Un asunto real

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En un momento de la película, la reina Carolina de Dinamarca, lectora clandestina de las obras que publican los ilustrados franceses, y que en su país están prohibidas por el clero, le pregunta a su amante y consejero, el doctor Johann Struensee:

            - ¿Cree usted que la Ilustración nos hará libres de la estupidez y del temor de Dios?
            - Seguro que sí. Sí.

            Dos siglos y medio después, como todos sabemos, el doctor Struensee, que era un hombre tan inteligente como cándido, se carcajea de su propio vaticinio allá en el Cielo de los Justos. La estupidez sigue instalada en el cerebro de los nuevos hombres, y de las nuevas mujeres, y no hay educación o cultura que remedie esta tara de la biología, este renglón torcido de los dioses. La superchería ha resistido todas las vacunas lanzadas en su contra. Muta a mayor velocidad que los virus, y adopta nueva formas con el paso de los siglos, y de las revoluciones. Los astrólogos ahora son psicomagos; los curanderos, homeópatas; los adivinos, economistas. Y los curas, curas, porque estos traductores de lo divino aguantan inmutables, con el mismo discurso y hasta la misma fisonomía, vencedores de todas las guerras, de todas las anticruzadas, de todos los cambios de gobierno que juraron desterrarlos. Lo mismo en Dinamarca que en España, los curas se pasan el legado de la Ilustración por el forro, y se limpian el culo con los escritos de Voltaire y Diderot, mientras mojan los churros en el chocolate y se parten de la risa. Nunca han dejado de entrometerse en las conciencias, en las legislaciones, en las educaciones, confundiendo sus opiniones con la Verdad, su visión del mundo con la Ley, miopes y fanáticos, absurdos y peligrosos. Ecrasez l’infame!

Un asunto real quiere terminar con un mensaje luminoso, esperanzador, como si quisieran convencernos de que algo ha cambiado desde la época del Absolutismo. Pero la realidad es terca de narices.



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El ala oeste de la casa blanca. Temporada 2

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Tengo desde hace semanas la intención de estrenar la segunda temporada de El ala oeste de la Casa Blanca. Pero al final me puede la pereza invencible, el terror paralizante del esfuerzo infinito  Me agobian los 22 episodios de esta tanda, los 154 del total, las siete temporadas que como siete océanos habré de navegar llevado por la devoción. Hace unos meses, cuando terminé de ver su primera temporada,  escribí en estos desahogos que El ala oeste... se había convertido en una de las series de mi vida. Pero son tantos sus capítulos, sus horas, sus noches de dedicación exclusiva, que amenaza, realmente, con convertirse en la única serie de mi vida. Tengo unas ganas terribles de volver a encontrarme con esos personajes parlanchines y lúcidos, criptosocialistas y judeomasónicos, que cada vez que abren la boca me abren los ojos y me reaniman la inteligencia. Pero tengo muchas ficciones esperando turno: antiguas y nuevas, longevas y cortas, americanas y europeas. Navego por los discos duros y me entra un ansia desesperada de estrenar, de variar, de ir dando paso. Malditos sean los dioses, que nos otorgaron más series que vidas, más deseos que años. Que les parta un rayo de Zeus por hacerse creado a sí mismos inmortales, afortunados del destino, egoístas del tiempo.


            En el periódico de hoy, como leyéndome en un espejo, Ricardo de Querol se quejaba así de su extenuante experiencia de seriéfilo:

            "Llevamos una década de la llamada segunda edad de oro de las series, y acumulamos cierta fatiga con las que duran demasiado y nos impiden dedicarnos a las nuevas. Ahora se llevan las temporadas cortas y, sobre todo, las miniseries: 3 a 10 capítulos, con principio y final, que no exigirán tu fidelidad durante meses. [...] Necesitamos series de ficción porque queremos evadirnos viviendo otras vidas. Pero algunas de esas vidas no merecen que les entreguemos tantas horas de la nuestra".

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Behind the Candelabra

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La época actual de la televisión es tan dorada, tan fructífera, tan inagotable en su talento, que ahora recalan allí los grandes genios del largometraje cuando no encuentran financiación. 

