Princesas

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Le debía un homenaje a esta actriz mayúscula que es Candela Peña. Sus diez minutos en Una pistola en cada mano son ya historia de nuestro cine patrio. Qué digo, ¡del cine universal! Su personaje, como un monstruo de los cuentos infantiles, reunía en una sola carne los miedos que nos paralizan ante las mujeres. Los hombres las amamos y las recelamos; las deseamos y las rehuimos. Son nuestro deseo contumaz y nuestra condena biológica. Candela sonríe al tontaina de Eduardo Noriega y nos hiela la sangre en las venas, y nos congela la alegría en el pene.


Luego, Candela, en la ceremonia de los premios Goya, tuvo el valor de decir lo que había de decir. Mientras otros se escondían detrás del atril, o detrás del premio cabezón, para que la prensa de derechas no los crucificara al día siguiente -que ya ves tú, qué deshonor-, ella puso el dedo en la llaga y se fue tan fresca, dignísima y actoraza. Denunció la sanidad precaria, la escuela abandonada, la mierda de prestaciones, y se quedó tan ancha, y nos dejó tan anchos, a los socialistas de las catacumbas. Es por eso, digo, que le debía un homenaje cinéfilo a la profesional, y a la mujer.

Me he decantado por Princesas, que tenía muy diluida en la memoria. Y ahí siguen, para nuestra tristeza, y para nuestro sonrojo, exactamente donde las dejamos, las pobres putas, sufriendo los gajes de su oficio, en esos arrabales de Madrid donde los parques son de tierra y las peluquerías escuelas de filosofía. Uno está con ellas, y comprende sus desgracias y contradicciones. Pero son un poco inverosímiles, estas putas de mazapán que presenta León de Aranoa, porque siempre tienen la frase justa, la reflexión pertinente, la poesía elevada de las alegrías y las penas. Hablan como putas de la calle, pero también como profesoras de literatura. Algo no cuadra en el guión. Peccata minuta, en cualquier caso. Yo estaba aquí por Candela, y Candela se sale, vitriólica y sensible, llorosa y exultante. Prostituida y enamorada.




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Cosmópolis

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Me bastan diez minutos de Cosmópolis para saber que hoy voy a aburrirme mucho, y que tal vez no sea capaz de llegar hasta el final. Siento que mi atención se dispersa, y que mi interés se difumina como un pedo fallido. Las otras películas del nido no dejan de piar, reclamando mi atención. Creo que estoy alimentando al polluelo equivocado, y que me corroe la culpa del padre irresponsable. Entre malhumorado y sorprendido, asisto a esta rareza de los personajes trajeados que hablan en arameo, de las limusinas que vienen y van por la ciudad fantasmagórica. Y no me tranquiliza saber que es David Cronenberg quien pilota este avión con destino a lo ignoto. Este tipo es capaz de lo mejor y de lo peor, y esta vez vamos a estrellarnos contra el suelo apenas levantar el morro. Este canadiense lo mismo te regala un peliculón que te mete en un laberinto que sólo él entiende, con hombres raros, mujeres absurdas, surrealismos de Dalí o de Buñuel convertidos en narración personalísima. 

De pronto, cuando mi dedo índice ya acaricia el botón de stop, aparece en Cosmópolis una actriz de ensueño que interpreta a su joven esposa. Me quedo paralizado de la impresión, y el dedo se queda dormido sobre el stop, aplazando su justicia para mejor ocasión. Es ahora, al escribir estas líneas, cuando averiguo el nombre de esta mujer: se llama Sarah Gadon, y es tan preciosa que parece de fantasía, de piel irreal como el plástico, de cabello imposible como la muñeca Barbie. Durante cinco minutos, vivo convencido de que Cosmópolis es una película imprescindible, una obra maestra de nuestro tiempo. 

Pero a punto de empezar el segundo salmo, Sarah Gadon desaparece de la pantalla, y la realidad de Cosmópolis -ya sin la luz celestial de su presencia- vuelve a golpearme con toda su crudeza. Vuelven los tediosos monólogos sobre la naturaleza inevitable y maligna del capitalismo. Vuelve el experimento, el bostezo, la desazón de la vida sin esa mujer preciosa que me robaba el corazón. Pasan los minutos y ella no reaparece. Mi cuerpo se agita, se queja, se desploma. Llevamos cuarenta minutos de metraje y Sarah no está, ni se la espera. Es el The End. Al menos para mí.



