Palombella Rossa

🌟🌟🌟🌟

Nunca he vuelto a encontrar al Nanni Moretti de Caro Diario, o de Abril, que son dos películas maravillosas que guardo como tesoros en mi estantería. El cineasta que vino después se perdió en el humor bufo y tontorrón, o se volvió un dramaturgo trascendente como hay otros cuarenta mil rondando por los festivales. 

    El Nanni Moretti anterior a todos, como éste de Palombella Rossa, es un tipo simpático que sin embargo cuenta historias muy apegadas a su biografía personal, con simbolismos, onirismos, pelusillas indescifrables de su ombligo, o argumentos muy relacionados con la política italiana del momento, que para un españolito del montón es el asunto esquemático de un Partido Comunista que siempre perdía y una Democracia Cristiana que siempre ganaba bendecida por el Papa.

    Palombella Rossa es el relato felliniano, o buñuelesco, de un partido de waterpolo que enfrenta a la izquierda con la derecha política. Moretti, que es el delantero boya que recibe las hostias más cruentas de los democristianos, marca unos bonitos goles de vaselina (palombella) que son la delicia del público, y la alegría de sus compañeros. Unos goles muy rossos que luego, como en la vida real, no sirven para nada, porque la derecha -siempre favorecida por el árbitro, y siempre unida ante la adversidad- se las acaba arreglando para ganar las competiciones de largo aliento. 

    En Palombella Rossa, Nanni Moretti hace examen de conciencia de su activismo juvenil, y se coloca en una postura incómoda de izquierdismo crítico y solitario. Allá en la piscina del waterpolo, Moretti monologa, dialoga, hace cruces de sus errores o planea propósitos de enmienda. Es una pura verborrea, un puro dolor de cabeza, que él mismo rompe en un par de ocasiones harto ya de no llegar a ninguna parte. Es entonces cuando la película se vuelve poética, hermosa, y nos recuerda, como dijo Truffaut, que siempre es preferible el reflejo de la vida a la vida misma. Qué nos importan ya las políticas, las reyertas, las discusiones bizantinas, cuando el doctor Zhivago cae fulminado por un infarto persiguiendo a Lara por las calles de Moscú. La realidad queda suspendida, ante tamaño drama, y se vuelve pedestre e insignificante. Qué nos importa ya el circo, la cháchara, el festival de los gobiernos y los telediarios, si en la megafonía del estadio suena la canción más hermosa de todos los tiempos, el  I'm on fire de Bruce Springsteen, y ya desprendidos de todo, y de todos, sólo somos ese hombre muerto de deseo que le canta maldades a su chica. 



Leer más...

Cosmos

🌟🌟🌟🌟🌟

Yo de niño quería ser astrónomo. Vivir en lo alto de una montaña, dos mil metros por encima del mundo y de los hombres, como Nietzsche soñaba vivir en Sils Maria. Yo quería estar en este mundo sin estar en él, como los monjes en el monasterio, o los fareros en el faro. Vivir más pendiente de las estrellas que de las personas, porque yo, de niño, a las personas ya las intuía desconcertantes y poco propicias. Yo quería ser astrónomo para vivir en el observatorio, encaramado al telescopio, entregado a la persecución de las trayectorias y los mundos. Yo, que antes había querido ser soldado inmortal, y futbolista de poca brega, y ayudante de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando conocí a Carl Sagan en la tele decidí que ése tipo era mi futuro, mi vocación, mi escapatoria feliz de la vida. Yo quería saber las mismas cosas que él, y explicarlas con el mismo entusiasmo pedagógico. Con él tuve la certeza, ya nunca desarraigada, de que los secretos del Universo son los únicos que importan, porque todos somos, en el fondo, Universo, átomos de estrellas que se recombinaron en nuestros cuerpos y que dentro de varios eones, cuando el sol se apague y la tierra se convierta en cenizas, regresarán al vacío interestelar para formar parte de algo nuevo. He aquí la verdadera reencarnación, y la verdadera promesa de un más allá.




    En los tiempos de Cosmos, nuestro televisor era en blanco y negro, y en él el espacio se veía gris y aburrido, y las galaxias blancas y monótonas. Pero me daba igual. En las enciclopedias del colegio recuperaba los colores que la tecnología catódica nos hurtaba, y así, repintado con Plastidecor, el universo era un mundo fascinante en el que yo deseaba perderme para encontrarme. Yo ya no quería salir a la naturaleza con Félix Rodríguez de la Fuente, con tanto bicho peligroso que andaba suelto, ni viajar a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, que sólo de pensarlo ya casi me mareaba, yo que potaba en todos los autocares cuando íbamos a Gijón en los veranos. No. Yo con diez años quería ser astrónomo, y con una convicción apabullante respondía a los adultos que se interesaban en mi porvenir. Pero hubo un día maldito en el que olvidé por completo mi cometido, y en la adolescencia estúpida perdí de vista el sueño de la astronomía, y erré el camino de la felicidad. Seguí un sendero tortuoso, improductivo, básicamente vacío, que me ha conducido hasta aquí, hasta este ordenador que es mi confesionario y mi pañuelo de lágrimas. Cada vez que vuelvo a ver Cosmos ya no veo a Carl Sagan didáctico y vehemente, sino el reflejo, fantasmal, de un tipo fondón y triste que ya no tiene perdón ni remedio. 


Leer más...

Tigres de papel

🌟🌟🌟

Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.

    A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir. 

    Tigres de papel, en algunas cosas, se ha quedado muy obsoleta y aburrida, porque cuarenta años de reyes y legislaturas nos contemplan. Pero en el asunto de las separaciones conyugales es una película muy moderna, muy envidiable. Hoy en día, con el mercado inmobiliario paralizado, no hay nadie que coloque un piso en venta, y casi nadie que pueda permitirse una hipoteca y un alquiler al mismo tiempo. Así que las des-parejas modernas se ven obligadas a vivir  bajo el mismo techo, por falta de jayeres, y tienen que ver las películas en el mismo sofá compartido, con más o menos distancia entre los cuerpos, según el humor, y el aguante.



Leer más...

El abrazo de la serpiente

🌟🌟🌟

Uno de los libros que conforman los siete pilares de mi escasa sabiduría se titula Armas, gérmenes y acero. Lo escribió hace veinte años un hombre del Renacimiento llamado Jared Diamond, una americano que lo mismo escribe sobre idiomas en Nueva Guinea que sobre biología evolutiva en los primates. En las páginas de su libro, que son muchas y jugosas, Diamond trata de responder a una pregunta tan tonta como intrigante: ¿por qué fueron los pueblos europeos los que llegaron a América y la conquistaron, y no los indios americanos los que surcaron el océano Atlántico en sentido inverso para someternos a la voluntad de sus dioses? En 500 páginas de alto valor nutritivo se habla de agricultura, de ganadería, de metalurgia, de enfermedades víricas y de caprichos climáticos, y al final, sumándolo todo, tenemos a Cristóbal Colón desembarcando en Guanahaní como resultado final de una complejísima y azarosa ecuación. Era el destino el que soplaba, y no el Dios verdadero.



    Aquel encuentro brutal entre civilizaciones "avanzadas" y pueblos "atrasados" creó una onda sísmica que varios siglos después todavía retumba en los parajes. A comienzos del siglo XX, los europeos seguían adentrándose en zonas desconocidas del Amazonas buscando intereses espurios si trabajaban para una empresa depredadora, o elevados, si los empujaba el afán de conocer nuevos pueblos y culturas. O incluso demenciales, si algún tarado se refugia en la selva creyéndose el Mesías redivivo, y funda una comunidad de colgados muy parecida a la que el coronel Kurtz creó en la ficción de Apocalypse Now

    También navegan por el Amazonas biólogos y farmacéuticos, que buscan remedios naturales y venenos beneficiosos, y que, aprovechando el viaje, preguntan a los chamanes por alguna droga dura como la mítica "yakruna" para experimentar otro viaje más profundo y revelador. Todos estos tipos, más un chamán  llamado Karamakate que guarda la memoria de su pueblo y el secreto de las plantas, son los protagonistas entrelazados -y enzarzados- de El abrazo de la serpiente, una película colombiana que primero te fascina con su propuesta y luego te adormece como envenenado por curare. Porque la selva -si no es intrépida, si no es azarosa, si no está plagada de peligros- es un paisaje monótono y relajante que te induce al sueño mientras navegas por los meandros del gran río.



