

(Carcajadas forzadas en el público)

Mayra (fingiendo desconsuelo): En efecto, “El asesino” es cojonuda, pero según este cinéfilo que nos imagina, la peli no llega a tanto. Él opina que parece más bien un documental que una película. El National Geographic de cómo un asesino profesional -experto en lo suyo, pero también falible, como todo ser humano- ejecuta una venganza sangrienta no por dinero, ni por amor, sino para que le dejen en paz en su casoplón. Un sobresaliente en lo técnico, pero quizá solo un notable en lo empático. En fin, una pena, porque ibais embalados... Jennifer, ¿balance de respuestas?

Jennifer (azafata buenorra con gafas de intelectual sin cristales, piernas cruzadas, sonrisa inmaculada): Pues han sido 5 respuestas, a 25 pesetas cada una... (pequeña pausa para el cálculo) ¡125 pesetas!. Lo que al cambio vienen a ser 75 céntimos de euro, que no da ni para el azucarillo del café. 

Público asistente (en lamento sugerido por el regidor): Oooohhh...





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La reina Margot

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Yo pensaba, hasta hoy, que había dos actrices francesas llamadas Isabelle Adjani: una más madurita que es la gran dama de la escena y otra más joven, de currículum muy corto, que en 1994 interpretó a la reina Margarita de Valois: esa mujer que fue reina de Francia y de Navarra por casamiento con Enrique IV. 

Yo pensaba que eran dos actrices distintas porque esta Isabelle Adjani de “La reina Margot” apenas tiene veinte años -veinticinco como mucho- y está que se rompe de guapa, mientras que la otra Adjani de las enciclopedias ya cuenta con 68 años a día de hoy. Y si hago la resta, las cuentas no me salen. Porque 2023-1994 da como resultado 29, y 68-29 son 39, y ni de coña, tiene la Isabelle Adjani de “La reina Margot” 39 años. Que no, vamos. Y menos en una época sin CGIs ni píxeles retocados. Como mucho, velos ante la cámara, como los que le ponían a Sara Montiel cuando salía por la tele.

Por mucho que internet afirme que sólo existe una Isabelle Adjani, yo seguiré pensando que había otra que hizo cojonudamente de la reina Margot, y que tras su papel para la historia decidió retirarse del oficio y dio orden de borrar sus huellas en los registros.

Curiosamente, las enciclopedias también hablan de una única Margarita de Valois cuando al parecer existieron dos muy diferentes: la real y la construida por el mito. Dicen que fue Alejandro Dumas el que pervirtió al personaje convirtiéndolo, precisamente, en una mujer perversa, que se acostaba desde zagala con cualquier mancebo apetecible de la corte de París, incluidos primos, hermanos y demás parentela de proximidad. Leo por ahí que las feministas están bastante cabreadas con don Alejandro por haber pintado así a la reina Margarita, que al parecer fue una mujer inteligente y capaz que supo capear una época muy sangrienta y demenciada. Y yo, la verdad, no veo donde está la incompatibilidad. Las feministas de la primera ola hubieran aplaudido que la reina Margot participara en los juegos sexuales de la corte como una más de la pandilla, alegre y sin prejuicios. Las feministas de la segunda ola ya parecen más monjas que otra cosa. 





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Una vida no tan simple

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Cada mujer que he tenido en la vida ha sido un regalo del destino. Incluso aquella que como Gregorio Samsa se despertó una mañana convertida en alimaña... Una víbora, en su caso. Como nunca esperé nada de las mujeres -porque uno, la verdad, es muy poquita cosa- todo me pareció ofrecido por añadidura. Tener una mujer como ésta que tiene Miki Esparbé en la película y traicionarla con un espasmo pitopaúsico me parece un comportamiento muy poco considerado.

Lo mismo me pasa con las nóminas que llegan a fin de mes: me parecen una dádiva de los dioses, casi una sopa boba, yo que trabajo en algo que podría desempeñar cualquier persona que no coja bajas por naderías. Mi madre, sin ir más lejos, gobernaría mejor estas aulas con cuatro voces bien dadas y una zapatilla de fieltro en la mano. Tengo un título que solo sirve para limpiarse el culo en caso de extrema necesidad. Quizá lo use en la próxima pandemia, cuando los yayos vuelvan a arramblar con el papel higiénico en el súper.