Steven Soderbergh ha recurrido a los dineros de la HBO para  rodar Behind the Candelabra, el excesivo biopic del pianista Liberace, reinona de Las Vegas que sustituía a sus amantes con la misma velocidad con la que tocaba el piano en los escenarios. En esta película mariconísima y torrencial, Michael Douglas y Matt Damon se acarician el torso desnudo, se besan cálidamente en la boca, fingen que se dan por el culo en camas barrocas mientras los caniches entran y salen del dormitorio. Behind the Candelabra es la eterna historia del amante y del amado, de quien lo pone todo en una relación y del que sólo juguetea y se mantiene a la espera de una mejor oportunidad. En el fondo un drama muy clásico, aunque decorado con el exceso perfumado de plumas y satenes. Un veneno para la taquilla, que se dice. Dos ídolos de las mujeres lacándose el pelo y amándose la carne con voz aflautada. Un peliculón que de momento, en nuestra machérrima piel de toro, sólo puede verse en la tele, y pasando por taquilla.




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Oblivion

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En Oblivion, como no podía ser de otro modo, Tom Cruise salva el planeta y se queda con la chica más guapa del lugar, esta Olga Kurylenko que cada vez que sale en pantalla le obliga a uno a reprimir los golpes en el pecho, y los chillidos guturales del antropoide.

Alguno dirá: vaya, este imbécil deslenguado me ha jodido el final de la película Pero es que este blog -chaval, o chavala-  no es el sitio adecuado para los cinéfilos principiantes, ni para los incautos pardillos que todavía no saben quién es, y qué producto vende, Tom Cruise. Un tipejo de metro y medio con una egolatría que no cabría ni en cien clones que le fabricaran los extraterrestres de Oblivion. Un fulano que vende la retórica ya cansina del héroe que se enfrenta a las grandes enemigos de América, lo mismo islamistas que franceses, comunistas que alienígenas. Este blog es un lugar donde se reúnen los cuatro gatos para reírse de lo obvio, de lo simplón, de lo que hemos visto mil veces y ya nos da un poco la risa, y un mucho el fastidio. Y Oblivion, queridos míos, tiene mucho de tópico, y de tóntico, aunque salga muy entretenida con sus naves espaciales, su futuro apocalíptico, su lío de drones y clones, de morenas y pelirrojas. Oblivion es la misma hamburguesa de siempre, hipercalórica y basuril, que sólo te zampas un viernes por la noche porque estás de fiesta, y porque mi hijo -oh, sí-  ha hecho una excepción en su retiro monacal en su habitación, y se ha acercado, como antaño, al calorcillo estrecho de este sofá, perdido ya para la causa de la cinefilia habitual. Hasta que escampen las hormonas, o se le joda la PlayStation...



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Happy, un cuento sobre la felicidad

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Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana llamada juventud, conocí a mujeres que se parecían mucho a esta Sally Hawkins de Happy-Go-Lucky, la película de Mike Leigh que aquí, en nuestra patria de los traductores libertarios, se tituló Happy: un cuento sobre la felicidad

En aquellos tiempos conocí a mujeres risueñas, extrovertidas, que te soltaban confidencias en las fiestas, que te ponían la mano en el hombro para acompañar el relato. Que rompían las distancias de seguridad que separan a los simples amigos. Mujeres hermosas que te hacían soñar con un amor que quizá estaba naciendo en sus corazones... Pero luego, cuando reunías el valor, y dabas el primer paso, caías en el más espantoso de los ridículos. Ya era muy tarde cuando caías en la cuenta de que sus secretillos, sus sonrisitas, sus ligeros contactos físicos, eran regalos inocentes que todos los hombres recibían gratis de su señoría. Demasiado tarde, ay, cuando comprendías que el gesto serio, la conversación intrascendente, las manos quietas en el regazo, eran conductas solemnes que ellas reservaban para el hombre que en verdad amaban, siempre el más guapo, el más intrépido, el más seguro de sí mismo, porque ellas eran un poco incendiarias, y un poco inconscientes, pero no tenían ni un pelo de tontas. Como esta Poppy de Londres que vuelve loco de amor a su profesor de la autoescuela, que llega a creerse pretendido. Pobre hombre. Qué inexperiencia, esta suya, y aquella mía, de los tiempos de gilipollas. Más que ahora, todavía.