Leer más...

Laberinto de pasiones

🌟🌟🌟

Hace cuatro millones de años nuestros antepasados vivían el paraíso perdido de la promiscuidad entre los árboles. Los primates intercambiaban dos o tres gruñidos de protocolo y se entregaban sin culpa a los placeres de la selva. Las palabras follar y follaje comparten una etimología que se remonta a esos tiempos que todavía no conocían la posición erguida, ni el destierro en la sabana. 

Los milenios arborícolas fueron muy locos, y muy descocados, una época de absoluto desenfreno que los libros sagrados quisieron borrar de nuestra memoria, asegurándonos que no descendíamos de aquellas bestias lujuriosas, sino que habíamos sido creados de un barro nuevo e inmaculado, insuflado de alma y de altos valores etéreos. Hubo que esperar mucho tiempo para que el abuelo Darwin desmontara tales patrañas, y nos volviera a colocar en la rama correcta del gran árbol de la vida.  Pocas décadas después, la ciencia vino a demostrar que sólo un puñado de genes sin demasiada trascendencia nos separa de esos suertudos bonobos que todavía fornican a lo grande encaramados a los árboles. Unos primos carnales que todavía siguen de fiesta a las tantas de la madrugada, mientras que nosotros, "dignificados" por el trabajo, nos seguimos levantando muy temprano para derribar y reconstruir civilizaciones.


    Pero no todo ha sido sufrimiento y castidad para el homo sapiens. En cualquier época siempre hubo guerrilleros que trataron de revivir el sexo sin trascendencias, el placer sin remordimientos. Unos subversivos que fueron quemados, ahorcados, desterrados, maldecidos, sin que su llama fogosa llegara a extinguirse. Uno de estos risorgimentos del amor libre y locuelo lo vivimos no hace mucho en la Movida Madrileña, donde nativos y manchegos, mediterráneos y cantábricos, se juntaban en ciertos locales para celebrar la juventud y la alegría de vivir. Antes de que los dioses vengativos les enviaran el virus terrible de la muerte, y la fiesta tuviera que aplazarse sine die entre nostalgias y tragedias, Madrid se convirtió en un verdadero laberinto de pasiones que Pedro Almodóvar, protagonista y cronista de aquellos excesos, dejó retratados en esta película inclasificable de príncipes moros y golfas enamoradas. Una cosa que no tiene ni pies ni cabeza, ni orden ni concierto, pero que se ve con una sonrisa en la boca, y con una envidia en la mirada: la de quien no pudo vivir aquellos tiempos por edad, y por lejanía. Y porque uno, en el fondo, es un monógamo -aunque monógamo sucesivo- muy tradicional.


Leer más...

The Big One

🌟🌟🌟🌟

Diez años antes de que estallara la crisis económica que todavía padecemos (algunos), cuando en España todavía era fiesta y comprábamos alegremente el piso en la ciudad y la segunda residencia en la playa y la moto de gran cilindrada para el chaval, Michael Moore, en Estados Unidos, recorría las ciudades deprimidas donde la clase media ya las estaba pasando putas. Pero que muy putas. Y corría el año del Señor de 1997... Nadie en este lado del Atlántico supo interpretar los augurios, porque nadie vio The Big One ni otros documentos parecidos. Y aunque los hubiéramos visto, nosotros, tan estúpidos, vivíamos en un país único donde el Gran Bigote iba a comerse los mercados y a competir con los alemanes de tú a tú y bla, bla, bla...

    En la gira promocional de su libro Todos a la calle, nuestro entrañable gordito, como un Borbón campechano que se saltara el protocolo, aprovecha las firmas de libros para conocer a trabajadores que acaban de ser despedidos de sus fábricas, o que han visto recortados sus sueldos hasta límites de subsistencia. Y no porque el negocio vaya mal, sino justamente por lo contrario: porque va viento en popa gracias a su trabajo, y a sus sacrificios, y los dueños, y los accionistas, ávidos de más dinero, han decidido trasladar los bártulos a otro lugar donde pagar todavía menos a sus esclavos. Y ya, directamente, forrarse el escroto de oro, y las nalgas de platino. 

    En el último tramo de The Big One, Michael Moore se entrevistará con el mismísimo CEO de Nike, Phil Knight, para afearle que la marca produzca sus zapatillas en Indonesia, pagando cuatro chavos a adolescentes descalzos que zurcen y pegan telas en hangares de mala muerte. El gachó, impasible, se agarrará a los principios básicos del neoliberalismo para justificar todas las tropelías de su empresa, desde el sueldo indigno hasta la deslocalización de las fábricas, pero con una sonrisa en la boca, eso sí, y con un compadreo muy amable, calzado con unas zapatillas deportivas -suponemos que Nike- y vestido de casual para la ocasión.

En The Big One, Michael Moore es entrevistado en un programa de radio.

ENTREVISTADOR: Usted al comienzo de su libro ha puesto dos fotos con la leyenda: "¿Qué es terrorismo?" Se trata de dos fotos casi idénticas. Edificios destruidos. Uno en Oklahoma City, en 1995, tras la explosión de la bomba. Y abajo, Flint, en Michigan, en 1996 [una fábrica derruida]. Resulta difícil distinguirlas. Dos muestras de destrucción. De ahí la pregunta: "¿Qué es terrorismo?"

MICHAEL MOORE: Evidentemente, si un camión cargado de explosivos hace saltar por los aires un edificio matando a 168 personas, eso es terrorismo. No cabe ninguna duda. Pero, ¿cómo le llamamos entonces si evacúan el edificio antes de hacerlo saltar por los aires? Los años siguientes, los que trabajaban allí, al haberles quitado su medio de ganarse la vida algunos de ellos murieron... Murieron por suicidio. O por malos tratos. O por drogas. O por alcoholismo. Todos los problemas que rodean a los que pierden su empleo. Aquella gente murió como la gente de Oklahoma. Pero a eso no lo llamamos un acto "terrorista", ni a la empresa "asesina". Yo considero que se da un acto de terrorismo económico cuando las empresas, no satisfechas con los beneficios realizados, echan a la gente para poder ganar tan sólo un poquito más.


Leer más...

El juez

🌟🌟🌟

La fascinación del hombre que convalece por la enfermera que lo cuida es un sentimiento universal que trasciende épocas y culturas. Yo he leído teorías para todos los gustos, sobre este impulso irrefrenable. La primera, que son sus uniformes, tan livianos cuando son blancos, y tan amables cuando llegan en tonos pastel, los que entre las luces extrañas de los hospitales, y el aturdimiento inevitable de la enfermedad, hacen que uno, en el ensueño, llegue a pensar que ellas son ángeles del cielo pululando alrededor de la cama. Pero ángeles con sexo, no bíblicos, de carne tibia y atributos inequívocos. 

La segunda, que allí expuestos, en el lecho, semidesnudicos y frágiles, sufrimos una regresión infantil que nos hace tomar a las enfermeras por nuestra madre solícita, y que no es, en puridad, un deseo sexual lo que sentimos por ellas, sino un complejo de Edipo que regresa tardío y baqueteado por la vida. 

    En El juez, Michel Racine es un ídem de gesto adusto y rituales mecánicos que dicta sentencias muy severas a sus condenados. A Michel, como a uno muy cercano que yo conozco, se le está pasando el arroz de la edad, el sueño del gran amor, y vaga por los tribunales con la esperanza decreciente de recibir un último regalo. No es sólo el pito, que le reclama, ni el orgullo, que lo zahiere. Es que, además, él imparte justicia en crímenes muy horrendos, que dicen muy poco del ser humano, y que lo arrastran a una misantropía que lo tiñe todo en tonos grises. Para pintar el mundo de colores, como en la canción de la acuarela, necesita una mujer luminosa que lo haga sonreír y confiar.

