Saving Mr. Banks

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En esta cinefilia glotona que de todo consume y de todo saca provecho, uno de mis géneros preferidos es el cine que habla del propio cine. El metacine, podríamos decir, si uno se llamara Juan Manuel de Prada y escribiera prestigiosos artículos en periódicos importantes. Cuando veo una película que cuenta cómo se hizo otra película, mi alma de curioso se asoma a la ventana para no perder detalle del proceso creativo que construyó un clásico o una obra maestra. Ya he dicho muchas veces que a uno le fascina contemplar el trabajo de las mentes inteligentes, tan distintas de ésta que malescribe las soserías en el diario.




            Saving Mr. Banks es la historia -edulcorada y muy libre- de cómo Walt Disney convenció a la escritora P. L. Travers para llevar su novela Mary Poppins a la gran pantalla. P. L. Travers, dama seria y estirada, odiaba el alegre universo de Disney y sus dibujos animados. Sus películas le parecían frívolas, comerciales, infantiles. Siento ella tan británica, en general todo lo americano le parecía banal y prescindible. Ella escribía cosas profundas, importantes, como un Juan Manuel de Prada con faldas que viviera en Londres y tomara el té siempre a las cinco. Ella deseaba una adaptación de Mary Poppins muy alejada de lo que luego resultó ser el clásico que todos recordamos. No quería canciones, ni dibujos animados, ni mensajes optimistas. Le horrorizaban los decorados y los diálogos. No quería, bajo ningún concepto, que apareciera el color rojo en la paleta de colores. Ella quería drama, austeridad, tonos oscuros. Saving Mr. Banks es una película bonita y de mucho provecho, pero es algo confusa en estas explicaciones, porque el espectador no acaba de entender que esta mujer llegara a ponerse en manos de Walt Disney si esos eran sus planteamientos irrevocables. No quería, para empezar, a un actor cantarín y saltimbanqui como Dick Van Dyke, y abogaba por la presencia de un Richard Burton o de un Peter O’Toole que le confirieran gravedad a su personaje. Creo que no desvelo nada si digo que a la pobre señora la engañaron como a una tonta, tan lista como se creía.



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JFK

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Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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La mejor oferta

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En La mejor oferta, el personaje de Geoffrey Rush posee una colección privada de pinturas cuyo único tema son los retratos de mujeres. Cuando su timidez le priva del contacto carnal con las mujeres reales, él se refugia en la cámara acorazada para admirar los rostros colgados de las paredes. En esa habitación él encuentra su harén y su consuelo. Se derrumba en el sofá situado en medio de la habitación y pasea la mirada entre sus amadas, soñando, quizá, que ellas también le aman. Contemplo estas escenas y no puedo dejar de pensar que yo mismo, en este salón, en este sofá, donde he construido mi refugio personal contra el mundo y contra la neurosis, también he creado un museo de mujeres hermosas e inalcanzables. Pero las mías no están plasmadas en pinturas de altísimo valor, sino en DVDs, y discos duros que cualquiera puede comprar en  kioscos o grandes almacenes. Mi criterio no es coleccionar películas por la belleza de sus actrices, aunque alguna hay que no he tirado por respeto a doña Fulana, o a doña Mengana, que estaban tremendas y fantásticas. Las mujeres hermosas simplemente se cuelan en mis películas predilectas, y se quedan ahí para siempre, en la estantería, en la carpeta de Windows, cubiertas con una carcasa de plástico para que ni el polvo ni la luz deterioren sus rasgos perfectos. Acumulando películas he creado, en cierto modo, un museo de la belleza femenina. Anglosajonas, casi siempre; españolas, si se tercia; pelirrojas, a ser posible.



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Amor y letras

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"Nadie se siente como un adulto. Es el secreto más sucio del mundo". En esta sentencia del personaje de Richard Jenkins se resume la idea central de Amor y letras, la segunda película de Josh Radnor, jovenzuelo de verbo suelto y diálogos chisposos, al que le falta la mala uva de Woody Allen y le sobra el empalago de sus amoríos tontorrones.

