Ocho apellidos catalanes

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No tenía intención de ver Ocho apellidos catalanes, y eso que hace semanas que la anuncian a bombo y platillo en el Movistar Plus, a todas horas, como la película imprescindible de nuestras vidas. O casi. Y cuanto más porfiaban ellos, más tozudo me ponía yo. Pero varias amistades de apellidos notables, y de cinefilias contrastadas, me aseguraron que la secuela no era tan mala como la pintaban, y que además salía Berto Romero dando mucho risa. Y me lo decían a la segunda o tercera cerveza, cuando todavía son de criterio fiable, y de memoria fidedigna. Y uno, por los amigos, y por Berto Romero, se presta a lo que haga falta. A Berto le debo muchas risas: él es el señorito Francis del consultorio televisivo, el humorista radiofónico que al lado de Buenafuente filosofa sobre la vida, lanza teorías locas y diserta sobre la mecánica cuántica en la Península Ibérica y alrededores. Berto se merecía, por lo menos, el beneficio de mi duda.


    Y así, con el gancho de don Romero haciendo de hípster catalán,  he vencido el sueño mortificante de la siesta tropical, y a veces entretenido, a ratos descojonándome, y gran parte del tiempo mirando el reloj, he visto Ocho apellidos catalanes con la sensación de estar cometiendo un pecado venial: una pequeña traición a mi yo cultureta, y un pequeño homenaje a mi yo por culturizar. He llegado al final -que guardaba el mejor chiste de la película -jurando no ver esa tercera parte que ya apuntan los guionistas, los Ocho apellidos gallegos. Y no porque yo tenga nada contra los galaicos, sino porque este chicle ya no admite más estiramientos, y porque hacer humor con los gallegos, además, se me antoja una labor titánica, casi sobrehumana, a la que Borja Cobeaga y sus muchachos no podrían sobrevivir. Algunos humoristas han querido hacer carrera a costa de Mariano Rajoy y ahora son carteros, o empleados de Prosegur. 

Otra cosa sería que Cobeaga y compañía centraran sus esfuerzos en la cuarta república contestataria que nadie menciona en los periódicos, el Chiquitistán, donde sigue gobernando por aclamación Lucas Grijander. Ocho apellidos chiquitistaníes sí que sería una gran película, por la gloria de mi madre, con Clara Lago secuestrada por Chiquito de la Calzada en un castillo de Barbate, se da usté cuen, aunque ahora mismo, así de corrido, para volver a hacer el chiste de los apellidos, sólo me salgan Klander, Gromenauer y el consabido Grijander. Podríamos meter Fistro, y Diodenal, y tal vez Augenthaler, si forzamos un poco la cosa, que era aquel defensa central del Bayern de Munich que siempre le jodía al Madrid en las batallas europeas, dando patadas, o marcando goles desde Casadiós.


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El sueño del mono loco

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Tres años después de haberse deconstruido en mosca viscosa y de afear el orgullo al señor Hammond en Jurassic Park, Jeff Goldblum trabajó para Fernando Trueba en una insólita componenda internacional titulada El sueño del mono loco, con productores franceses, actores ingleses y dobladores españoles que no siempre aciertan con la sincronización. 

El personaje de Jeff Goldblum escribe guiones con pedigrí en la bella y lluviosa París. Tiene un piso del copón, una esposa complaciente y un hijo rubísimo que podría anunciar cualquier producto infantil en la televisión. Es la existencia feliz del homínido que tiene el cerebro y la polla trabajando en el mismo sitio, y velando por los mismos intereses. Durante el día, Goldblum escribe, juega con su hijo, sale de copas con los colegas; de noche, en el remanso del creador, en el reposo del juntaletras, encuentra la paz en una cama que está en el mismo piso donde vive, sin mentiras ni conflictos.

    Pero de pronto, ay, llega la maldición del hombre inteligente y atractivo. La disociación mente/genitales que es la principal dolencia que sufre esta especie tan altiva. La lucha desgarradora que esos hombres experimentan como un par de fuerzas opuestas: una que tira hacia abajo como la gravedad y otra que tira hacia arriba como la inercia. Una tensión que en los casos más graves puede partirles en dos, como despedazados por un monstruo con tentáculos. Los hombres feos y grises, intrascendentes, sólo sabemos de estas cosas por el cine, y por la literatura, porque nuestro deseo nunca se vio correspondido por las gallinas más coloridas de los corrales, y aprendimos muy pronto, desde la adolescencia misma, a no andarnos con hostias y a conformarnos con lo que Eros pusiera en nuestro camino, complacidos y sonrientes. Aún así, no somos tan estultos, ni tan autistas, para no ponernos en la piel desconsolada del pobre Jeff, que pone en riesgo su felicidad por acariciar el cuerpo de esa nínfula que le han puesto de cebo para que diga a todo que sí, que amén, que lo que vosotros digáis, en esa película sin pies ni cabeza que es El sueño del mono loco, la película dentro de la película. 