    Cuando quizá ya desesperaba, y aceptaba resignado su aciago destino, el juez Racine reencontrará, entre los miembros del jurado recién nombrado, a la señorita Ditte Lorensen, una cuarentona de muy buen ver con los ojos tan azules como los mares de Dinamarca. Ditte, en un pasado algo lejano, fue su doctora de guardia en una complicada operación, y aunque ella apenas lo recuerda, porque las enfermeras y doctoras reparten sus gracias entre centenares de pacientes, él, Racine, lleva su imagen en el corazón, grabada a fuego. A partir de ahí, la película dejará de ser un thriller judicial, y un documental encubierto sobre los tribunales franceses, para convertirse en la universal historia del hombre al que ya le importa todo un comino, y sólo piensa en su amada, a la que llama, y solicita, y requiebra, y dedica versos encendidos, como un adolescente enamorado. Cosa que no es para menos, con esta actriz llamada Sidse Babett Knudsen, la que un día fuera presidenta de Dinamarca y luego amante de Tom Hanks en el desierto. Y que hace de lesbiana feroz y voraz en una película que todavía no he visto, pero que ya ardo en deseos de tal. 


Leer más...

Verano del 42


🌟🌟🌟🌟

1. Muchos años después de 1942, en los veranos de los ochenta, mis amigos y yo accedíamos a las revistas pornográficas que algunos padres no escondían demasiado bien, encima de armarios, o en cajones de fácil acceso. El progreso era evidente: nos iniciábamos antes, y a todo color, sin remilgos de germanías. Pero desde entonces, desde 1982, han vuelto a llover los tiempos y las tecnologías, y nosotros, comparados con los chavales de ahora, que campan por internet como exploradores intrépidos y de rápido aprendizaje, ya parecemos unos mequetrefes, unos tontainas, casi unos candidatos a la beatificación. Qué te voy a contar, entonces, de los muchachuelos del verano del 42, que contemplados desde esta atalaya nos parecen unos auténticos retardados, y casi mueven más a la compasión que a la risa.

2. Nada -con excepción de los discos de Frank Sinatra- ha hecho más por el amor en Estados Unidos que las bolsas de compra sin asas. En Verano del 42, Hermie y Dorothy se conocen gracias a que ella sale del supermercado con varias bolsas de más, abrazadas torpemente al cuerpo, y una de ellas cede a la prensión y cae al suelo. Ahí está Hermie, atento a la jugada, aprovechando la oportunidad pintiparada para darse a conocer. Allí, en Estados Unidos, si te gusta una chica, o una mujer, basta con seguirla en su itinerario comercial y esperar pacientemente el estropicio. Aquí, en cambio, que somos tan listos, hemos otorgado a nuestras amadas la escapatoria perfecta de la bolsa con asas, que pueden llevarse hasta diez en cada viaje, una en cada dedo, sin que el hombre dispuesto a ayudar tenga excusas para presentarse y darse a valer.

3. La belleza de Jennifer O'Neill en la flor de su edad no admite literaturas. Ni aproximaciones siquiera. Ni un congreso de mil poetas enamorados acertaría con los adjetivos precisos y necesarios. En ella todo está tan bonito, y tan bien puesto, que te ahoga el discurso en la garganta. Si luego, encima, cada vez que aparece en pantalla, nos ponen esa música maravillosa e inolvidable, el efecto de su hermosura se multiplica hasta límites casi intolerables. Contemplándola con la boca abierta, y con los instintos encendidos,  he recordado aquello que decía Karl Pilkington sentado en la cueva frente a las ruinas de Petra:

    “Es mejor vivir en el agujero, viendo el palacio, que vivir en el palacio viendo el agujero, ¿no? [...] Pero no hablaba sólo de edificios. De la vida, en general. Incluso entre una persona guapa y otra fea. De alguna manera, es mejor ser la persona fea que aprecia las cosas bonitas”.

    Es el consuelo que nos queda.





Leer más...

Léolo

🌟🌟🌟🌟🌟

A los dioses no debió de gustarles mucho Léolo, la obra maestra de Jean-Claude Lauzon, porque años después, cuando el director trabajaba en su siguiente película, un soplo divino estrelló la avioneta en la que volaba y el mundo cinéfilo se quedó huérfano de sus poesías. 

A los dioses, por lo general, no les gustan las películas que vienen a recordarles lo imperfecto de su creación. Las piedras y las ranas pasan por este mundo -su mundo- sin cuestionarse el dolor o el sufrimiento. Pero los seres humanos, que salimos del barro demasiado listos y respondones, a veces nos atrevemos a protestar al árbitro porque no ha sancionado la patada, o ha permitido demasiado el juego sucio. O porque el reglamento, directamente, es una mierda sin sentido. Y así, cuando un director de cine retrata la guerra o el hambre, la miseria o la locura, es como si metiera un dedo acusatorio en el Ojo que nos vigila, y se gana muchos números para que le caiga encima la lotería de una venganza. Pobre Jean-Claude...


    Y pobre Leo, también, Leo Lozeau, que nació en una familia de sangre tarada, en el barrio pobre de Montreal. Él no está loco -todavia- porque sueña que el gen de la locura no anida en sus cromosomas. Que él es hijo de un siciliano que se masturbó sobre un tomate, y que el tomate acabó por accidente en las intimidades de su madre, y que él, por tanto, no es el hijo del loco, ni el nieto del demente, ni el hermano de las lunáticas. Que no es Leo Lozeau, sino Léolo Lozone, el italiano secreto que vive enamorado de Bianca la italiana, la vecina que canta como los ángeles cuando tiende la ropa, y es más hermosa que todos ellos, y huele a campiña y a viñedos de la Umbría, o de la Toscana. 

    Pobre Léolo, Léolo Lozone, que imagina para no ceder a la realidad; que nada para no caer en las profundidades; que sueña para no ser arrastrado por la pesadilla. Y pobres de nosotros, también, los Léolos del mundo, que no renegamos de nuestra estirpe ni de nuestros cromosomas, pero que también apechugamos con lo nuestro, y que también desearíamos no ser de aquí, sino de otro lugar, en mi caso mucho más al norte de Sicilia: un país de mucho frío donde las vikingas paseen en bicicleta por las calles. Aquí cada uno sueña con lo quiere, para ir sobreviviendo y no caer en el pozo. 


Leer más...

Vaya par de gemelos

🌟🌟🌟🌟

Las personas que me conocen superficialmente piensan que soy un tipo culto, leído, que se expresa con una corrección lingüística infrecuente, y también algo pedante, si se cruzan dos cervezas por el gaznate. A ello me ayuda, y mucho, esta facha que Dios me dio, a medio camino entre el empollón irritante y el jesuita exclaustrado. Un siniestro parecido a ese vaticanista insoportable de Juan Manuel de Prada, que escribe en los periódicos y diserta en las tertulias. Mi némesis.... Yo reniego de ese parecido, y si he bajado kilos en los últimos tiempos no es para cuidarme la salud, ni para pavonearme ante las mujeres, que la salud y las mujeres son dos suertes caprichosas como el rayo o como el pedrisco, sino por dejar de encontrarme con Juan Manuel en los espejos, y dejar de pegarme unos sustos de muerte cuando voy medio dormido, o medio inconsciente, por el pasillo, y pienso durante un segundo terrorífico que el gachó se ha colado en mi casa para afearme las conductas y los pensamientos. 