En Amor y letras, Jenkins es un profesor de universidad a las puertas del retiro que confiesa tener una edad mental de diecinueve años, y eso le provoca serios conflictos cuando ha de tomar decisiones que se presuponen maduras y responsables. Lo que no sabe es si su reloj mental se detuvo ahí porque la pila de su cerebro se agotó antes de tiempo,  o si ha terminado por mimetizarse con el ambiente estudiantil tras treinta años de docencia ininterrumpida. 

Uno, desde su sofá ya recalentado por la primavera, entiende de sobra al personaje de Richard Jenkins, porque padece su misma tara mental, su misma incapacidad de madurar. Yo, en concreto, me quedé en los veintidós años, y miro el mundo a través de esas gafas deformadas y falaces. Me veo en el espejo y no reconozco al cuarentón de mirada hosca y gesto resignado.  "Hay un tipo dentro del espejo, que me mira con cara de conejo", cantaban Los Ilegales. Si aparto la mirada y me olvido del tipo,  vuelvo a ser el chico de veintipocos años que a veces acertaba de cojones y a veces -la mayoría- metía la pata hasta el corvejón. Aún hoy voto lo mismo, pienso lo mismo, odio lo mismo... Ninguna madurez ha venido a cambiar mis esquemas mentales. Quizá la madurez consista precisamente en no cambiarlos... Hay opiniones. El resto de mi facha es disimulo y apariencia. Apenas me recubre una fina capa de colores oxidados. Si rascas con el dedo, descubrirás que dentro sigue viviendo un chaval de mirada corta y pasiones irreductibles. En Amor y letras aseguran que todos los adultos somos así: un disimulo permanente de madurez. Una pelea de pollitos disfrazados de gallos. 




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Senna

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Hay algo que no funciona en el documental Senna, hagiografía, más que biografía, del campeón brasileño que murió en el circuito de Imola hace ahora veinte años. El director de la función nos recalca una y otra vez que Ayrton Senna era un hombre modélico, cristiano, portentoso piloto que no ganó más carreras porque una conspiración ideada por los franceses, y ejecutada por su agente secreto Alain Prost, se lo impidió en los circuitos y en los despachos. Uno llega a los últimos minutos cansado de tanta santidad... Cuando no son los franceses que chanchullan en la FIA, son los ingenieros de Williams que inventan coches que se conducen solos. Y cuando no, son los directores de carrera, o las condiciones ambientales, o la impericia de los ayudantes.  Sólo falta un rayo de luz posado sobre el McLaren para que comprendamos que Senna era el favorito de las dioses. Eso, y unos cuernos disimulados entre la pelambrera rizosa de Alain Prost, que aquí ejerce de malo maloso de la película, como un Pierre Nodoyuna de carne y hueso con algo más de habilidad y de suerte.

            Pero llegan los últimos minutos del documental y a uno se le encoge el alma, y se le aprieta el estómago. Las imágenes de archivo nos muestran a Ayrton Senna en la parrilla de salida del Gran Premio de San Marino, minutos antes de estrellarse contra el muro y partirse la crisma sin remedio. Senna, ya montado en el monoplaza, habla con los ingenieros. Corrigen esto y aquello para que todo salga bien en la carrera. Se le ve concentrado y algo triste. Luego vemos su bólido desde la cámara subjetiva, ya lanzado en la carrera: curvas y rectas tomadas justo por la trazada, a toda velocidad. Y de pronto un chasquido, y la nada. Lo siguiente son las imágenes de la confusión captadas desde el helicóptero: asistentes y médicos apretujados alrededor del cuerpo inerte. Ya no importa que Senna nos estuviera cayendo mejor o peor. Que el director del documental sea un incompetente al que los tiros le iban saliendo por la culata. Todos nos sobrecogemos en la muerte inesperada. Senna llevaba más papeletas que nadie, pero en este sorteo todos llevamos lotería. Un bien día vas en el coche y… O vas caminando tranquilamente por la calle y... O conversas con los amigos en la terraza. O ves tu película favorita en el sofá. Está la vida y a continuación el fundido en negro, sin apenas transición, sin tiempo para la despedida, porque después de ese fundido ya no viene ninguna escena.