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Elena

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Con Elena -que no es Elena de Troya, ni Elena de Borbón, sino de Elena de Moscú- completo la escueta filmografía del director ruso Andrei Zvyagintsev, un hombre muy conocido en los festivales de relumbrón, pero casi ignorado en los planetas alejados del cogollo estelar. Aquí, en las Provincias Exteriores, estas películas llegan con mucho retraso porque nunca llegan a estrenarse, y es una nave pirata, muy parecida al Halcón Milenario de Han Solo, la que nos sirve la mercancía  muchos meses o años después. Es por eso que uno, cuando quiere debatir sobre ellas, se encuentra con que ya está todo dicho. Hablar sobre ellas en este blog es un ejercicio de redundancia, de desahogo de los dedos, más que una aportación provechosa. Menos mal que nadie lo lee, y que quien lo lee apenas lo entiende, pues son cosas muy particulares las que aquí se exponen, muy obsesivas y maniáticas. Y atrasadas, ya, de noticias.


            Las películas de Andrei Zvyagintsev son dramas hipnóticos, silenciosos, casi de fantasmas o de lunáticos, en los que hay que armarse de paciencia para que los personajes vayan mostrando poco a poco las intenciones y la calaña moral, casi siempre sorprendente, y muy poco compasiva. Son personajes afilados, duros, tallados por el frío persistente y por la aridez propia de la estepa. Son rusos y rusas que descienden de la guerra, del hambre, de la utopía fracasada. Desgraciados que ahora sobreviven en esta selva postcomunista del sálvese quien pueda. A Andrei Zvyagintsev le salen unas películas muy fatalistas, muy pesimistas, muy rusas en definitiva, del mismo modo que a Almodóvar le salen unas películas muy españolas y cañís, y a Haneke unos puzzles de centroeuropeísmo muy cerebral y cuadriculado.
        



           
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El estudiante

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Roque es un alumno de la universidad de Buenos Aires que no le da ni un palo al agua. Roque es alto, guapo, de mentón prominente y sexualidad desbordante, así que solo quiere follar con sus compañeras más guapas o más predispuestas. Un macho alfa en toda regla. Mientras el dinero de sus padres o el de las becas siga manando de la cuenta corriente, él pasará los trimestres de cama en cama, de flor en flor, hasta que las asignaturas se aprueben por sí solas. Dios proveerá, hermanos, es el lema que guía su desgana estudiantil. 

   
         Pero nuestro héroe, que vive más feliz que la abeja Maya, se topará con un desafío vital: la chica más guapa del cotarro es, al mismo tiempo la más inteligente de todas. Paula es hermosa, liberal, estudiosa... Un ángel de ojos azules naufragado en el Mar del Plata. Ella frecuenta poco las discotecas, los botellones, las boites donde uno se expone y bichea al personal. Paula reparte su tiempo entre el estudio y el activismo político. Tiene dos lunares en la mejilla que parecen tatuados por un artista...  A Roque le bastan dos escarceos infructuosos con ella para comprender que no va a conquistarla con las tácticas habituales. A Paula le repatean los tipos no comprometidos, los neutrales, los que pasan por la universidad sin tomar conciencia de la realidad, sólo pendientes de sus asignaturas, o de sus pollas inquietas. Paula odia a los tipos como Roque. Ella necesita alguien en quien confiar, sereno, inteligente, participativo. Le vuelven loca los políticos en ciernes. Sólo con ellos alcanza unos orgasmos pletóricos que se le van luego en verborrea sobre los impuestos.

           Roque necesita estar a la altura de quien ya es el amor de su vida, y para ello tendrá que subirse a la tarima, a despotricar contra el rectorado. Ni de izquierdas ni de derechas, Roque está a la que salta, buscando un ecosistema en el que destacar y atraer las miradas de Paula. Al principio, impetuoso e indocumentado, Roque meterá la gamba en los debates, y elegirá mal a los compañeros de andadura. Pero va a aprender muy rápido. La testosterona que apabulla a las mujeres también sirve para manejar a los hombres timoratos. Ellos le reconocerán como el líder de voz poderosa y gestos enérgicos. Es ahí cuando El estudiante abandona los derroteros de la comedia romántica para ponerse muy seria, muy didáctica, y también un pelín aburrida. La última hora es casi entera para Roque, que descubrirá la otra erótica -también irresistible y orgásmica- del poder. Mientras tanto, para nuestro sollozo inconsolable, Paula pasará a un segundo plano lejanísimo y casi testimonial. Ella, la guapa inteligentísima, que fue la chispa, el estímulo, la inspiración de todo esto.