    Parezco muy fino, sí, pero sólo doy el pego ante las personas que me frecuentan poco y mal. Los que me conocen saben que por debajo de estas imposturas sigue hablando el chico criado en el arrabal, uno que fue a colegios de curas muy severos y exigentes, sí, pero que luego pasaba el fin de semana jugando al fútbol con lo peor de cada casa. Con el paso de los años, y de las cinefilias, y de las largas horas perdidas ante el televisor, he ido incorporando a mi lenguaje decenas de muletillas, de gracietas, de paridas estúpidas que ya forman parte del acervo incultural, y que echan por tierra cualquier pretensión lingüistica de parecer un tipo serio y respetable. Yo soy de los que digo "fistro" cuando hablo de un chapucero, y "pecador de la pradera" cuando me ahorro un insulto más grave, y digo "comooorl", y "jaaarl", y "ten cuidadín", y muchas más chorradas que vinieron del Chiquitistán. Yo soy de los que digo "potito" en lugar de bonito, y "Encanna" cuando conozco una tal, y "digamelón" cuando cojo el teléfono y hay confianza entre las partes. Yo soy de los que digo "efectiviwonder", y "cuñaaaao", y "no, hija, no", y "piticlín, piticlín", y cientos de sandeces más que se han quedado pegadas a mi paladar con cola de carpintero. 

    Hoy por la tarde, avergonzado por estar partiéndome el culo con Vaya par de gemelos, la comedia de Paco Martínez Soria, he recordado que al tal Lucas le debo lo de llamar "tísicos" a los físicos, y de decir "culuculado" en lugar de calculado, y "buenisma" en vez de buenísima, gilipolleces que suelto con toda la conciencia de estar hablando mal porque pienso que los demás comparten la gracia y la génesis, la tontería y el guiño, y que suelen dejarme en un ridículo lamentable, y en un mal lugar difícil de remontar.

Leer más...

The Missing

🌟🌟🌟🌟

Hace  años, cuando desapareció de su hotel la niña Madeleine McCann, se desató un tsunami de psicosis colectiva que llegó a inundar, incluso, los parques infantiles de este tranquilo rincón del noroeste. Donde antes había niños jugando alegremente y madres ociosas que charlaban de sus asuntos, y padres aburridos que desarrollaban sus análisis futbolísticos, de pronto se implantó un régimen de campo de concentración en el que los niños se volvieron reos estrictamente vigilados, y los progenitores, guardias apostados en las torretas que iluminaban con los focos. Sólo faltó rodear los recintos con alambres de espino, y acreditar el libro de familia para poder acceder a ellos. Fueron unos años muy raros, neurotizados, que a mí me pillaron en plena faena del parquear, sin creer del todo lo que pasaba a mi alrededor. Una cosa era la responsabilidad y otra, muy distinta, aquella angustia que alteraba los nervios y las conductas. Niños habían desaparecido toda la vida, desde que el mundo es mundo, pero es como si la pobre Madeleine, que sonreía desde los carteles con cara de muñeca, viniera a recordarnos que nadie estaba a salvo de la desgracia, y que si  tal cosa podía sucederle a una niña rubia de sonrisa angelical, qué no podría pasarle a nuestros retoños ibéricos, mucho más feos y prosaicos.


    Alguien que buscaba la publicidad facilona ha tenido la mala idea de anunciar The Missing como una especie de versión encubierta del caso Madeleine. Sí, hay un niño desaparecido, y sí, sus padres son dos británicos pudientes que están de vacaciones. Pero ahí terminan las similitudes. La desaparición de Oliver Hughes no da lugar a un circo mediático, ni a una búsqueda internacional. Ni a un melodrama muy propicio para un telefilm de sobremesa. La ausencia de Oliver Hughes es un terremoto muy localizado que altera o destroza la vida de muy pocas personas: de los padres desconsolados, de los policías atribulados, de los sospechosos perseguidos. Nadie volverá a ser el mismo tras el terrible suceso. En The Missing no existen los colores, ni siquiera el blanco y el negro: todo es gris, sórdido, inquietante. Casi siempre llueve, o está nublado, o sale un sol impropio para la circunstancia. Víctimas y verdugos, amigos y observadores, todo el mundo esconde un pasado, una vergüenza, un acto inconfesable. El paisaje moral es deprimente. Y la serie, que además termina y acaba, para respiro del teleadicto que se agradece mucho, es cojonuda.




Leer más...

Hedwig and the Angry Inch

🌟🌟🌟

En Hedwig and the Angry Inch, Hedwig es un rockero transexual que está de gira por Estados Unidos, tocando en garitos de mala muerte con su grupo. Aunque no sacan ni para pipas, y son frecuentemente abucheados por los espectadores -que esperaban un recital country y se encuentran un torbellino sexual que canta guarradas y mariconeces- Hedwig y sus muchachos no se rinden. Ellos tienen muchas cosas que comunicarle al mundo, dudas y esperanzas. A ellos, además, no les mueve gran cosa el dinero, sino perseguir ciudad por ciudad, para joderle la marrana, al cantante conocido como Tommy Gnosis, que es un antiguo compañero que les robó las canciones y ahora gana pasta gansa en macroconciertos y especiales para la MTV.


    Este es, grosso modo, el musical que John Cameron Mitchell compuso para los teatros neoyorquinos, y que poco después adaptó para la gran pantalla. Hedwig and the Angry Inch, que es una película extraña y libérrima, una especie de Cabaret pasado por el turmix de la estética glam, se convirtió en un film de culto entre los transexuales y los transgéneros, porque allí se habla con mucho lirismo de sus inquietudes; y entre los amantes del rock en general, porque la banda sonora es ciertamente pegadiza y sugerente.

    Hedwig, que salió mal parado de su operación, y una vez despojado del pene no encontró la vagina que él esperaba (sino un resto de carne informe, asexual, que es el "angry inch" del título) es un hombre-mujer que no termina de aceptarse. Atrapado en una identidad que no existe en los libros, él, en sus canciones desgarradas, le canta al amor que no llega, o que llega pero finalmente se arrepiente. El pobre Hedwig, llegado el momento crucial, no puede ofrecer más que una sutura mal cerrada. Que Hedwig and the Angry Inch traspasara los ámbitos del cine marginal y llegara a un público más amplio, tiene que ver con que todos, de algún modo, sentimos la tristeza de Hedwig como propia. Nadie es completamente funcional. En alguna parte del cuerpo o de la psicología todos estamos mal operados, mal reconstruidos, y salimos al mundo disimulando una tara que nos avergüenza. La alopecia, la tartamudez, el micropene... La neurosis, la impulsividad, ciertos gustos musicales... Del mismo modo que Hedwig sale al escenario con pantalones que no dejan adivinar, todos salimos a la calle con remiendos que no dejan entrever.



Leer más...

Guía ideológica para pervertidos

🌟🌟🌟🌟

Slavoj Zizek, además de marxista y de psicoanalista, de filósofo y de cinéfilo, es un esloveno que habla un inglés macarrónico que hace mucho reír. Es la monda, Slavoj... Y además un tío de andar por casa, porque a veces abandona las aulas donde imparte sesudos estudios sobre Lacan y baja al barro del hombre corriente para explicar qué hay detrás de algunas películas que habíamos digerido sin reflexionar. En la Guía ideológica para pervertidos, Zizek vuelve a contarte Titanic, Tiburón, Taxi Driver, Breve Encuentro, Sonrisas y lágrimas... pero pasadas por su peculiar máquina de rayos X. Vistas así ya no hay amoríos ni terrores, traiciones ni bailoteos -que sólo eran brillos superficiales que entretenían al espectador. Sin piel y sin carne, lo que queda de aquellas películas es el esqueleto de la ideología: qué ética se postula, qué valores se defienden. A dónde querían llegar los fulanos que escribieron el guión, que rodaron la película, que pusieron la pasta necesaria. A veces con toda la intención del mundo, y otras -que para eso Zizek es un detective psicoanalista- de un modo inconsciente o subliminal, del que ni ellos mismos se percataban.