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Tierra prometida

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La versión española de Tierra prometida tiene lugar en un secarral donde los ingenieros de Repsol encuentran, en el subsuelo, una reserva de gas natural de la hostia. A Villaliebres de la Sierra llegaría un Matt Damon moreno, repeinado de gomina, un gilipollas de Nuevas Generaciones que realiza sus primeros trabajos de ejecutivo agresivo en la España neoliberal. ¿Su misión?: convencer a cuatro paletos de vender sus garbanzales  a cambio de un buen fajo de millones, para que las perforadoras de la empresa hagan  fracking y encuentren las reservas energéticas que nos librarán de la servidumbre de los moros. 

Esta película que yo imagino duraría poco más de diez minutos, justo lo que tardarían los parroquianos del bar en sellar el acuerdo con el ejecutivo, él con sus manos callosas de jugar al pádel y ellos con las zarpas brutales de sostener el azadón. Tal vez Nemesio o Belarmino pusieran algún reparo a la transacción, allá en la mesa donde dormitan la siesta, pero el pueblo unido les haría callar rápidamente. ¿Quién no iba a cambiar el páramo, el tractor, la casa de adobe, por los millones muy frescos que ofrece el chico sonriente de las gafas de sol ? ¿A quién coño le iba a importar un riesgo medioambiental en Villaliebres de la Sierra, si en cincuenta kilómetros a la redonda apenas queda gente? Y apenas liebres, además. No habría caso, ni película como tal. Ningún espectador iba a sentir pena cuando un escape de gas arruinara un paisaje ya arruinado de por sí.


Tierra prometida, en cambio, la película de Gus van Sant, dura dos horas y pico porque los paletos a los que Matt Damon y su compañera tratan de convencer viven en un idílico pueblo de las montañas de Pensilvania. Un rincón encantador donde todo es verde y la gente es joven y animosa. En mi hipotética Villaliebres ya no hay colegio, ni campo de fútbol, ni consulta de atención primaria. Los mismos correligionarios del ejecutivo agresivo se encargaron de arruinarlos con los recortes. Vivían por encima de sus posibilidades, les aseguraron en la última campaña electoral. En el pueblo de Pensilvania, en cambio, tienen un centro comercial, un pabellón deportivo, un colegio recién pintado.  En la película americana, aunque sea aburrida de narices, uno toma partido por los que no quieren vender sus posesiones, y la tensión dramática te va llevando hasta el final aunque bosteces. Hay un edén en juego. En el remake hispánico, cuando lo hagan, nos va a importar un pimiento el desenlace. Pero a lo mejor nos reímos más, quién sabe.




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Hannah Arendt

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En 1961, la escritora y filósofa Hannah Arendt viajó a Jerusalén para seguir el juicio contra Adolf Eichmann. Hannah, judía de nacimiento, sionista militante, ex-cautiva ella misma de un campo de prisioneros, escribe sus crónicas para la revista New Yorker, en las que describe a un Adolf Eichmann que no lleva cuernos, ni rabo, ni tridente. Donde el resto de periodistas ve la encarnación misma del Mal, ella sólo atisba un funcionario miserable, mediocre, incapaz de decidir por sí mismo. Un tipo que se limitaba a obedecer órdenes de sus superiores, y a encomendarse al juramento de fidelidad. Eichmann no es exactamente un asesino, ni un psicokiller de folletín. Es uno de los altos responsables del Holocausto, eso es indiscutible, pero su labor burocrática era un engranaje más en la gran maquinaria del exterminio: una pieza sustituible, recambiable, sujeta a juicio sumarísimo en caso de rebeldía. En el juicio, Eichmann no se arrepiente de sus crímenes porque asegura no haber cometido ninguno. En su defensa alega que su trabajo sólo consistía en enviar trenes a los destinos que le ordenaban, y que los asesinos, lo mismo en Berlín que en las cámaras de gas, eran otros tipos de colmillo más retorcido.