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Star Trek y la reina Borg

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Aunque los efectos especiales sean del siglo XXIV y las aventuras transcurran al ritmo trepidante de la juventud deportista, las películas del capitán Picard y compañía tampoco añaden gran cosa a la saga Star Trek. Uno, mosqueado, va leyendo las sinopsis en internet y descubre que cada nueva película es el refrito de un antiguo episodio para la tele, dilatado en minutos y recoloreado en los ordenadores. Siempre hay un klingon traicionero, un villano loco, un planeta enigmático, una explosión en el puente de mando que a todo el mundo se lleva por los aires pero a nadie mata... Se suceden las mismas conversaciones sobre los sentimientos de los androides, sobre la naturaleza imperfecta de lo humano. Sobre la incapacidad de los vulcanianos para excitarse con un gang-bang de Sasha Grey con orejas picudas. 

Lo mismo en Star Trek: Primer contacto que en Star Trek: Insurrección, uno se entretiene pero se aburre, no sé si me explico. Es mi alma infantil la que sigue flipando con las naves espaciales y con las pistolas desintegradoras; la que echa su ancla de hierro y me deja varado en el sofá, con cara de estúpido, insistiendo en películas que no me interesan gran cosa. Ni siquiera las churris del capitán Picard le ponen a uno en estado de alerta. Cómo serán de frías estas astronautas, de poco excitantes, siempre embutidas en esos uniformes de monjas de las galaxias, que me excita mucho más la reina de los Borg, aunque sus piernas sean ortopédicas, y su pechos consumidos, y su cráneo cableado. Aunque sea una hijaputa de mucho cuidado. Es su voz, en realidad, la que me deja prendado; vibra con promesas de sabiduría, de aventuras, de sexo cibernético y muy guarro a la luz de las estrellas. Sólo por ella he persistido en Star Trek, mientras mi niño interior alborotaba en el sofá con las pistolitas de los cojones. 




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Paradies: fe

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Me imagino que en Austria, que es un paraíso civilizado donde relucen las bombillas de la Ilustración, esta misionera urbana habrá provocado la incredulidad o a la risa entre los espectadores. Las aventuras de esta trastornada que recorre los hogares predicando la fe en Jesucristo y la pronta llegada del Maligno les sonará más a comedia que a tragedia, más a esperpento que a película con visos de realismo. Una broma, quizá, o un experimento callejero de cámara oculta. Me imagino que Ulrich Seidl ha dejado pasmados a sus compatriotas, presentando a una mujer que nadie sospecharía tener como vecina. 

Anna María es una papista recién llegada del Concilio de Trento para predicar la Contrarreforma entre los rubios protestantes. Es poca agraciada, gorda, tan morena que parece sacada de cualquier país del Mediterráneo, esos territorios medievales de la playa y el chiringuito donde los curas siguen campando por sus respetos. Anna Maria es una austriaca improbable, anacrónica, camuflada entre los habitantes de Viena como una agente extranjera, como una espía de la Inquisición. Como una alienígena que viniera huyendo de la nave Enterprise por propagar la creencia en un dios sanguinario, o sangrante, según ejerza de Padre o de Hijo.

Aquí, en cambio, en nuestra Península Ibérica, personajes como Anna María que ven un pene y se desmayan, que contemplan un beso y se escandalizan, que descubren un rayo de sol y ven a Jesucristo cabalgando sobre él, son personas familiares, habituales, de las que hay una en cada familia o en cada vecindario. Yo mismo conozco a alguna de estas iluminadas, que van dando la brasa por los domicilios. Señoras que ya no se entretienen con nada, que ya no duermen las siestas, que se horrorizan con los escotes que salen en la tele. Que después de comer salen a las calles a predicar la abstinencia, la castidad, la emasculación voluntaria como pasaporte hacia el Cielo. Se llaman Eduvigis, Conchita, Manuela, y son unas plastas de mucho cuidado. Viven aburridas y un poco taradas. 

Es por eso que Paradies: Fe, que va sembrando el escándalo allá donde se proyecta, le deja a uno frío e indiferente, como si le contaran el día a día del panadero, o del farmacéutico de la esquina. 




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Star Trek. La próxima generación

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La tripulación que comanda el capitán Picard en Star Trek VII: La próxima generación, es más presentable y atlética que aquella que dirigía el capitán Kirk. Dónde va a parar... Estos tipos del siglo XXIV han pasado unas pruebas físicas para ganarse la oposición de piloto o de ingeniero, y se les ve más ágiles y lúcidos a la hora de enfrentarse a los klingon trastornados. Antes, en la Federación de Planetas, donde reinaba la corrupción y el enchufismo más descarado, los gobiernos dejaban que cualquiera asumiera el mando de la nave Enterprise. Pero ahora se han endurecido las exigencias, y sólo unos pocos elegidos patrullan la última frontera, allá donde buscan camorra las especies agresivas, o nacen brotes verdes en los planetas que se creían desolados. 