Ella, la actriz, se llama Liza Walker, y poco más se supo de ella tras su paso por nuestro deseo. Hizo varias series olvidables, se casó con un rapero de Bristol y regresó al universo recóndito de las bellezas inalcanzables. Qué suertudo, el artista, y qué huérfanos, nosotros.



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El golpe

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Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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Juego de Tronos. Temporada 6

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Termina la sexta temporada de Juego de Tronos y hay que reconocer, finalmente, que la espera mereció la pena. Los ocho bostezos primeros, con sus personajes y personajas que daban vueltas sobre sí mismos como tontos de remate, o como vacas sin cencerro, han desembocado en el mar impetuoso de los dos últimos episodios, con mucho muerto, mucha venganza, mucha mirada asesina y algún pestañeo lúbrico del amor. Eso sí: nos han vuelto a dejar sin desnudos, estos guionistas arrepentidos ante el Septón Supremo que juraron no propagar la indecencia entre los espectadores. Pero nos han regalado, a cambio, para compensar los estremecimientos corporales, unos cliffhangers de malvados sonrientes y buenos acojonados que nos han puesto los dientes muy largos.


    Los seriéfilos somos mucho de exagerar, de hacer literatura en los foros y montar bullas con los amigos. El marasmo de nuestras vidas civiles, tan aburridas y sentenciadas, se torna pasión cuando aposentamos el culo y nos convertimos en habitantes de los Siete Reinos, o del continente de Essos, y participamos de los acontecimientos como si nos fuera el destino en ello. Hemos llegado al punto de que nos importa más el Trono de Hierro que nuestra Monarquía Constitucional. Tan ilusorios se han vuelto los Borbones como los Targaryen, los carlistas como los Baratheon, y puestos a ejercer de plebe, preferimos, sin duda, soñar con repúblicas imposibles al otro lado del televisor, que es mucho más entretenido y más justiciero. Las reinas, además, con la notable excepción de la nuestra, suelen ser más jóvenes, y estar más guapas, y uno casi les perdona su arrogancia de sangre azul.

    Es por eso, porque vivimos más allí que aquí, más virtuales que reales, más pendientes de la próxima Mano del Rey que del nuevo presidente del gobierno, que nos habíamos enfadado mucho con la sexta temporada de la serie, tan pasiva al principio, tan dubitativa, tan inconcreta como la vida misma de la que huimos. Pero ya ha terminado el tiempo de luto, el paréntesis de frustración, y el invierno ha llegado para quedarse. Ya era hora. Entre que hace un frío del copón y que el trono vuelve a ser ilegítimo, los aspirantes, para no quedarse congelados, han vuelto a convocar a sus ejércitos y a sobornar a sus traidores, y dentro de un año la cosa pinta que va a estallar en una guerra definitiva, tan agónica y dramática que ya casi no nos importará que Daenerys Targaryen siga saliendo revestida y recatada. Ay. 



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Los tres días del Cóndor

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Y aquí seguimos, igualitos, cuarenta años después de que el agente Cóndor descubriera el tomate. A vueltas con el petróleo y con Venezuela, y con el Golfo Pérsico, que son los temas sempiternos mientras tengamos coches de combustión y calefacciones de gasóleo. En España nos darán la matraca con Venezuela hasta que los rojos vuelvan a quedar cautivos y desarmados, pero de los demás países petrolíferos seguiremos hablando, me temo, durante décadas. 

En los años 70 los hombres soñaban con un siglo XXI de coches eléctricos recorriendo las carreteras y tal vez surcando los aires, igual que los androides de Philip K. Dick soñaban con un futuro ganadero de ovejas eléctricas. Los coches están aquí, en efecto, pero los mandamases todavía los tienen sujetos por la correa, y encerrados en la caseta, hasta que las prospecciones se vengan de vacío y los negocios busquen otros nidos donde asentarse y procrear.

    Ay, del agente Cóndor, si en vez de sacar a la luz una difusa red de intereses hubiera dado con los planos del coche eléctrico allá por 1975. Nos habríamos quedado sin película, sin huida, sin el polvo gratuito con Faye Dunaway, que está metido con calzador por aquello del romántico recreo, y de la política taquillera. A Cóndor no le hubieran perseguido estos cuatro chapuceros de la T.I.A. comandados por Max von Sydow, sino la CIA verdadera, que no suele dejar cabos sueltos, ni supervivientes que se escabullan. Los tres días del Cóndor se hubieran convertido en diez minutos escasos, y a Robert Redford no le habría dado tiempo a enamorar a las damiselas, ni a nosotros a conocer las Torres Gemelas por dentro, que es uno de los alicientes inesperados de la película. En otras películas borran digitalmente las Torres cuando aparecen en los paisajes urbanos de Nueva York. Pero aquí, en Los tres días del Cóndor, no se han atrevido a cercenar el infausto recuerdo, porque la película quedaría coja y absurda, y han decidido que es mejor resignarse a los viejos tiempos. Quién iba a sospechar que esas torres majestuosas donde la fingida CIA tiene su tapadera, y ordena la muerte de los sabelotodos como Cóndor, iban a ser derrumbadas por los hijos airados de las Guerras Petrolíferas, esas mismas que Sydney Pollack y sus guionistas denuncian y lamentan.



