Austin Powers 2: la espía que me achuchó
Austin Powers: misterioso agente internacional
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Me he reído mucho viendo esta estupidez. Esta sandez elevada al cuadrado. Porque la película, salta a la vista, es una majadería pensada solo para divertir a los majaderos. Y eso es lo triste: que a mí me toca. A mí me vale. Porque me troncho. Me parto el ojete. No debería, nena, ya lo sé, pero lo hago. Por gustos así -tan zafios y tan pueriles- te quitan el carnet de cinéfilo y te envían la Mancha Negra las mujeres.
Me he reído como un bobo, o como un bonobo, porque también había algo simiesco en mis risotadas. Algo muy primario, de cuatro millones de años de antigüedad en el árbol evolutivo. Caca, culo, pedo, pis... y el acto reproductivo. Es una mezcla imbatible para los espectadores de lenta o nula maduración. Los chistes de mingas y melones son como un embrujo para mí. ¡La zafiedad al poder! Y en “Austin Powers” hay muchos chistes así. Macanudos, nena. Pistonudos... Joder: hacía siglos que no oía esa expresión, pistonudo, desde los tiempos del patio del colegio: Butragueño es pistonudo, o las domingas de Marta Sánchez son pistonudas. Mamá, he sacado una nota pistonuda en matemáticas...
Me he reído -eso también es verdad- bajo la presión de un complejo de culpa que ha estado ahí todo el rato, latente y pelmazo, pero que no ha llegado a joderme del todo la función. Con los años he aprendido a dejarlo amordazado en su lado del sofá. Cada loco con su tema y cada uno es como es. Supongo que no hay cinéfilo que no guarde un cadáver en su armario, y yo tengo unos cuantos cuando llega la hora de reírse. Los voy desempolvando según mi estado de ánimo y hoy le tocaba plancha y almidón al cuerpo presente de Austin Powers.
Aun así, aunque me autojustifique, sé que tengo el gusto perdido y el alma podrida. Nueve de cada diez adultos consultados consideran que “Austin Powers” es una mierda pinchada en un palo. Una película hortera y chabacana. Una broma de mal gusto. De hecho, las payasadas de Austin Powers ya están incluidas en el “Índice de Películas Prohibidas por la Nueva y Santa Inquisición”.
Californication. Temporada 7
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“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas.
En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán. “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.
El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí.
No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia.
Californication. Temporada 4
🌟🌟🌟🌟
Yo no sabía que Californication, antes de ser una serie de la tele, fue una canción de los Red Hot Chili Peppers. Me lo dijo el otro día T., que tiene una cultura musical abrumadora.
Mientras
ella me cita varias canciones de este grupo de descamisados, yo
apenas consigo situarlos en la línea del tiempo. Esto es porque en la juventud,
mientras yo me dejaba la miopía en los libros y los dineros en el Canal +, ella escuchaba los discos molones, y
acudía a los conciertos, e incluso tocaba la batería en un grupo cañero de su
tierra. Ella vivía la vida de ahí fuera mientras yo vivía la vida de aquí
dentro, hasta que un día nos conocimos en el dintel de la puerta, ella buscando
una vida más doméstica y yo buscando una vida más salvaje.
Un día, en el coche, T. me preguntó por mi músico preferido, y yo, ajustándome el puente de las gafotas,
no mentiroso, pero sí un poco pedante, porque le podría haber respondido cualquier cosa menos camerística, le respondí que Schubert. Y ya digo que
era verdad, porque con el tío Franz y sus colegas del clasicismo yo me
he pasado media vida leyendo los libros y paseando por los montes. Ella sonrió
incrédula, frunció los labios como imitando el gesto finolis de un lord,
y luego, calcando mi voz de cardenal pontificio, repitió varias
veces. “¡Me mola Schubert, me mola Schubert...!” Ahora, cuando me pregunta por
estas cosas, siempre le respondo que Santiago Auserón para salir del paso y no
quedar como un gilipollas.
De todos modos, la Californication
de los Red No Sé Qué tiene una letra muy críptica que no sé cómo relacionar
con las andanzas de Hank Moody por la otra Californication. Es lo que tienen
las canciones compuestas entre un tirito de coca, un porro de maría y un chute
de heroína: que te sale un mejunje mental que
lo mismo quiere decir una cosa que la contraria. Digamos que ambas Californias hablan
de pornografías blandas, sueños defectuosos y paraísos perdidos. También hablan -y quizá vayan por ahí los tiros- de amores
verdaderos, que son tan raros como los unicornios, aunque a veces la
naturaleza, tan generosa, ponga un cuerno postizo en los caballos.