    El problema de la Guía ideológica para pervertidos es que la cabra tira al monte, y el bueno de Slavoj, aunque trata de adoptar un lenguaje elemental y comprensible, termina perdiéndose en lacanismos y germanías que te confunden más que te revelan. Él trata de advertirnos contra el consumismo, contra el capitalismo, y aunque se le agradece el esfuerzo, y hasta se comprenden algunas de sus lecciones, estaría bien que para otras enseñanzas bajara un poco más el nivel, a la altura del bar de pueblo, o de la grada de fútbol. Hace diez años, en la juventud, quizá me hubiese tomado la Guía ideológica para pervertidos como un desafío intelectual, como un documento al que dedicar varias horas de reflexión y muchas lecturas complementarias. Pero el esplendor en la hierba se ha quedado un prado reseco donde ya pasto tranquilamente los entretenimientos, y ya no quiero, ni puedo, entrar en estos abismos del filosofar.



Leer más...

Steve Jobs: Man in the Machine

🌟🌟🌟

Al sentarme a ver Steve Jobs: Man in the Machine, uno tenía la esperanza de no encontrar el retrato habitual del personaje: es decir, el fulano insoportable que maltrataba a sus empleados y mafioseaba a sus rivales, pero que al final, cada cierto tiempo, sorprendía al mundo con un producto maravilloso que había sudado la gota gorda de la creatividad, y el trabajo esclavo de los chinos en sus talleres. Yo mismo poseo un ipod nano con el que recorro los campos del villorrio, alternando los podcasts de la radio con las músicas de la vida, y siempre que lo enciendo creo tener en mis manos el monolito de 2001: un paralelepípedo mágico de diseño futurista del que surgen canciones que me elevan el espíritu, o sabidurías que me hacen menos simio cada vez que lo toco.

    Pero Steve Jobs: Man in the Machine, para mi mal,  recorre durante muchos minutos esos caminos trillados que yo temía. Y aunque uno asiste interesado a la función, teme que al final no le quede nada de provecho, ninguna reflexión que llevarse a la cama, con tanta dualidad  resobada entre el prohombre y el mezquino, entre el angelito y el diablillo. Una dualidad que es falsa, además, porque Steve Jobs viene en un pack indivisible donde no pueden separarse el carácter de la soberbia, la diligencia de la obsesión. Los genios son tales porque su configuración mental es única, extraordinaria, y su creatividad es como un juego de construcciones donde quitas una pieza, una sola, incluso la más roñosa o despreciable, y el edificio entero se viene abajo. Esto, por supuesto, se lo cuentas a uno de los muchos empleados que padeció a Steve Jobs en sus neurosis, y te dirá que te vayas un poquitín a tomar por el culo. Comprensible.

    Al final, sin embargo, cuando ya todo parecía perdido en el documental, hay un entrevistado que desliza una idea original, y también terrible, sobre el legado que Steve Jobs nos dejó: tantos años hablando de la red global, de la revolución tecnológica, de los gadgets maravillosos que servían para intercomunicar a la gente, y si uno los mira bien, ahora que ya todos somos usuarios avanzados, descubre que los cacharros mágicos de Steve Jobs nos han aislado un poco más. El iPhone, el iPad, el iPod que yo mismo antes glosaba...: todos tienen en común que uno los coge y se queda embobado, tan a gustito en su universo de luces y colores, de imágenes y sonidos. La idea, pavorosa, es que gracias a estos monolitos del futuro nos hemos vuelto menos monos, pero también más autistas. Un poco como él, el fundador.





Leer más...

Avatar

🌟🌟

Avatar, en el fondo, despojada de lirismos y de arborescencias, solo es la historia de un pobre tullido -excombatiente de alguna guerra patriótica de los americanos-, al que ya no le hacen caso las mujeres de su pueblo, allá en Wisconsin. 

    Nuestro héroe, como un vecino que yo tengo, que se fue a las selvas del Caribe a encontrar el amor de su vida, se embarca en una misión espacial cuyo destino es Pandora, un planeta cuyas frondosidades se parecen mucho a las de Cuba, o a las de la República Dominicana. En Pandora, según cuentan los hombres que han regresado de allí, y según atestiguan los reportajes fotográficos del National Geographic, viven unas jatazas de mucha impresión, altísimas, atléticas, esbeltas, prácticamente desnudas en su hábitat natural. Antropomórficas hasta resultar casi atractivas. E inocentes, en grado sumo, porque ellas no conocen la maldad ni el engaño, y son como aquellas polinesias, melanesias y micronesias que recibían a la tripulación del capitán Cook con los brazos abiertos, y se prestaban al intercambio amoroso a cambio de unas baratijas fabricadas en Southampton.

    Las pandoreñas tienen muchos pros sexuales, pero también algunas contras evidentes. Está, en primer lugar, que tienen un rabo, ostensible, aunque éste, afortunadamente, les cuelgue por detrás y no por delante, lo que corta de raíz confusiones muy problemáticas, y chistes muy propicios del cuñado o del amigote. Tal rabo, por añadidura, es un apéndice muy sensible de las pandoreñas, prácticamente una terminal nerviosa que ellas utilizan para comunicarse con la naturaleza. Si se le pone un poco de imaginación humana al asunto, puede resultar un juguete sexual de primera categoría, en varios usos y circunstancias que Avatar, por ser una película para todos los públicos, prefiere obviar y mantener en secreto.

    El sol de Pandora, cuando cae sobre las pieles de sus criaturas, no las tiñe del color bronceado que resulta tan sexy para el homo sapiens, sino de un color azul-pitufo que a muchos hombres les da como repelús, como asco de sustancia química. Nuestro hombre, por fortuna, no padece de estos remilgos coloristas, que además le parecen colindantes con el racismo. Lo que le tiene más mosca es el asunto del idioma, porque las pandoreñas no dicen "mi amol", ni "mi amorsote", sólo palabras guturales que por supuesto no proceden del tronco indoeuropeo, sino de alguna civilización extraterrestre que llegó al planeta mucho antes que los humanos. Pero el lío del lenguaje tampoco va a detener las apetencias de nuestro héroe. Sigourney Weaver, antes de lanzarlo a la selva, ya le había enseñado el vocabulario básico del cortejo, y con eso es suficiente para que Neytiri, en una primera impresión, quede fascinada por el nuevo na'vi aparecido en la selva. Uno muy tímido, muy torpe, aunque encantador en grado sumo, que se comporta como si su cuerpo estuviera en un sitio y su mente en otro muy distinto...





Leer más...

O. J.: Made in America

🌟🌟🌟🌟

O.J.: Made in America es el documental de cinco episodios que narra el auge y caída de O. J. Simpson, el que fuera consecutivamente estrella del fútbol americano, actor de registro simpático, sospechoso muy sospechoso de doble asesinato, personaje ridículo que hizo caricatura de sí mismo y, finalmente, para rematar tan curioso periplo, convicto en una cárcel de Nevada por delito de secuestro a mano armada. Allí es donde ahora mora el personaje, a la espera de la libertad condicional que escriba un nuevo capítulo de sus andanzas.

    Recuerdo que aquí en España, en 1994, sólo los muy aficionados al fútbol americano sabían quién era realmente O. J. Simpson. Habas contadas. El resto de los mortales le conocíamos de las películas, de fingir que viajaba a Marte en Capricornio Uno, o de hacer el indio en Agárralo como puedas. Pero desconocíamos que ese actor había sido un bicharraco que agarraba el balón ovalado y ya no había dios que lo parase hasta el touchdown definitivo, que ni eso, touchdown, sabíamos escribir los futboleros del soccer. Pero nos pusimos al día muy rápidamente con O.J., después de ver en los telediarios aquella persecución policial del Ford Bronco. Los que andamos muy despistados por la vida llegamos a pensar que aquel pifostio -con decenas de coches patrullas, autopistas despejadas y helicópteros sobrevolando la escena- era una película que anunciaban dentro del propio telediario, a modo de patrocinador de las mentiras gubernamentales. Una peli de hostias y tiroteos en la que O. J. interpretaba el papel muy serio y muy dramático de un hombre acusado de haber asesinado a su ex-esposa y al amante de ésta. Pero luego, por la noche, repitieron la noticia que había conmovido a los americanos de todos los colores, y supimos que la realidad, una vez más, supera cualquier ficción que imagine un guionista calenturiento.



