Atlantic City

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Frente a mi ventana no vive una hermosa mujer que se desnude cada noche y se frote los pechos con limones partidos por la mitad, a la vista de cualquier viejo verde que se aburra con el Cádiz-Osasuna. Esto, ay, es La Pedanía, y no Atlantic City. “Eso, allá en América...”, como decía mi abuela. Lo mismo los avances científicos que las vecinas despechugadas; las casualidades benditas y las bellezas pelirrojas. 

Al otro lado de mi refectorio vive un señor mayor al que visitan sus hijos cada día para ayudarle con las tareas del hogar y de la huerta. Mi ventana da justo al segundo piso de su casa, que tiene clausurado para no tener que subir ni bajar las escaleras. Donde debería estar Susan Sarandon quitándose el olor a pescado mientras escucha ópera en el radiocasete, hay una persiana eternamente bajada y algún pajaruelo que de vez en cuando se posa sobre el alféizar. Mi realidad es justamente eso: en vez de una pájara de cuidado, los gorrioncillos de La Pedanía. 

De todos modos, aunque viviéramos en Atlantic City y la problemática Susan Sarandon alquilara la casa de mi vecino, yo no podría ayudarla en absoluto. Hay que ser muy hombre para sacar a esta mujer del atolladero: hay que tratar con narcotraficantes, tirar de revólver, entrablar contactos con la mafia... Vestirse de punta en blanco para dar el pego de hombre con renombre. Y yo, ay de mí, soy un triste funcionario que solo puede socorrer a las mujeres descarriadas con buenas palabras e inyecciones modestas de monetario.

Así salvé, por ejemplo, a la última mujer que puso aquí su nido transitorio, antes de que se le curara la patita y volviera a emprender el vuelo buscando horizontes más promisorios y mejor vestidos. La mía fue una ayuda al alcance de cualquier imbécil enamorado. Para casos más complicados que el suyo ya se hubiera requerido la prestancia y el tronío de un Burt Lancaster señorial, aunque en la película ya peine canas en la sesera y en el bigote. 





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Herida

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Perder la cabeza por Juliette Binoche es una cosa natural. Casi un deber inexcusable. Si los ángeles existen y además tienen sexo diferenciado -como defendían algunos teólogos muy barbudos de Constantinopla- Juliette Binoche sin duda nació de un padre inmortal y de una madre de carne y hueso habitante de París. O viceversa. 

Siempre habrá algún mentecato, algún plasta recalcitrante -de hecho yo conozco alguno- que dice que no le gusta su lunar en el cuello, su nariz redondeada, su mirada desangelada... “Me parece una mujer algo fría”, me dijo una vez un imbécil integral. Qué le vamos a hacer: gilipollas los hay en todos los sitios. Soportarlos sin enfadarse es una prueba de santidad. Ellos son los ciegos de la belleza y los daltónicos del encanto. Los estrábicos de lo evidente. Los eternamente equivocados. Los más graves pecadores. Mi Juliette...

Dicen que François Miterrand le tiró los tejos una vez y que Bill Clinton quiso camelársela en una visita que ella hizo a la Casa Blanca. Y que Juliette, con todo el desparpajo de su belleza, los rechazó. Que aprenda Letizia Ortiz, esa vendida al capital... Quizá por eso no nos sorprende que en “Herida” sea el ministro de Economía británico quien caiga postrado ante sus rodillas entreabiertas. Estos tipos son palabras mayores, gente de mucho caché, pero en lo tocante a los instintos son iguales que todos los demás. Lo que pasa es que ellos pueden permitírselos y nosotros no

Es justamente eso, la clase social, lo que me distancia de la película por mucha pasión que los amantes pongan en los polvazos de aquel siglo ya superado. Mi rencor bolchevique me impide sentir empatía por cualquiera de estos personajes. ¿Un ministro a todas luces conservador? ¿Su mujer, acaso, que es la hija de lord Nosequé de los Cojones? ¿El hijo de ambos -la supuesta víctima de todo este enredo- que es un pijo recalcitrante que va atronando por todo Londres con su buga descapotable? ¿Juliette, quizá, que es una perturbada emocional que va sembrando la desgracia por donde quiera que va? Bah, qué asco me dan todos...



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Man on the moon

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“Man on the moon” fue la primera película que vi en el cine cuando vine a vivir a La Pedanía, hace ya un cuarto de siglo. Un cuarto de siglo...