             Los lectores judíos del New Yorker le piden a Hannah Arendt que dé caña. Su sed de venganza demanda carnaza, sensacionalismo, adjetivos encendidos. Pero Eichmann, enclaustrado en su jaula de vidrio, es un tipo que da muy poco juego para escribir crónicas coléricas, a no ser que uno se las invente. Con su calva, con sus gafas de concha, con su expresión alelada y deprimida, ni siquiera parece un nazi de verdad. No es rubio ni apuesto. No exhibe una sonrisa desafiante de medio lado. No denuncia la conspiración judía internacional. Sólo es un burócrata eficiente, oscuro, un ser amoral que dice conocer el destino final de los trenes, pero no el de la carga humana que transportaban. Hannah, a su pesar, queda fascinada por el personaje enigmático de Eichmann. Mientras otros periodistas se limitan a insultarlo y a pedir con vehemencia su ejecución, ella trata de entender las razones del funcionario. No de disculparlo, por supuesto, pero sí de adentrarse en sus razones. Como buena filósofa, le puede tanto la curiosidad como el afán de revancha.


            Pero los lectores de New Yorker no saben apreciar el esfuerzo analítico de Hannah Arendt. Decepcionados con su aparente síndrome de Estocolmo, reaccionarán furibundamente contra la escritora. La insultarán, la escupirán, la amenazarán con la expulsión inmediata de los Estados Unidos. Hannah perderá amigos de toda la vida en su empeño por comprender lo que ella llamó "la banalidad del mal". Pero no dará un paso atrás en sus afirmaciones. El tiempo, finalmente, le dará la razón. Sólo dos años después, en la universidad de Yale, un psicólogo llamado Stanley Milgram, también fascinado por la figura patética de Adolf Eichmann, expondrá al mundo las conclusiones de un experimento científico titulado "Estudio del comportamiento de la obediencia"...



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Il divo

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Hay países no africanos que están peor que el nuestro.  O al menos ésa es la conclusión que uno saca de los telediarios, y de las películas extranjeras que se van sucediendo en el televisor.  La gentuza parece ser la misma en todos los sitios, ladrón arriba ladrón abajo, pero en Italia, que es adonde yo quería llegar, todo parece más desorganizado y chapucero. Más histriónico y vociferante, quizá por el carácter mismo de los italianos, que siempre nos han parecido como españoles multiplicados por dos, lo mismo para lo bueno que para lo malo. El caso es que uno, en las películas italianas, adivina un país casi sudamericano de los de antes, como bananero, o de García Márquez, donde siempre hay mayorías insuficientes, líderes corruptos, histéricos televisivos y un obispo con mitra bendiciendo la función de principio a fin.

    Il divo, que es una película de Paolo Sorrentino que me apetecía mucho ver tras la La gran belleza, cuenta, en clave de humor negro, con una estética medio barroca y medio impresionista, las andanzas últimas de Giulio Andreotti, el sempiterno líder de la Democracia Cristiana que entre unos cargos y otros se mantuvo en el poder durante medio siglo. No es un biopic al uso, ni un documental dramatizado. Se nota que el personaje le cae a Sorrentino como una patada en el culo. El director admira su inteligencia, su laboriosidad, su instinto de supervivencia en el laberinto italiano, pero luego, cuando saca la cachiporra, se deja muy pocos calificativos en el guión.

    En un momento determinado de la película, Andreotti hace memoria de su vida de gobernante, e improvisa esta carta dictada a su mujer Livia, que viene a ser como un resumen de su filosofía humana y política. Casi la confesión de cualquier político occidental y moderno. Se non è vero, è ben trovato.

            “Livia, tus ojos vivaces me deslumbraron, una tarde en el cementerio de Verano. Elegí ese extraño lugar para pedirte matrimonio. ¿Recuerdas? Sí, ya sé, lo recuerdas… Tus inocentes, vivaces y encantadores ojos no sabían, no saben, ni sabrán… No tienen idea de los hechos que el poder debe cometer para asegurar el bienestar y el desarrollo del país. Por demasiado tiempo ese poder fui yo. La monstruosa e impronunciable contradicción: perpetrar el mal para garantizar el bien. La monstruosa contradicción que me convirtió en un hombre cínico que ni tú misma podrías descifrar".

 



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