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Lazos ardientes

🌟🌟🌟🌟


Las nuevas masculinidades ya no se inmutan cuando dos amantes lesbianas se pegan el lote en una pantalla. Lo que hemos ganado en mansedumbre lo hemos perdido en alborozo y en capacidad de sorpresa. Los jóvenes han crecido en un mundo donde cualquier preferencia sexual ya no tiene más chicha ni más morbo que cualquiera; y los viejos, que han sido reeducados en clínicas muy caras de las montañas suizas, ya presumen en su mayoría de no excitarse con las mismas cosas de antaño.

Las viejas masculinidades, en cambio -al menos las que todavía no hemos entrado en la pitopausia demoledora- aún tenemos alegres erecciones cuando dos mujeres como Gina Gerson y Jennifer Tilly comienzan a acariciarse los pechos y a besarse con las lenguas juguetonas. Esta erección involuntaria -pero muy potente- que me ha sobrevenido en el momento más caliente de “Lazos ardientes” posee un 70% de orgullo -porque a mi edad ya no son todos los que pueden sostenerla- y un 30% de culpabilidad, por seguir, sí, excitándome con un amorío que ya no tiene nada de excepcional ni de morboso. Esta erección ha sido, como todas la erecciones, un acto casi reflejo, enraizado en capas muy profundas del subsuelo. Una reacción bioquímica irremediable. Una vergüenza, quizá, en un hombre decente del siglo XXI.

Hoy, en la piscina, en ese trance mental que llega cuando ya has perdido la cuenta de los largos y de los cortos, he ido elaborando un pódium de escenas para rebozarme todavía más en el barro primordial. En el número 1, por supuesto, está Adèle Exarchopoulos enamorada de Léa Seydoux en “La vida de Adèle”; en el número 2, Naomi Watts aferrándose a la última esperanza en el cuerpo de Laura Helena Harríng, en “Mulholland Drive”; y en el número 3, quizá por reciente, quizá porque mi memoria no es tan fértil como yo creía, estas dos mujeres de “Lazos ardientes” que lograron salir de una trama mafiosa de mil pares de cojones metafóricos pero también muy reales y agresivos.




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Matrix

🌟🌟🌟🌟🌟

Para mí, ver “Matrix” es como leer “El capital” del abuelo Karl: una explicación del mundo laboral. De la explotación del hombre por el hombre. O por las máquinas. Verdades como puños, y recordatorios como templos, aunque en el caso de “Matrix” se expongan de un modo metafórico por el bien de la taquilla, y vengan disimuladas con hostias de Hong-Kong y ensaladas de disparos. 

El éxito de “Matrix” -su huella profunda en la cultura, su mensaje milenarista justo cuando rematábamos el segundo milenio- se debió a que cualquiera pudo interpretar el argumento a su antojo. Hay para todos. "Matrix" fue como aquel anuncio de la Coca-Cola que vendía el elixir para los listos y los menos listos, los altos y los bajos, los tímidos y los extrovertidos... 

Los hermanos Wachowski -ahora ya hermanas- acertaron con un argumento clásico, de griegos filosofando en el ágora o de germanos bigotudos dando clases en la universidad. ¿Qué es la realidad? Ésa es la gran pregunta que flota sobre todas las demás. Para los creyentes, la realidad sólo es el Más Allá y el mundo apenas un tránsito que dura un pestañeo. Para los físicos teóricos, la realidad es algo en verdad incognoscible; si acaso, el colapso de una función de onda provocado por el observador. Para el obispo Berkeley, en cambio, que no estaba tan alejado de los físicos teóricos, la realidad sólo es un sueño de Dios, un artificio que parece tangible pero en realidad es inmaterial. Puro Matrix si lo piensas. 

¿Y para un bolchevique? Para nosotros, que ya sólo le hablamos a los pájaros, la realidad es la explotación humillante de los trabajadores. Todo lo demás es interesante pero improductivo. Charlas de café. Los humanos de “Matrix” convertidos en pilas son la imagen perfecta de nuestra opresión: porque qué otra cosa somos, si no bestias engañadas, entretenidas con las pantallas de colores, mientras los amos nos ordeñan los vatios para pagarse sus lujos y reírse de nosotros desde lejos, o desde muy lejos, mientras navegan en sus yates o nos sobrevuelan con sus jets. 



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Risky Business

🌟🌟🌟

La magia del cine -una de ellas- es que te arranca simpatías por gente que en la vida real desearías que se estrellara. Que fracasara. Que ni siquiera existiese. Gente que ojalá lo perdiera todo, o casi todo, para saber cómo nos apañamos mes a mes los espectadores de la clase proletaria. 

Un ejemplo de esta incongruencia es el chaval al que interpreta Tom Cruise en “Risky Business”: un niño de papá a los mandos de un Porsche de 40.000 dólares de la época. Un gilipollas, un imbécil, un futuro explotador de sus asalariados. Un defraudador de Hacienda en ciernes. Un jeta. El próximo emprendedor con yate en el puerto y una esposa rubia cornamentada. Un hijo de la Escuela de Chicago que de momento hace méritos en el instituto Chupiguay, y que luego, en Princeton, accederá al saber milenario de cómo amasar dólares robándoselos a los demás. Dentro de la ley, o fuera, o con un pie dentro y otro fuera. Da igual. La libre empresa y todo eso. 