Quiero decir que como nunca tuve ego nunca conocí su desgaste. O quizá mi ego consiste en decir que no lo tengo. Todo es táctica y camuflaje... Yo pasé por la crisis de los 40 como si tal cosa. Igual me daban los 35 que los 40. Y que ahora los 51. Es todo igual. Lo único las canas, que ya me nievan por las patillas y me dan un aire de don nadie distinguido. Y los triglicéridos, su puta madre, que se reproducen como conejitos bioquímicos.

Yo entiendo a Miki Esparbé -su frustración y su hartura- pero le entiendo con la razón, no con las tripas. Porque vivimos en dos esferas distintas de la realidad. Yo nunca tuve aspiraciones laborales, así que nunca sufrí la decepción de no alcanzarlas. Y con el sexo igual: para practicar el adulterio con una pelirroja como Ana Polvorosa hay que creerse a su altura: estar muy bueno o manejar una labia implacable. Y mientras que Esparbé se siente capaz de enredarla, yo en mi caso, si la Polvorosa se hubiera cruzado por mi vida, me hubiera escondido debajo una piedra. 

Quiero decir que todas las crisis -salvo las sanitarias- son crisis aspiracionales. De gente que midió mal sus fuerzas o que no se conforma con lo mucho que ya tiene. Yo, que apenas he recibido un mísero talento de Yahvé, solo he aspirado a que no se estropee el codificador de Movistar +.




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Nada

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“Nada” es una serie cojonuda. Mariano Cohn y Gastón Duprat nunca defraudan. O casi nunca. Escriben como nadie y destilan una mala uva muy selecta. Nada que objetar al papelazo de Luis Brandoni y a los secundarios que eso, que lo secundan. Alguno principalísimo como Robert de Niro. 

Pero la mejor serie sobre la nada sigue siendo “Seinfeld”, que es la mejor comedia de todos los tiempos. Tan absurda, tan genial, tan... malvada. Ya escribí una vez que sales de ver “Seinfeld” siendo peor persona, y eso, de algún modo, te llena de bienestar. Porque Jerry Seinfeld y sus amigos son eso: la nada, la inmadurez, el mariposeo, el caminar en círculos. Nada medio sensato brota de sus meninges, ni siquiera por azar -el fifty fifty de las decisiones- y verles es como estar asomado a la ventana, o tomando un café en el bar, o asistiendo boquiabierto a un claustro de profesores. O mirándote en el espejo.

La gente es “ansí”: la nada, el egoísmo, la vaciedad, el tocacojonismo sin fruto. La cortedad de miras. Al menos en este estrato de la sociedad, donde nada importante se decide y todo es limpiar o servir, o acarrear, o comparecer. Nada se inventa o se descubre por aquí. Todos somos prescindibles e intercambiables. Es eso: la nada.

“Nada”, sin embargo, la comedia de estos dos argentinos admirables, es una serie humanista, casi roussoniana: la del típico abuelo cascarrabias que en el fondo tiene un corazón de mazapán. Y que además es un crítico gastronómico de prestigio: un tipo importante en la sociedad bonaerense. El personaje de Brandoni no es un don nadie, y por ahí la serie ya desmiente su titular. “Nada”, al contrario que "Seinfeld", quiere dejar un mensaje en el espectador, una sonrisa, un buen rollo. Una esperanza de cambio en las personas. "No eres tú, pibe, sino la gente que te rodea". Si te dan amor y cariño puedes transformarte de crítico gruñón -¿la encarnación porteña del Anton Ego de “Ratatouille”?- en un abuelete conmovedor que se replantea su devenir. Pues bueno... Será que estamos en Disney +.





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Risky Business

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La magia del cine -una de ellas- es que te arranca simpatías por gente que en la vida real desearías que se estrellara. Que fracasara. Que ni siquiera existiese. Gente que ojalá lo perdiera todo, o casi todo, para saber cómo nos apañamos mes a mes los espectadores de la clase proletaria. 