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María, llena eres de gracia

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Que no lloren los ateos, ni sonrían los meapilas. Ni me he caído del caballo camino de Damasco ni el calor del solsticio me ha freído las meninges. María llena eres de gracia no es un biopic sobre la Virgen María, uno que empiece con su angélica concepción de Jesús y termine con su asunción corporal a los cielos. La María de esta película es una mujer del siglo XXI, terrenal y muy guapa, por cierto. Se apellida Álvarez, malvive en Bogotá, y se gana el sustento en una empresa de floristería, dejándose las manos y la sangre en desespinar los tallos de las rosas. Permanece horas de pie trabajando junto a sus compañeras mientras aguanta al "emprendedor" de turno que se pasea entre las filas, jaleándolas, riñéndolas, denegándoles los respiros porque son unas improductivas de mierda, y unas comunistas quejicas. Cuando termina de trabajar, la vida tampoco le sonríe gran cosa a María: en casa le esperan varias arpías familiares con las que comparte cocina y dormitorio, y en las calles le aguarda un novio bastante imbécil -y bastante ciego- que prefiere irse de calimocho con los colegas, o de motorismo con los malotes.


    Desesperada de todos y de todo, María se prestará a hacer de mula para los narcotraficantes que introducen cocaína en Estados Unidos. El premio es un fajo de billetes que le permitirán iniciar una nueva vida muy lejos de su jefe, y de su hermana, y de ese gilipollas con el que se acuesta de vez en cuando. El riesgo es que la pesquen en la aduana de Nueva York, y pasarse los próximos años protagonizando Orange is the new black para alegría de las lesbianas que allí sueñan con la llegada de un bellezón colombiano. Un destino terrible, en efecto, pero altamente improbable, según los traficantes que la reclutan. Porque la cocaína va encapsulada, en su propio estómago, en cuarenta y tantas pepitas que son como uvas de las gordas. Ni los perros las huelen ni los policías las cachean. Sólo hay que mantener el gesto impasible al llegar a la aduana. Y tragarse las pepitas en Bogotá, claro, que no es asunto baladí, porque no pueden romperse ni rasgarse, y han de ser engullidas con el cuidado infinito de los tragasables del circo, o de las estrellas del porno. Desde que Paul Newman se tragara los cincuenta huevos duros en La leyenda del indomable no sentía yo estas arcadas reflejas en la garganta. 




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Arsénico por compasión

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Los cinéfilos de morro fino, cuando caen por azar en estos escritos que no constan en los mapas de carreteras, huyen despavoridos al descubrir que el cine en blanco y negro brilla por su ausencia. Deben de pensar que mi cinefilia es coja, manca, impostada. Y no van desencaminados, la verdad. Yo me crié en la galaxia muy lejana, en la selva de Indiana Jones, en la fanfarria de Supermán, y cuando tengo que viajar al pasado en el Delorean siento una pereza muy vergonzosa, y muy inconfesable. Pero tengo que decir, en mi descargo, que el cine qualité no aparece en este diario porque desde que empecé a escribirlo, por unos azares o por otros, mis apetencias y mis neurosis han ido por otros derroteros. Que regresen, a partir de ahora, los clásicos viejunos.

    Pero tate, querido lector, que aunque yo sea un cinéfilo de Tercera División, aún guardo sitio para películas como Arsénico por compasión, la comedia loca de Frank Capra. Su humor es blanco, pueril, pasado de moda, como un sainete de Juanito Navarro y Arévalo sin gangosos ni pechugonas. Un Aquí no hay quien viva con un chalet de Brooklyn como único escenario. Sin embargo, por esos azares de lo bien hecho, del ritmo endemoniado, del absurdo cómico del planteamiento, Arsénico por compasión ha superado con creces la prueba de los años, y todavía puede verse en alguna noche perdida del calorazo. Cary Grant hace muecas, se contorsiona, se comporta como un payaso emporrado hasta las cejas. Los críticos viejunos se deshacen en elogios por el "gran actor de comedia", y por el "amplísimo catálogo de sus registros". Son los mismos tipos que luego ven a Jim Carrey haciendo las mismas gansadas en películas de color y llaman a la cruzada contra el cine moderno, y gritan ¡vade retro!, y ¡a mí la legión! Mi alejamiento -injustificable- del cine clásico tiene mucho que ver con estos fulanos. Si ellos son la aristocracia de la cinefilia, yo prefiero quedarme en el barrio, a jugar pachanguitas, y a comentar las películas cutres con los amigotes.


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