Para llevar a cabo esta complejísima labor del biólogo-soldado, hay que estar muy cachas, y desayunar mucho cereal con yogur desnatado. Hay que ser, además, un ser humano hermoso, sexualmente atractivo, pues se viaja en representación de nuestro planeta, y hay que lucir las mejores galas genéticas ante los vecinos alienígenas. Así lo exige la etiqueta, y el protocolo galáctico. En los tiempos del nepotismo valía cualquiera, con cualquier facha, adiposos y canijos, decaídas y culonas, y los embajadores vulcanianos se partían el culo de la risa cuando nadie los veía.

En estas nuevas películas del capitán Picard, cuando aparecen por sorpresa los klingon o los borgs, y disparan sus rayos láser sobre el puente de mando, estos chicarrones saltan con otra energía más intergaláctica sobre los paneles de mando. Ya no se desparraman sobre ellos, como hacían vergonzosamente sus antecesores, enganchándose las lorzas o las uñas lacadas entre las palancas. Cuando se teletransportan sobre el planeta en cuestión, esta muchachada moderna corre con otro garbo, con otro atletismo menos sonrojante. Yo, desde el aburrimiento en mi sofá, me siento orgulloso de que estos seres humanos me representen por ahí, por los mundos de Dios. Lo raro es que en las películas anteriores una pandilla de ancianos salvara a la Tierra cada dos por tres, al trote cochinero, en unos giros de guion ya muy poco sostenibles. En este cambio del fenotipo -a falta de tramas más enjundiosas- hemos salido ganando.




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La extraña tarde de las ballenas trekkies y las pollas africanas

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Una gripe de campeonato, de esas que se posan como una zarpa en el tórax, y como un yunque en la cabeza, puso fin a este año desventurado. Es el remate apropiado para este 2013 que sólo dejó malas noticias: la salud que se torció, el amigo que se fue, los fantasmas que regresaron... Mejor olvidar, no insistir en esta escritura melancólica que a nada conduce, más que a reabrir y relamerse las heridas.

Mientras los sanos y las sanas del mundo salían a las calles para despedir el año viejo, uno, confinado en la cama, se entregó al consuelo inagotable de las películas. Qué sería de mí sin ellas, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. Cuando moro entre los sanos, ellas multiplican mi alegría y mis ganas de vivir. Cuando vivo entre los desfallecidos, las películas se abren paso como una medicina que deshace las fiebres y los vapores. Contra el virus no hay mejor arma que el paso de las horas. Sin las películas, uno navegaría desesperado en esta calma chicha del tiempo, que se cierne sobre las mantas como un dios metódico de la tortura.

Star Trek IV es igual de aburrida que sus hermanas pequeñas, las que se iban numerando sólo con los palotes. O peor, incluso, porque ahora ya no estamos en el futuro tecnólogico del siglo XXIII, que era entretenido y tal, sino que retrocedemos en el tiempo para visitar el San Francisco preinformático de los años 80, con el objetivo de secuestrar un par de ballenas que allá en el futuro salvarán al mundo con sus cánticos. De droga dura, como se ve. 

Cuando termina la película, aún quedan infinitas horas de fiebre antes del ritual ineludible de las campanadas. Así que decido inyectarme la primera entrega de la trilogía Paradies, una provocación del director Ulrich Seidl que ha dado mucho que hablar en los festivales. La película lleva por título Paradies: Love, y cuenta la historia de una cincuentona austriaca que viaja a las playas de Kenia para vivir aventuras sexuales con los nativos. Le acompaña una amiga veterana  que le va descubriendo las claves lingüísticas y pecuniarias del asunto. 

Ellas son dos gordas de ubres caídas y pliegues barrigosos que están dispuestas a pagar lo que sea por acariciar un cuerpo bien formado, por sentir un buen pollón africano abriéndolas en canal. Ajadas y premenopáusicas, les mueve más la curiosidad que el vicio, más la aventura que la hormona. Seidl no conoce el arte de la insinuación o de la elipsis. Él mete la cámara en los mondongos hasta que la escena se resuelve por sí misma. Se nota que no le cae bien ningún personaje: ni las austriacas que toman Kenia por un gran prostíbulo del placer, ni los aborígenes que usan sus cuerpos para desplumar a las turistas obnubiladas. Aquí todo el mundo va a la suyo, a lo sexual, o a la pasta gansa. Nadie gana, y nadie pierde, con las transacciones. Blancas y negros alcanzan la entente cordial de la pura deshumanización. No hay buenos ni malos, ni explotadores ni explotados. No hay amor, ni pasión, ni intercambio cultural. Un frío empate a cero entre ex-colonos y ex-colonizados. La película, como la tarde, como las ballenas trekkies, ha sido rarita de cojones. 




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