Y sin embargo, cuando se cruza en su vida esa prostituta de aviesas intenciones, te pones, no sé cómo, de parte del muchacho. Son las neuronas espejo, ay, que trabajan a destajo y siempre con mucha eficiencia, a poco que tengas el corazón hecho de carne y no de pedernal. Te pasas toda la película angustiado, deseando que todo sea como al principio de su aventura. Que sus padres, al regresar del viaje, no le pillen con la bragueta bajada, y con la casa expoliada, y con el Porsche en el taller. Y con la carrera arruinada. No debo de ser yo muy bolchevique si sufro por Tom y no por Rebecca, que solo es una buscavidas de quitar el hipo con su belleza. 

Supongo que es la solidaridad masculina: la certeza interclasista de que las pajas son un triste pero seguro consuelo pero seguro consuelo. Hay que estar muy seguro del pan para dejar las tortas. También se puede ir de putas, como hacen Tom y sus amigos en la pelicula, pero el siglo XXI nos ha enseñado que la moral sexual de 1983 ya está caduca y queda muy fea. Somos hombres modernos que conservamos el instinto de pecar, pero ya no la decisión del pecamiento. La represión de la cultura. Lo explicaba mi abuelo Sigmund de Viena.



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Los Soprano. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Tony Soprano es una mala bestia. Un tipejo con el que conviene no entrar en tratos por muy ventajosos que nos parezcan. Porque si la cosa se tuerce, vas jodido. Tony Soprano se reiría con tus reclamaciones y se limpiaría el culo con tus denuncias. Él conoce todas las salidas legales o tiene a la policía metida en el ajo. Y cuenta, además, con un ejército de matones. Tipos que no se asustan ante un dedo cercenado o ante un hueso roto que sobresale. Así que al final, si no le devuelves lo que te pide, o no le pagas lo que te demanda, acabas perdiendo un ojo o una pierna, o el negocio que te da de comer. O tu vida. O la vida de un ser querido. Vaya este recordatorio por delante.

Sin embargo, Tony Soprano tiene un corazoncito para los animales, uno chiquitito y rojo al lado de ese tan negro y exagerado. En esos episodios en los que Tony alimenta a los patos o consuela a los caballos malheridos, siento que un ala de colibrí aletea en mi interior, y me gustaría regresar al catolicismo para pedirle al Señor que le bajen un poco la temperatura de la caldera en el infierno. O que esa mañana los diablillos no afilen el tridente con el que le pinchan el culete. Es más: le pediría al buen Yahvé que a Tony le dieran un día de asueto. Que le dejaran probar un vino italiano para que brinde a mi salud, yo que soy un devoto seguidor de sus aventuras y que ya voy necesitando estos gestos simbólicos para cuarme los achaques.

Como buen mafioso, Tony Soprano practica y consiente la violencia contra los seres humanos. Cuando las víctimas son personas inocentes que solo pasan por allí, él esboza un gesto como diciendo: “¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio...!” Pero cuando su compinche Ralph Cifaretto decide cargarse a la yegua Pie-o-My para cobrar el dinero del seguro, Tony explotará con una ira que no le volveremos a ver en ninguna otra ocasión. Contemplando el cadáver de Pie-o-My se le salía la pena de dentro, y un gesto de compasión, insospechado en un sociópata como él, se dibujaba en su caraza de grandullón jocoso y asesino. 





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Los Soprano. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

Ningún personaje de “Los Soprano” merece nuestra empatía. Si acaso la doctora Melfi, aunque ella también bordea el lado oscuro cuando queda fascinada por su cliente. Los demás son unos criminales o encubren a los criminales. Todos comparten esa moral restrictiva donde no existe nadie que no se apellide como tú o no joda con alguien de los tuyos. El Estado, el bien común, el conjunto de los ciudadanos...: son conceptos que estos macarroni ni siquiera entenderían. Tan listos y peligrosos como son, siempre pendientes del último dólar o del último desprecio, en el fondo son unos paletos de pueblo convertidos en paletos de suburbio. Porque ser paleto no significa ser tonto: significa no ver más allá de la sombra proyectada por la boina. Es una ceguera moral parecida a la ceguera de los ojos. Yo digo que es genética y que se hereda en los entresijos del zigoto, aunque la mayoría opinaría que se aprende viendo actuar a los padres. Para el caso, patatas. 

Los hijos de Tony Soprano -que en principio eran los santos inocentes de esta función- tampoco se salvan de la quema. Meadow es una chica lista, clarividente, que no se engaña sobre la naturaleza de su familia. Pero la voz de la sangre todavía es poderosa en ella y eso la obliga a seguir queriendo a su padre asesino y a su madre consentidora. Sus lloros y sus rebeldías tampoco conmueven al espectador consecuente. Anthony Jr., por su parte, es un pobre panoli que podría ser hijo de Adolf Hitler y vivir en el búnker de Berlín sin enterarse de que hay una guerra por encima de su cabeza, todo el día con los videojuegos, o con las gamberradas, o con el porno que le reseca -a él sí, pero sólo a él, queridos curas- la médula espinal.

Viendo el último episodio de la tercera temporada me dio por pensar que quizá la genialidad de “Los Soprano” reside precisamente  en que no hay nadie a quien agarrarse. Nadie con quien establecer una identificación que vaya más allá de un momento puntual, y casi siempre por un asunto de desamores. Lo que condenaría a otras series aquí es como el secreto de la salsa. Es como si viéndola reposaras en el sofá, libre de esfuerzos morales y abandonado a la impudicia.







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Memento

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Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



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