    Veinte años después de todo aquello, los protagonistas del juicio del siglo, ya canosos y arrugados, prestan su rostro y sus reflexiones a  O.J.: Made in America, para componer no sólo un retrato del propio O. J. -del que unos predican la santidad y otros advierten contra el diablo-, sino de la propia sociedad que les ha tocado vivir, enfangada en un conflicto racial que no tiene visos de terminar. Ha sido estrenarse el documental en las televisiones, y regresar a primera plana los sucesos de conductores negros afroamericanos tiroteados por la policía blanca, algunos por un quítame allá esas pajas. O. J., en su día, iba a toda hostia por la carretera -como el chulo al que cantaban Los Ilegales- armado con una pistola, farfullando un discurso inconexo, y a nadie se le ocurrió sacar el arma reglamentaria. Gracias al peso de la fama, y al respeto secular por la gente con dinero, porque no hay que olvidar que e el racismo sólo es un disfraz  del clasismo, tenemos ahora este documental cojonudo que dura más de siete horas. Impagables. 


Leer más...

Grupo 7

🌟🌟🌟🌟

Las grandes obras que nos legaron los antiguos se hicieron gracias al trabajo de sus esclavos, que trabajaban de sol a sol a cambio de un mendrugo de pan, y de un cazuelo de agua. Con el paso de los siglos, gracias a los avances humanitarios, los emprendedores los fueron sustituyendo por trabajadores mal pagados que ahora recibían amenazas en lugar de latigazos, y un cacho de carne en las fiestas de guardar. Con esta mano de obra se construyeron las catedrales, la Gran Muralla China, las vías férreas, el canal de Panamá... Y en nuestro país, como quien dice ayer por la mañana, el Escorial, o las obras del Bernabéu, o el Valle de los Caídos. Ahora mismo, en los emiratos del Golfo, un ejército de hormigas asiáticas construye los grandes rascacielos del desierto y los futuros campos del Mundial de fútbol, en condiciones laborales que harían enfurecer otra vez al abuelo Marx, si éste se levantara de su tumba londinense.


    Grupo 7 cuenta la historia de los esclavos que contribuyeron con su curro a la pompa modernizadora de España. Mientras los obreros se jugaban el tipo en los andamios de la Expo de Sevilla, construida a mayor gloria de nuestra monarquía, ellos, los integrantes de este cuerpo policial que pateaba las peores calles y los peores tugurios, limpiaban de drogadictos los futuros barrios que iban a transitar los turistas. El Grupo 7 no existió como tal, aunque está inspirado en brigadas que se dedicaron a parecidos tejemanejes. Pasados de la raya, o intachablemente constitucionales, estos tipos, por lo que se ve en la película -los apartamentos exiguos donde viven, o los bares cutres donde alternan- no parecían recibir un gran sueldo por arriesgar el pellejo cada mañana, persiguiendo a tíos por las azoteas o entrando a saco en apartamentos de mala muerte. Me imagino que las doce pagas, la extra de Navidad y el plus de peligrosidad. Y poco más... Con lo que falta -que el abuelo Marx, siempre tan técnico, llamaba plusvalía- otros se hicieron de oro a cuenta de la gloria nacional. Finalizada la Expo de Sevilla, los drogatas regresaron a sus ecosistemas naturales, como las aves migratorias, y los pabellones y recintos se fueron oxidando y derrumbando. Tanto trabajo para tan exigua fiesta. 




Leer más...

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón

🌟🌟🌟

Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no es realmente una película. Concebida en principio como un mediometraje, Almodóvar, que atareado en la Telefónica sacaba ratos de donde podía, y dineros de donde le dejaban, fue llamando a sus amigos punkis, a sus colegas travestis, a sus follamigos de la movida, para ir rellenando minutos y convertirla en una gamberrada que abriría nuevos caminos. En las ciudades de provincias nadie entendió su película, porque las tribus de Madrid eran gentes tan desconocidas como los extraterrestres, o como los aborígenes australianos. Y entre la lluvia dorada, el moco gastronómico y el concurso de pollas que el mismísimo Almodóvar presentaba al grito de "¡Erecciones Generales!", la película no duró en cartelera ni para cubrir los gastos de la distribuidora. En las ciudades civilizadas, en cambio, donde había apertura de mentes y también apertura de piernas, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón encontró un público entusiasta, comprensivo, al que le importaba muy poco que la trama fuera simplona o que los medios técnicos fueran de cuarta categoría. Aquello era un espectáculo que indignaba a los curas y soliviantaba a los meapilas, y sólo con ir a verla uno ya obtenía el diploma de tipo moderno, o de mujer enrollada.

     Sólo cinco años después de que Franco muriera dejando las pantallas como una patena, ahora salía en ellas una punky de quince años que se meaba en la cara de una urofílica murciana. Y una vecina de Madrid que cultivaba macetas de marihuana en su terraza. Y una caterva de travestidos que te ofrecían su cuerpo serrano si estaban de buenas o te arreaban con el bolso si les pillabas mal follados. Tan avanzada era para su tiempo, la provocación de Almodóvar, que incluso se pasó de frenada en algunas cosas, y ahora que estamos viviendo el retroceso del péndulo, y el cuestionamiento de las licencias, ya no se podrían rodar ciertas cosas que ahora provocan un poco el sonrojo. Entre eso, y que las parafilias sexuales ya no nos sorprenden, y que en los restaurantes hemos comido cosas peores que unos mocos, Pepi, Luci y Bom... hoy sería una película con mucho menos bombo y recorrido. El caca-culo-pedo-pis de un adolescente descarado y ocurrente. Es la maldición de las películas pioneras, que desbrozan la selva a machetazo limpio, y quedan exhaustas, para que otros fluyan tranquilamente por el sendero.  




Leer más...

Cabaret

🌟🌟🌟🌟

Hace dos semanas, en las fiestas de la Virgen, para compensar tanta pureza y tanta mojigatería del populacho, llegó a esta ciudad de provincias un cabaret de Madrid que se anunciaba en los carteles con señoritas de muy buen ver. 

    Unos porque van más calientes que el palo de un churrero, y otros porque nos habíamos quedado sin fútbol el fin de semana, el caso es que la carpa se llenó de gentes ávidas de bromas y cachondeo. Sin embargo, lo que allí nos vendieron nos dejó más bien fríos: demasiado dinero para contemplar una polla fugaz, dos tetas con pezoneras y un culo de espectador fofo que sacaron al escenario para montar un numerito. Los chistes, supuestamente picantes, ya no eran ni graciosos en mis últimos años de EGB: dobles sentidos sobre "esta noche voy a comerme un pepino", o "mañana voy a desayunar una zanahoria" (sic), que sólo celebraban alborozados los espectadores del IMSERSO, que perdían las dentaduras y las gafas entre las risotadas, mientras sus señoras, con pinta de no haberse comido una polla en su vida, se reían como comadrejas escandalizadas. 

    Los demás nos reíamos por lo bajini, para justificar un poco el precio de la entrada, mientras nos preguntábamos qué coño (con perdón) hacíamos allí, en pleno siglo XXI, ahora que gracias a internet puedes ver desnudos integrales a cualquier hora, y acceder a chistes brillantes de mentes muy ingeniosas y perversas. El cabaret, o al menos el cabaret que nosotros vimos aquel día, es una reliquia cultural que ya no tiene cabida en la modernidad.

    Eso sí: en el cabaret moderno, como en el Cabaret de Bob Fosse, siguen lanzándoles chinitas a los políticos, y a los potentados, y eso siempre es muy de agradecer. No es un mitin de los comunistas, precisamente, pero se compensa con el despechugue generoso de las artistas. Te descojonabas viendo algunas caras entre los espectadores, desencajadas ante tamaña ignominia. Allí había mucho votante de derechas que había hecho pellas de la iglesia, o que había decidido acudir para luego confesar los pecados cometidos bajo la carpa.






Leer más...

Incendies

🌟🌟🌟🌟

Antes de regalarnos Prisioneros y Sicario, que son dos obras maestras del mal rollo contemporáneo, Denis Villeneuve ya había experimentado sus atmósferas malsanas en sus películas facturadas en Canadá. 