Un ejemplo de esta incongruencia es el chaval al que interpreta Tom Cruise en “Risky Business”: un niño de papá a los mandos de un Porsche de 40.000 dólares de la época. Un gilipollas, un imbécil, un futuro explotador de sus asalariados. Un defraudador de Hacienda en ciernes. Un jeta. El próximo emprendedor con yate en el puerto y una esposa rubia cornamentada. Un hijo de la Escuela de Chicago que de momento hace méritos en el instituto Chupiguay, y que luego, en Princeton, accederá al saber milenario de cómo amasar dólares robándoselos a los demás. Dentro de la ley, o fuera, o con un pie dentro y otro fuera. Da igual. La libre empresa y todo eso. 

Y sin embargo, cuando se cruza en su vida esa prostituta de aviesas intenciones, te pones, no sé cómo, de parte del muchacho. Son las neuronas espejo, ay, que trabajan a destajo y siempre con mucha eficiencia, a poco que tengas el corazón hecho de carne y no de pedernal. Te pasas toda la película angustiado, deseando que todo sea como al principio de su aventura. Que sus padres, al regresar del viaje, no le pillen con la bragueta bajada, y con la casa expoliada, y con el Porsche en el taller. Y con la carrera arruinada. No debo de ser yo muy bolchevique si sufro por Tom y no por Rebecca, que solo es una buscavidas de quitar el hipo con su belleza. 

Supongo que es la solidaridad masculina: la certeza interclasista de que las pajas son un triste pero seguro consuelo pero seguro consuelo. Hay que estar muy seguro del pan para dejar las tortas. También se puede ir de putas, como hacen Tom y sus amigos en la pelicula, pero el siglo XXI nos ha enseñado que la moral sexual de 1983 ya está caduca y queda muy fea. Somos hombres modernos que conservamos el instinto de pecar, pero ya no la decisión del pecamiento. La represión de la cultura. Lo explicaba mi abuelo Sigmund de Viena.



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Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno

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La memoria, a estas alturas, ya es un terreno tan árido como el desierto australiano donde George Miller ubicó el apocalipsis. Por culpa de la edad, y también por culpa del cambio climático, cada vez son menos los oasis verdes del recuerdo. Uno de ellos, casualmente, es la tarde en la que fuimos a ver “Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno”. Recuerdo que era día de colegio, viernes de anochecida, a comienzos del curso 85-86. Recuerdo aquella tarde como si fuera ayer mismo y no sé muy bien la razón, porque la peli está bien, pero no es para tanto, y estrenos como aquel yo viví a decenas en el cine Pasaje.

Allí mi padre sólo era un empleado mal pagado, casi esclavizado, pero sus familiares gozábamos del privilegio de entrar gratis, así que yo tenía entradas para invitar a los colegas del barrio o del colegio. Ellos me enseñaban los rudimentos de la vida y yo a cambio les invitaba al cine cuando llegaba el gran estreno de la temporada. Era lo justo y lo caballeroso.

También recuerdo que hacía mucho frío aquella tarde, pero no es un dato relevante: en el León de mi infancia siempre hacía frío a partir de septiembre, y no como ahora, que ya todo es verano agobiante y otoño eternizado. Recuerdo que no habíamos visto ni la primera ni la segunda parte, y que íbamos por la calle haciendo conjeturas sobre el espectáculo que nos aguardaba. Las de Mad Max eran películas ultraviolentas que nuestros padres nunca nos habían permitido contemplar, así que el morbo se mezclaba en nosotros con la ignorancia y la expectación. Meses después recuperaríamos Mad Max I y II trasegando ilegalmente por los videoclubs. Aún faltaban treinta años para que llegara la obra maestra de la saga...

Recuerdo que cerca ya de llegar al cine, donde mi padre nos cortaría la entrada en el vestíbulo, veníamos discutiendo si Tina Turner estaba buena o no. En los avances parecía que sí, pero también éramos conscientes de su edad un poco ya sobrepasada. Cuarenta y tantos, le calculábamos, y hacíamos así con la mano, multiplicando por cinco el número de latigazos con la muñeca. Quién los pillara ahora, los cuarenta y tantos...