Porque sí: hubo un tiempo en que yo también iba a las salas de cine a “compartir la experiencia” con mis semejantes. A escuchar sus ruidos, sus voces, sus plásticos estrujados... El rebuscar de las palomitas. Sus teléfonos móviles, que ya entonces empezaban a dar mucho por el culo. Sus gracias y sus exabruptos. El cine como iglesia, como comunidad de los creyentes... Menuda gilipollez. Quién hubiera sido un hombre sobre la luna silenciosa y vacía, man on the moon.

Yo iba al cine para ver las películas en pantalla grande, no para socializar ni para celebrar una eucaristía. No había otro remedio: en 1999 las pantallas gigantes aún no existían en los hogares. Y si existían, costaban un huevo y se veían de puta pena por culpa de las definiciones paleolíticas. Pero ahora, en 2024, hasta los funcionarios del tipo B podemos montarnos nuestra "cinema experience" sin tener que aguantar a los demás, y además en versión original, y con subtítulos, y con pausas discrecionales para levantarse a repostar. Todo son ventajas en los tiempos modernos.

No había vuelto a ver “Man on the moon” desde entonces. En mi recuerdo era una ida de olla con grandes aciertos y muchas excentricidades. Demasiado autorreferencial para el público europeo. Como si estrenáramos en Los Ángeles un biopic sobre el señor Barragán o sobre Chiquito de la Calzada. "Uno que llegarrr..." Quién iba a entender allí el meollo de la broma, la cosa celtibérica, más allá de la cuestión universal de los límites del humor.

Pero el otro día, en la terraza del bar, el amigo de La Pedanía me dijo que había vuelto a ver "Man on the moon" en una plataforma digital y que le había sorprendido lo buena que era. “Anímate", me dijo, y yo le hice caso porque venimos a coincidir en un 60% de los casos, que no es un porcentaje baladí. Hablo de cine, claro, de ficciones en general, porque en lo tocante a la belleza de las mujeres o al aprecio general por nuestros semejantes somos como esos libros escritos por Millás y Arsuaga: la vida contada por un sapiens a un neandertal. Y viceversa.




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Amadeus

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Según la teoría cinematográfica que sostiene Ignatius Farray en sus payasadas, “Amadeus” es una mierda de película porque en realidad su personaje principal no es Mozart, sino Salieri, y el título, por tanto, engaña al espectador con un truco publicitario. 

Siguiendo este razonamiento tan estúpido como interesante, “Amadeus”, para ser la obra maestra que otros decimos que sí es, tendría que haberse titulado “Antonio”, o “Salieri”, para ser justos con su verdadero protagonista y honrados con los espectadores. Hubiera sido una decisión más valiente, sin duda, más acorde con un guion que prefiere centrarse en el envidioso y no en el envidiado. En el malvado y no en el genio musical Pero también -todos lo sabemos- una apuesta de nulo recorrido comercial.

Pobre Salieri, ay, tan malparado ya para los restos, retratado para siempre en el lado oscuro de la Fuerza por ese F. Murray Abraham tan hijoputesco como efectivo. Qué cabrones, los austriacos, cuando poseyeron el norte de Italia y deslizaron la idea de que los italianos se merecían el yugo de su ejército porque eran unos bárbaros dañinos y envidiosos. De aquellos lodos imperiales vinieron luego estas leyendas que convirtieron a don Antonio en el autoproclamado Rey de los Mediocres: Salieri I, el monarca musical que representa a los artistas fracasados o desprovistos de imaginación. El único rey que yo reconozco con una rodilla hincada sobre la tierra. Su monarquía es la mía y la de tantos otros plebeyos sin talento.

Qué pensará don Antonio de las maledicencias del presente, allá en su tumba de Viena. Ningún dato histórico le condena más allá de unas cartas de Leopold Mozart que le acusan de envidiar mucho a su retoño. Lo normal, digo yo, en aquella corte imperial donde los músicos se navajeaban continuamente con la mejor de las sonrisas y la peor de las intenciones. Igual que hacen los cortesanos de hoy en día, los lameculos de los Borbones, que se arriman al poder para ganarse el pan y la inmortalidad haciendo reverencias y cogiendo la pole position a codazos.