    En este blog he contado más de una vez que yo llegué a Denis Villeneuve persiguiendo la desnudez de Marie-Josée Croze, porque soy un erotómano incorregible, y porque esta actriz siempre me pareció de una belleza excepcional. Marie-Josée mostraba sus encantos en Maelström, que era una película por lo demás muy poco erótico-festiva, más bien turbia y desangelada: el primer aviso de que Villeneuve hacía pocas concesiones al optimismo y a la alegría de vivir. Del bonito cuerpo de Maria Josée quedaron tres retazos que luego se perdieron en la memoria, porque yo en el fondo soy muy pudoroso, y muy caballero, y destruyo estas memorias indecentes nada más contemplarlas. Pero el cine de Villeneuve -que era lo importante- llegó para quedarse mucho tiempo en mis preferencias.


    En Incendies, una pareja de hermanos canadienses buscan en Oriente Próximo el misterio de su concepción. Ellos llegaron a Canadá siendo niños, y su madre, antes de morir, nunca les aclaró las circunstancias excepcionales que tejieron su ADN. Ella había huido de la guerra, de las violaciones y los bombardeos, de los tiroteos y las religiones, y ni siquiera en el lecho de muerte tuvo el valor de resucitar aquellos recuerdos. Prefirió, como en las películas de misterio, dejar varios sobres en el despacho del notario para que fueran sus propios hijos, ya mayorcitos, los que resolvieran el caso. Toda una putada, la verdad, porque los chavales, acostumbrados al fresquito del Canadá, han de vagar por varios desiertos calcinados y muchos olivares resecos hasta dar con las personas que conocieron a su madre, y comprender, por fin, con la boca desencajada, el motivo de que ella, la muy tunanta, guardara un silencio tan empecinado. Hay pasados que es mejor no menearlos.  




Leer más...

El pregón

🌟🌟

Andreu Buenafuente y Berto Romero se ganan la vida haciendo chistes entre Madrid y Barcelona, recorriendo un puente que ya es más ferroviario que aéreo, mientras que yo, atado por las circunstancias, nunca salgo de este cuadrante noroeste por donde suelen llegar las borrascas. Nunca hemos sido presentados, y nunca hemos coincidido en los contextos. Sin embargo, yo les considero dos amistades consolidadas, ya veteranas, que llevan años entrando en mi casa con su late night pletórico de gilipolleces, y ahora también con su programa de radio, donde improvisan sus filosofías y desgranan sus vivécdotas, o sus anencias, según tengan el día. 

    Cuando les veo, o cuando les escucho, siento que encajo estupendamente en su mundo de filias y fobias, de referencias y recochineos. Por debajo de sus tonterías fluye un cinismo simpático, un vitriolo azucarado, que siento muy próximo a mis propias descojonaciones, y daría un huevo, y la yema del otro -ahora que ya me he reproducido y que ninguna damisela quiere escalfarlos de nuevo-, por formar un trío cómico con ellos y recorrer los platós en una juerga de risas perpetuas y trabajo concienzudo.


    Sólo por ellos he desoído las muchas advertencias que desaconsejaban ver El pregón, algunas de ellas muy respetables. Aunque la película fuera una mierda -que no sería para tanto- yo quería verles actuar juntos, a ver qué tal se les daba el empeño. A Berto ya le conocía de Anacleto, y de Ocho apellidos catalanes, donde se curraba los personajes con mucho desparpajo, pero a Buenafuente sólo le había visto de cameísta en algunos Torrentes, que es poca cosa, y mala plaza. En El pregón, ellos son los hermanos Osorio, dos viejas glorias del techno-pop que ahora las pasan canutas para llegar a fin de mes, y que se prestan, por cuatro duros, a dar el pregón en las fiestas de  Proverzo, un pueblo de costumbres ancestrales donde se celebran romerías de la Virgen y se lanzan cabras desde el campanario. El típico desencuentro entre urbanitas y paletos que tantos réditos le proporcionó a la cinematografía nacional, pero que ahora, en pleno siglo XXI, es un recurso que ya queda muy rancio y algo ridículo. El pregón es el intento fallido de domesticar a estos dos, de someterlos a una historia que además, para más inri, no tiene ni un ápice de gracia. 



Leer más...

La Profecía

🌟🌟🌟🌟

Entre nosotros habitan los creyentes (la mayoría), los ateos (la minoría) y los satánicos (lo mejor de cada casa). Pero esta división no abarca todas las opciones doctrinales. También hay personas que sostienen extraños híbridos en materia de fe, como una tía que yo tenía, que creía en la Virgen María sin creer en Dios, cosa que en la Edad Media hubiera movilizado a todo un concilio de obispos y teólogos. También tengo un primo, no muy centrado el pobre, que se caga en Dios y en los curas durante todo el año, clamando porque algún valiente vuelva a quemarles las iglesias y los envíe al destierro como hizo Carlos III con los jesuitas, y luego, cuando llega la Semana Santa, se viste de papón para desfilar orgulloso por las calles de la capital porque dice que los ropajes le sientan muy bien, y que él está con el folklore y con las fiestas populares.

    Y luego estábamos nosotros, los adolescentes rebeldes del colegio, que hartos de tanta monserga inconcebible, de tanta fábula de milagos, dejamos de creer en Dios mucho antes de desengañarnos del Diablo, lo que nos dejó durante años en una tierra filosófica harto confusa. Y terrorífica. No es que fuéramos satánicos ni nada por el estilo: nosotros no íbamos a los cementerios de León a sacrificar gallos, ni volteábamos los crucifijos de la capilla cuando ningún profesor nos vigilaba. Más bien nos cagábamos de miedo con estas cosas cuando las veíamos en las películas, y nos cagábamos, además, más que nadie, porque al no creer en el reverso luminoso de la Fuerza, no teníamos un antídoto espiritual que oponer a tanta maldad.

    Fue por aquella época de sinsentido teológico cuando descubrimos, en el videoclub de la esquina, La Profecía. No sé cuántas veces llegamos a alquilarla, fascinados y morbosos, porque allí, en las andanzas paternales de Gregory Peck, se afirmaban los dogmas de nuestra extraña religión: que el diablo campaba a sus anchas por los laberintos del mundo, invulnerable y puñetero, y que tarde o temprano aparecería sobre un monte para declarar el fin de los tiempos, y el inicio de su Reich.  De haber visto La profecía en una pantalla de cine no sé cómo la hubiéramos superado, pero como la alquilábamos los cuatro amigos, y la veíamos en el salón de casa despatarrados por los sofás, nos echábamos unas risas que eran muy liberadoras. Luego poníamos la porno que alquilábamos sin tener la edad legal, y pensábamos que si los curas eran los encargados de condenar todo aquello, tal vez un reinado de las Tinieblas no estaría tan mal después de todo. Si el Anticristo iba a permitir, y hasta fomentar, la participación de los muchachos en aquellas orgías tan excitantes, bienvenido fuera. Las sonrisa diabólica de Damien, al final de la película, también encerraba hermosas promesas.



Leer más...

¿Qué invadimos ahora?

🌟🌟🌟🌟

Michael Moore, nuestro gordito favorito, en un extraño proceso biológico que quizá tiene que ver con su dieta, o con que los agentes de la CIA lo andan envenenando, ha terminado por convertirse en su abuela de Michigan. Se le ha puesto una pinta rara, con andares bamboleantes, y mucha piel sobrante por la cara, y eso hace que en ¿Qué invadimos ahora? sus advertencias suenen a reprimenda de grandmother americana: que mira qué bien viven los italianos y nosotros con tanto trabajo, o hay que joderse con las escuelas que tienen en Finlandia y nuestros nietos aquí, en el cuchitril, con profesoras que cobran tres dólares y hamburguesas grasientas todos los días en el  menú.