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Caída y auge de Reginald Perrin. Temporada 2

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Hace casi cuarenta años que David Nobbs, el creador y guionista de Caída y auge de Reginald Perrin, tuvo la intuición preclara del consumismo disparatado que ahora vivimos. Despedido de su trabajo, harto de la vida convencional, recientemente convertido a la fe de los misántropos, Reginald Perrin regresa al mundo de los negocios con un concepto tan cínico como revolucionario. Nunca volverá a engañar a los clientes. En su tienda sólo se anunciarán y se venderán productos innecesarios, absurdos, gilipolleces sin función que tarde o temprano irán a parar al trastero, al garaje, al rastrillo comunal. Al contenedor de la basura.

Reginald: ¡Basura!
Elizabeth: ¿De qué estás hablando?
Reginald: El nombre de nuestra tienda.
Elizabeth: ¿Cuál?
Reginald: La tienda donde venderemos basura.
Elizabeth: ¿Qué basura?
Reginald: La que venderemos en nuestra tienda.
Elizabeth: No te entiendo.
Reginald: ¡Basura!
Elizabeth: No sé de qué hablas.
Reginald: Tenías toda la razón con lo de la tienda. Fabricaremos y venderemos basura.
Elizabeth: ¿Qué quieres decir?
Reginald: Planeo fabricar cosas que no sean más que basura, que no sirvan para nada y venderlas muy caras, a gente que no le encuentre ninguna utilidad.
Elizabeth: Basta de hacer el tonto.
Reginald: Lo digo en serio
Elizabeth: Me dijiste que cambiarías, que serías otro.
Reginald: Lo dije y lo soy, cariño. ¿Qué quieres que haga? He sido convencional durante 25 años de mi vida. ¿Crees que después de todo lo que hemos pasado seremos convencionales? ¿Qué quieres que haga? ¿Horquillas para el cabello? Mi epitafio: "Aquí yace Reginald Perrin. Hizo 700 trillones 659 billones 747 millones 538 mil horquillas. Y todas eran exactamente iguales".
Elizabeth: Pero basura... Se darán cuenta de que es basura.
Reginald: Pero por lo menos lo sabrán. No los engañaremos. Pondremos: "Todo lo que se vende en esta tienda es inútil". Nuevo concepto de ventas.
Elizabeth: Reggie...
Reginald: Vamos, cariño, será divertido. Le daremos al mundo lo que se merece.





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El artista y la modelo

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Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray. 

Si hace cuarenta y ocho horas, en la intimidad de mi salón, Michel Piccoli pintaba la sagrada desnudez de Emmanuelle Béart mientras su personaje se quejaba de las limitaciones de su arte, hoy, en los canales de pago, me topo a Jean Rochefort dibujando la bendita desnudez de Aida Folch en El artista y la modelo, encarnando a un escultor que también se lamenta de su carencia de genio, de la distancia insalvable que lo separa de los grandes maestros. Ambos artistas son franceses, viven en el campo, conviven con esposas que hace años ejercieron de modelos para sus tejemanejes. Los dos desayunan pan crujiente mojado con aceite de oliva. Los dos son sabios, cínicos, viven en un retiro espiritual alejado de la gente, y cercano de los médicos. Los dos buscan su última obra -la maestra a poder ser- que quieren legar al mundo antes de retirarse, a vegetar, o a morir. Los dos viven en la pitopausia, en el deseo amortajado, en el escarceo último de su libido.