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El encargado. Temporada 3

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1. Después de tres temporadas perpetrando el mal en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires, Eliseo Basurto ha sido admitido con todos los honores en el Club de Malos de la Historia de la Televisión. Allí, recostado en sofás de lujo y atendido por camareros que le sirven los mates al instante, Eliseo sigue tramando sus planes junto a personajes ya inolvidables como Falconeti, J. R., Héctor Salamanca, Moff Gideon, Tony Soprano, Marlo Stanfield, Newman el vecino de Seinfeld y Calígula el tío de “Yo, Claudio”.

2. Para ser un actor genial como Guillermo Francella hay que tener talento y trabajar mucho, no lo niego. También tener mucha suerte en los comienzos. Que te den la oportunidad y saber aprovecharla. Pero sobre todo hay que nacer con esa jeta. Que los genes te otorguen el don del fenotipo. La cara de Francella lo mismo te sirve para hacer de Jesucristoo perdonado por Poncio Pilatos que para encarnar a tipejos sociopáticos y despreciables como Eliseo Basurto. Son, sobre todo, sus ojos azules... Ya dice la letra de “N’a veira do mar” que “ojos verdes son traidores y azules mentireiros”, o por lo menos contradictorios, juguetones, muy falsos cuando hace falta. 

(Claro que esto lo digo yo, que los tengo tan oscuros como mi alma pecadora). 

3. Si algo nos ha enseñado la vida es que hacer el mal siempre tiene premio. Los que hacemos el bien -más o menos, quiero decir, sin heroísmos y tirando con lo nuestro- no hacemos el mal porque no nos sale de dentro, porque no va con nosotros, pero no porque tomemos una decisión consciente que nos santifica. Somos, más bien, pobre gente. Unos auténticos desgraciados. Jamás podríamos ser como Eliseo Basurto aunque quisiéramos. Para eso hay que nacer. Eliseo es un malo inteligente, concienzudo, implacable. Un puto genio. Un auténtico hijo de puta. Por eso al final de la tercera temporada recibe el premio de una recepción oficial en la Casa Rosada. Los que mandan ahora en Argentina ya se han fijado en él y en sus métodos. Es carne de su carne. ¡Viva la libertad, carajo!

 



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Furiosa: De la saga Mad Max

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Precuelas, secuelas, reboots...: uno siempre se teme lo peor. Tras la idea original suele venir el refrito y el sucedáneo, la marca blanca y la máquina tragaperras. El negocio y el algoritmo. El sondeo de mercado y la traición al ideal.

Pero he dicho “suele”. Las excepciones las conocemos todos y una de ellas está en la saga de “Mad Max”. Aquí hubo que llegar a la cuarta entrega para encontrar la película que eclipsó a todas las demás. “Mad Max: Fury Road” es una obra maestra absoluta incluso sin la referencia endogámica de su saga. Recuerdo que el crítico del “Milwaukee Herald” la definió como “un puto peliculón” y desde entonces pocas palabras más se han añadido a la cuestión. 

Los más pipiolos de la cinefilia esperaban que “Furiosa” igualara al menos los méritos de su mamá. Ellos, los chavales, son nuestros padawans revoltosos, impacientes, soñadores... Siempre creen que se puede ir un poco más allá, un poco más lejos, un poco mejor. Citius, altius, fortius. Todavía no han comprendido -porque les falta el bagaje, la experiencia, el culo plano y tapizado de callos- que cuando te topas con un clásico instantáneo como “Fury Road” (un seis estrellas, un unicornio, un hito en el camino, un punto y aparte) lo más normal es que la siguiente aproximación ya no salga tan redonda. No puede ser y además es imposible. Quiero decir que “Furiosa” no me ha defraudado porque yo ya venía a que me defraudara. Es una estrategia de viejo resabiado con cien punzadas en el pompis. La cosa estaba en saber el nivel de fraude que iban a perpetrar. Ver "Furiosa" es un poco como quedar con tu cita de Tinder a los cincuenta y tantos: sabes que ya no va a ser una película de Hollywood, pero tampoco esperas un engaño delictivo del tipo película albanesa, más bien un bajonazo civilizado y una decepción asumible.

Ya intuía que “Furiosa” no iba a ser la chica de mis sueños, pero jodó: cuántos quisieran seguir rodando como rueda George Miller. "Furiosa" no es un puto peliculón, pero sí es la “hostia en verso”, según el crítico del “Vancouver Times”. Ya me lo he apropiado.