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Luces de la ciudad

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Con el final de “Luces de la ciudad” siempre lloro aunque no quiera. Aunque me ponga machito y active los sistemas de seguridad. Con alguien a mi lado podría contenerme, resistirme, aunque siempre habrá un estrangulamiento en la garganta que me traicione, un suspirito cabrón, una lágrima furtiva que me dejará como un tonto sentimental. Pero cuando estoy solo mis sistemas defensivos se derrumban, colapsan ante la emoción incontenible, y al final, mientras me aclaro los ojos y me sorbo los mocos, me quedo en ese extraño limbo que es la vergüenza propia acompañada de un alivio. Qué estúpidos somos los hombres, o al menos algunos hombres.

Da igual que la película sea de 1931, que sea muda, que sea cursi... ¡Aplastemos a los prejuiciosos! Porque Chaplin, eso hay que reconocerlo, en las cosas del amor era un tipo empalagoso. En otros asuntos era una mosca cojonera, un gamberro urbano siempre a la gresca con los ricachones y con los policías que los protegen. Mi héroe... Su salvación eterna consiste en que cuando se ponía cursi no lo escondía, iba a pecho descubierto, y eso nunca produce rechazo en el espectador. Y así, cuando menos te lo esperas, en "Luces de la ciudad" ya estás tú mismo tontorrón, enganchado al melodrama, conteniendo las subidas y bajadas de la respiración, que amenazan con inundarte de fluidos salinos o azucarados. 

Es muy puñetera, “Luces de la ciudad”. No hay quien resista ese final. No sé si son ellos, o la puta música, o esa cara de Charlot de payaso universal... Resbalas una y otra vez en ese romanticismo de gominola. Solo cuando ya han pasado diez minutos -y ya has recogido la cocina, y te has lavado los dientes, y te dispones a dar el último paseo al perrete- comprendes que la exciega no va a caer enamorada de Charlot. Que no habrá happy end. Que esto es un drama del copón. Quizá él confunde el sexo con el amor, pero ella, desde luego, confunde el amor con el dinero. Un minuto antes de descubrir que el vagabundo era su verdadero benefactor, ella estaba burlándose de él a carcajada limpia. No es que sea una hija de puta: es el instinto. 




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Misión Imposible: Sentencia Mortal (Parte I)

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A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza. Yo tomé un café solo y Retoño uno con leche. Nos pusimos a hablar de lo enrevesado de la trama, pero también de lo buena que está Rebecca Ferguson, y de los ojazos que tiene Vanessa Kirby, como de muñeca japonesa del hentai. Bueno: esto del hentai lo he añadido yo. 

También salió el tema del jeto de Tom Cruise, sujeto a la osamenta por unos cirujanos cojonudos. Nos gustan mucho los pibones y nos cae muy bien el tío Tom, así que somos seguidores de la saga. Retoño es adicto desde que era pequeñín -entonces no era por los pibones, claro- y yo le sigo el rollo porque me sirven de divertimento entre tanto cine clásico y autoral.

Nos dolía la cabeza no en plan mal, de vaya mierda o de vaya rollo, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprenderse. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla: está la CIA, el FMI, el MI6, unos rusos en un submarino, una IA global que se ha vuelto loca, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba sin saber lo que roba. Todos mezclan verdades con mentiras, o se ponen máscaras, o cambian de bando, y cuando ya crees que has retomado el hilo, te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y se te va el oremus otra vez. O te enchufan a Vanessa Kirby y te dejas llevar por otra fantasía que nada tiene que ver con la presente.

A los quince minutos regresamos a la película. En un momento de borrachera argumental, Retoño me preguntó si en algún universo paralelo me gustaría ser como Ethan Hunt: molón, resolutivo, eternamente joven, rodeado de mujerazas... Bueno: esto de rodeado de mujerazas lo he añadido yo.  Le dije no, que menuda angustia eso de levantarse todos los días sin saber de qué muerte vas a tener que escapar. Pero luego recordé que mañana, a primera hora, tengo una reunión de profesores en la que volverá a hablarse del ser y la nada. Y me arrepentí de la respuesta.






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