Las jovenzuelas que les sirven de modelos, Emmanuelle y Aida, son dos chicas de pasado oscuro, alocadas y perdidas, que se desnudan ante el artista en cuerpo y alma, y que gracias a ello, como si recibieran un bautismo de arte y filosofía, terminan por encontrarse a sí mismas. Emmanuelle, puestos a escoger, es sin duda la más bella. Lo digo yo, y también lo dice el espejito mágico. Primero porque su película es de colorines, y en ella su piel reluce de rosa y blanco, de luz y cavernas. Aida Folch, la pobre, combate con armas del blanco y negro, que a Trueba le sale muy bello, muy histórico, muy de homenaje a los grandes clásicos, pero que nos hurta la luz del Pirineo, el verde de los valles, el alabastro de su hispánica musa. Emmanuelle, además, es francesa, y eso, por sí mismo, ya es un valor añadido, una distinción incuestionable, porque las actrices españolas, por muy francesas que se nos pongan, por muy descocadas y muy naturales que se nos despeloten ante la cámara, como Norma Duval conquistando el Folies Bergère, siempre tienen un algo celtibérico que les impide flotar. Arrastran en sus carnes las penurias de los siglos pasados. Las preceden muchas generaciones que pasaron hambre y necesidad, y eso ha dejado una marca en las pieles, en el brillo nunca límpido de los ojos. Las beldades francesas son otra cosa: símbolos, cánones, quintaesencias. Espíritus, más que carnes.



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La bella mentirosa

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A ustedes que me siguen habitualmente, y a ustedes que han caído aquí por casualidad, buscando lujurias y cuchipandas, no voy a mentirles: me he plantado ante la La bella mentirosa con la única intención de admirar la desnudez integral de Emmanuelle Béart. En el cielo de los católicos que yo nunca llegaré a pisar, pues soy pecador reincidente de férreas costumbres, todas las mujeres son como ella, Emmanuelle, la enviada de Dios, para que todos los hombres alcancemos la Gloria que estaba prometida en las Escrituras. Lo otro sería un Cielo de segunda división, una estafa inmobiliaria que prometía el Paraíso a cambio de la virtud y luego entregó un jardín agostado, de vecindario muy poco escogido, con mujeres de andar por casa, fauna cotidiana de la aldea y del municipio.


            


              Reza así, la vieja recomendación que en su día escribió un crítico sobre La bella mentirosa, y que yo tomé como la promesa de una larguísima noche de pasión: 

         “Existen dos versiones: la de 244 minutos resulta un tanto larga, la de 125 minutos es fascinante. Destaca la habilidad de la relación entre Béart -que aparece desnuda gran parte del film- y un sobrio Piccoli” 

            Y pensé, arrebatado por la pasión: si Emmanuelle sale tanto rato desnuda, digo yo que será mejor la versión larga que la corta, aunque haya que bostezar de vez en cuando, y soltar alguna maldición entre dientes. Lo que nadie escribió allá por 1991 es que Emmanuelle iba a tardar más de una hora en abrirse la bata ante el pintor viejuno que la retrata, y dejarnos, al fin, con la boca abierta, y la curiosidad satisfecha. 1 hora, 11 minutos, 31 segundos: ése es el momento exacto en el que brota la primavera ante nuestros ojos, como una encarnación de la diosa Fertilidad, como una Venus griega que hubiese cruzado el Mediterráneo para transustanciarse en mujer francesa.


          Pero siendo tan larga la espera, no me consumió, sin embargo, la impaciencia. Porque uno, además de sátiro, también es cinéfilo, y sabe contentarse con una película en la que tan tarde llegan las alegrías. Mientras un ojo no perdía de vista a Emmanuelle Béart, por si llegaba a despelotarse subrepticiamente en un margen de la pantalla, el otro ojo se iba entreteniendo con su belleza de mujer vestida, que también es indecible, tratando de adivinar las formas ocultas, las curvas exactas, la milagrería carnal que tarde o temprano se haría visión y éxtasis. Y mientras los ojos así andaban, entretenidos en este juego de la maja vestida y la maja desnuda, el cinéfilo, decía, le iba cogiendo el gusto a esta película despaciosa, cachazuda incluso, tan francesa que sólo en Francia podría rodarse. Pues sólo allí se ven estos pueblos encantadores en los que uno quisiera perderse; esta gastronomía basada en el queso y en el pan que traspasa la pantalla con sus aromas. Este idioma bendito que riega las conversaciones y que es como música en los amantes, como literatura en los tertulianos, como magisterio en los artistas. 

           

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