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Risky Business

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La magia del cine -una de ellas- es que te arranca simpatías por gente que en la vida real desearías que se estrellara. Que fracasara. Que ni siquiera existiese. Gente que ojalá lo perdiera todo, o casi todo, para saber cómo nos apañamos mes a mes los espectadores de la clase proletaria. 

Un ejemplo de esta incongruencia es el chaval al que interpreta Tom Cruise en “Risky Business”: un niño de papá a los mandos de un Porsche de 40.000 dólares de la época. Un gilipollas, un imbécil, un futuro explotador de sus asalariados. Un defraudador de Hacienda en ciernes. Un jeta. El próximo emprendedor con yate en el puerto y una esposa rubia cornamentada. Un hijo de la Escuela de Chicago que de momento hace méritos en el instituto Chupiguay, y que luego, en Princeton, accederá al saber milenario de cómo amasar dólares robándoselos a los demás. Dentro de la ley, o fuera, o con un pie dentro y otro fuera. Da igual. La libre empresa y todo eso. 

Y sin embargo, cuando se cruza en su vida esa prostituta de aviesas intenciones, te pones, no sé cómo, de parte del muchacho. Son las neuronas espejo, ay, que trabajan a destajo y siempre con mucha eficiencia, a poco que tengas el corazón hecho de carne y no de pedernal. Te pasas toda la película angustiado, deseando que todo sea como al principio de su aventura. Que sus padres, al regresar del viaje, no le pillen con la bragueta bajada, y con la casa expoliada, y con el Porsche en el taller. Y con la carrera arruinada. No debo de ser yo muy bolchevique si sufro por Tom y no por Rebecca, que solo es una buscavidas de quitar el hipo con su belleza. 

Supongo que es la solidaridad masculina: la certeza interclasista de que las pajas son un triste pero seguro consuelo pero seguro consuelo. Hay que estar muy seguro del pan para dejar las tortas. También se puede ir de putas, como hacen Tom y sus amigos en la pelicula, pero el siglo XXI nos ha enseñado que la moral sexual de 1983 ya está caduca y queda muy fea. Somos hombres modernos que conservamos el instinto de pecar, pero ya no la decisión del pecamiento. La represión de la cultura. Lo explicaba mi abuelo Sigmund de Viena.



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Los Soprano. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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Los Soprano. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Ningún personaje de “Los Soprano” merece nuestra empatía. Si acaso la doctora Melfi, aunque ella también bordea el lado oscuro cuando queda fascinada por su cliente. Los demás son unos criminales o encubren a los criminales. Todos comparten esa moral restrictiva donde no existe nadie que no se apellide como tú o no joda con alguien de los tuyos. El Estado, el bien común, el conjunto de los ciudadanos...: son conceptos que estos macarroni ni siquiera entenderían. Tan listos y peligrosos como son, siempre pendientes del último dólar o del último desprecio, en el fondo son unos paletos de pueblo convertidos en paletos de suburbio. Porque ser paleto no significa ser tonto: significa no ver más allá de la sombra proyectada por la boina. Es una ceguera moral parecida a la ceguera de los ojos. Yo digo que es genética y que se hereda en los entresijos del zigoto, aunque la mayoría opinaría que se aprende viendo actuar a los padres. Para el caso, patatas. 

Los hijos de Tony Soprano -que en principio eran los santos inocentes de esta función- tampoco se salvan de la quema. Meadow es una chica lista, clarividente, que no se engaña sobre la naturaleza de su familia. Pero la voz de la sangre todavía es poderosa en ella y eso la obliga a seguir queriendo a su padre asesino y a su madre consentidora. Sus lloros y sus rebeldías tampoco conmueven al espectador consecuente. Anthony Jr., por su parte, es un pobre panoli que podría ser hijo de Adolf Hitler y vivir en el búnker de Berlín sin enterarse de que hay una guerra por encima de su cabeza, todo el día con los videojuegos, o con las gamberradas, o con el porno que le reseca -a él sí, pero sólo a él, queridos curas- la médula espinal.

Viendo el último episodio de la tercera temporada me dio por pensar que quizá la genialidad de “Los Soprano” reside precisamente  en que no hay nadie a quien agarrarse. Nadie con quien establecer una identificación que vaya más allá de un momento puntual, y casi siempre por un asunto de desamores. Lo que condenaría a otras series aquí es como el secreto de la salsa. Es como si viéndola reposaras en el sofá, libre de esfuerzos morales y abandonado a la impudicia.







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Memento

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Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



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