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Mad Max: Furia en la carretera

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Me jode darle la razón a José Luis Aznar (de soltero José Luis Garci). Pero es que la tiene. Como él es miembro de la Academia de Hollywood y tiene derecho a votar cuando llega la temporada de los Oscar, aquel año le preguntaron por la mejor película de las nominadas y respondió sin dudar que “Mad Max: Furia en la carretera”. Yo por entonces ya había visto la película y me quedé algo sorprendido. Garci -ese cursi, ese relamido, ese pornógrafo de los sentimientos- había votado por la película más gamberra de todas, por la menos sensible y plañidera, aunque también es verdad que por la más violenta y machirula: la predilecta de los fachas cuando alguna vez la pasen por 13 TV. 

Como diría Miguel Maldonado, en “Mad Max: Furia en la carreta” hay hostias a mansalva, coches que hacen bruuum-bruuum y tías güenas que lucen body en el desierto.(Y sin embargo, ay, cuánto me jode decirlo, es una obra maestra).

Al ritmo que vamos, con negacionistas como el mismo José Mari al mando de la nave, el futuro apocalíptico de Mad Max está más cerca que nunca: de Estocolmo para abajo todo será un gran desierto sahariano. Una desgracia para la humanidad, sí, pero una ocasión de oro para el hombre. En realidad, la tierra de las oportunidades. El paraíso de los emprendedores. El sálvese quien pueda que dejará muy claro quién ha nacido para mandar y quién para servir; quién se va a ganar el pan cueste lo que cueste y quién va a mendigarlo con la boca desdentada y los tumores en la columna. El Cielo de los Justos, al fin, pero en la Tierra, como un entrenamiento cojonudo antes de que llegue el Armageddon.
 
El futuro de Mad Max es un poco como el presente de Texas, que es el ejemplo social a seguir por el facherío: los únicos negocios prósperos son una  fábrica de armas, otra de gasolina y una granja de mujeres donde un grupo de jamados religiosos las tienen presas para ser ordeñadas y procrear. En la película existe una cuarto negocio posible, muy ecológico, que es la Tierra Verde donde sólo habitan mujeres y te descerrajan un tiro por el mero hecho de ser hombre. No seré yo el que nos defienda, pero jolín... También hay tipos majetes como Max.







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Mad Max 2. El guerrero de la carretera

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Después del cambio climático, el peligro nuclear es nuestra segunda espada de Damocles. Si nuestros padres temblaron con la crisis de los misiles de Cuba, nosotros, sus hijos, temblamos cuando tras la caída del Muro nos advirtieron que los misiles soviéticos quedaban en manos de unos sátrapas que dirigían los países impronunciables teminados en -tán: Carajistán, Atomarporelculistán, todos esos...

Pero todo aquello pasó, y lo creíamos superado, hasta que supimos que la contienda presidencial de los Estados Unidos, en 2024, la iban a dirimir un tronado del culo y un abuelo con alzheimer (a éste le sustituyeron después, pero el susto todavía permanece). El botón nuclear, por sí solo, no distingue el dedo de un psicópata del dedo de un demenciado. ¿Y si clonamos a Stanley Kubrick para que nos ruede la segunda parte de "Teléfono Rojo: volamos hacia Moscú"?

Digo todo esto porque viendo “Mad Max 2” pensaba en la vieja cuestión de quiénes sobrevivirían al invierno nuclear -aunque la saga siempre transcurra en un verano eterno y canicular. Supongo que me moriré con la duda porque en el caso más benigno no estallará ninguna guerra, y, en el caso más apocalíptico, sin duda seré uno de los primeros en caer. La única hecatombe nuclear que conocemos es la que nos ha mostrado el cine, y ahí siempre triunfan los más salvajes de la autopista y los más guerreros de los eriales: la gente sin escrúpulos que no se lo piensa dos veces para meterte un tiro en la cabeza y saltarse todas las normas -ya inválidas- que regían la civilización. 

El futuro de Mad Max será el reino de los psicópatas, y apenas durará unas décadas antes de que ellos mismos se exterminen entre sí.

Queda la otra opción, la que había planeado el Dr. Strangelove en “Teléfono Rojo”: ingresar en la élite, ganarse un sitio en los refugios subterráneos y pasarse el resto de la vida procreando con señoritas muy bellas elegidas para la ocasión. Pero me temo, ay, que ninguna de mis habilidades -improductivas y estúpidas- valdrá un ochavo cuando los gobiernos tiren de lista y planifiquen un futuro esplendoroso para la humanidad. 




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