    Los críticos de Michael Moore -que son, para mi indignación, mayoría entre la prensa acreditada- lo tienen muy fácil para zaherirle en esta ocasión: "Moore, el abuelo Cebolleta", y cosas así. Yo entiendo que hay que comer, que la cosa está muy jodida, y que incluso en la prensa progresista nadie habla bien de él por no llevarse una reprimenda del redactor jefe, al que le pagan por predicar las bienaventuranzas del capitalismo. Con Michael Moore, los paniaguados ya ni se molestan en escribir nada nuevo: simplemente cambian el título del documento anterior y firman la crítica como si fuera de ayer mismo. Da grima tener que releerles cada cinco o seis años: que si Moore es un maniqueo, un manipulador, un observador parcial de la realidad... Nos ha jodido. Pues claro. El gordo entrañable tiene una visión ideológica del mundo, y a predicarla dedica su profesión de cineasta; como ellos mismos, al escribir, defienden su ideología conservadora, o fingen defenderla para no terminar en el paro. Aquí cada uno va a lo suyo.

    En ¿Qué invadimos ahora?, Michael Moore se rinde a los encantos del bienestar europeo. O a lo poco que nos queda de él. Ahora que nos parecemos cada vez más a su odiado y amado Estados Unidos, Michael, como un don Quijote con gorrita de béisbol, recorre bandera en ristre los campos de Europa para asombrarse de nuestra calidad de vida, de nuestro espíritu cívico, y en cada nueva aventura vota a bríos que él habrá de llevar tamañas maravillas al otro lado del mar. Moore, por supuesto, no ha puesto el pie en nuestro país, porque de aquí no hay gran cosa que llevarse, y hasta tiene el atrevimiento de dar una gran zancada desde Francia para posarse en Portugal, a estudiar la política nacional contra las drogas, y ningunearnos con sus santos cojones que nos tapan el sol. El sol, el sagrado sol, que es nuestra única gran aportación a la humanidad. Y la paella, y la sangría...


Leer más...

Mustang

🌟🌟🌟

Para un turco cejijunto de las serranías de Anatolia, no hay mayor desgracia que hacer un pleno de cinco hijas en cinco disparos seminales, y que las cinco, además, por esos designios insondables de Alá, sean de una belleza excepcional, o estén en la promesa de serlo.

    Mientras eran niñas, y en sus cuerpos no habían crecido las tentaciones, las cinco hermanas jugaban alegremente en las playas, en los campos, en la finca familiar, y lo hacían, incluso, con los otros niños del lugar, como si la Turquía profunda formara parte jovial de la Unión Europea. Pero una mala mañana de verano, ay, para celebrar el inicio de las vacaciones, las cinco hermanas se dan un chapuzón en la playa junto a sus compañeros de instituto, y aunque lo hacen vestidas con el uniforme escolar, y eluden cualquier contacto equívoco de las pieles o de los sexos, no pueden impedir que el agua traidora pegue sus camisas a los cuerpos, transparentándolos. Ni que una vecina ociosa, un carcamal de esos que aparecen en cualquier sitio para denunciar los usos de la juventud, lo mismo en Anatolia que en Palencia, le vaya al padre con el cuento de la ignominia. A partir de ahí, Mustang se transformará en un cuento de terror medieval, con damiselas encerradas en la torre que son ofrecidas en matrimonio al mejor postor de los contornos. Una trata de blancas en toda regla. O aún peor, de ganado.

    Uno pensaba, en su ignorancia antropológica, que esta práctica de los matrimonios forzosos ya sólo tenía lugar en la India, en el Asia profunda, o en las islas perdidas del Pacífico, y no aquí al lado, en el vecindario, al otro lado del Bósforo, donde juegan afamados futbolistas y se pasean turistas occidentales con cámaras al cuello, buscando las ruinas griegas, o las cimitarras de Solimán. Pero se ve que no, que en las montañas turcas las mujeres siguen valiendo lo mismo que las cabras o que las vacas, y que aún les queda mucho camino por recorrer, y por reivindicar. 

    Mustang, que como arte tiene un pase entretenido, y como documento un valor incalculable, continúa la larga tradición de películas que te quitan las ganas de viajar a Turquía. A Lawrence de Arabia le daban por el culo en la prisión; al estudiante americano de El expreso de medianoche lo torturaban; a los personajes de Nuri Bilge Ceylan les pueden las melancolías y los fracasos. A Ana Belén, en La pasión turca, también la daban por el culo, y por otros sitios, con tanta fuerza que terminaron desgarrándole el alma. Es ver una película ambientada en Turquía y prepararse uno para lo peor.



Leer más...

Dos buenos tipos

🌟🌟🌟

En las buddy movies tradicionales, que son esas películas donde una pareja dispareja de detectives resuelve sus casos a tiroteos y a cacharrazos, uno de los policías hace de atildado, de eficiente, de respetuoso con el marco legal, mientras que el otro va a su puta bola y se caga en las normas del régimen interno, y del régimen exterior. El primero suele ir vestido de manera sobria, con traje y corbata, y lustrosos zapatos, mientras que el segundo lleva cualquier camiseta barata y luce barba de varios días de resaca. El detective ejemplar está casado, tiene hijos, vive en una casa que es la envidia del vecindario; el detective conflictivo, por el contrario, para equilibrar el ying con el yang, es un caradura que folla a diestro y siniestro pero malvive en un apartamento de mala muerte, a veces en el mismo barrio donde compran el pan y trafican la marihuana los malotes que habrá de perseguir a continuación.

    Casi treinta años después de Arma letal, Shane Black vuelve a retomar el género de la buddy movie con Dos buenos tipos, pero esta vez, agotada ya la fórmula del contraste, ha decidido que los dos detectives sean igual de tolilis y de desastrados. Las risas que perdemos en el juego de las diferencias las ganamos en el descojone absoluto, en la chapuza laboral, en la ineficacia casi ibérica de las pesquisas. El inconcebible Gosling y el autoparódico Crowe se ven envueltos en un caso de espionaje industrial que está mucho más allá de sus menguadas capacidades, y se pasan la película metiendo la pata y poniendo cara de merluzos ante la adversidad. De hecho, se parecen mucho más a Mortadelo y Filemón que a Mel Gibson y a Danny Glover. Crowe, que es el cerebro menos disfuncional de la pareja, ejerce de Filemón adusto y mandón, mientras que Gosling, que va todo el día fumado o apijotado, es el Mortadelo que repite a todas horas "sí, jefe" y lo va embrollando todo cada vez más. 

    Dos buenos tipos es un cómic muy loco de Ibáñez en el que actúa, de estrella invitada, Sophie, la hija listísima del inspector Gadget, para hacer el trabajo profesional que su padre y el otro colega no son capaces de sobrellevar.



Leer más...

American Crime. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Aquí, en la tranquila pedanía del noroeste, no existen los problemas raciales que describe American Crime al otro lado del océano, y de la civilización. Aquí están los bobos del campo de fútbol, eso sí, que hacen uh, uh cuando un jugador de raza negra se apropia del balón, y los chinos del bazar, que te miran con recelo cuando sales de su tienda sin haber comprado nada. Y los nativos con ocho apellidos oriundos, claro, que si has nacido al otro lado del puerto, en las tierras llanas de la estepa, suelen recordarte con recochineo que las condiciones climatológicas del secano nos han privado de algún oligoelemento esencial, de alguna proteína insustituible. Son asuntos feos, innobles, de una cierta mezquindad intelectual, pero que no se resuelven en asaltos a mano armada, ni en manifestaciones reprimidas por la policía. Ni mucho menos en estos pifostios existenciales, prácticamente hamletianos, que traen a mal traer a todos los personajes de American Crime.


    La violencia racial que describe la serie, y que enzarza a caucásicos con negros, y a chicanos legales con espaldas mojadas, es una realidad muy alejada de nuestra experiencia cotidiana. Y sin embargo, las tramas nos interesan, y los personajes nos conmueven, porque hemos crecido con estas mandangas desde que tenemos uso razón, e incluso antes, cuando éramos espectadores inconscientes de lo que veíamos. Tal es así, que cuando aterrizamos en un municipio tan exótico como Modesto, en California, nos sentimos partícipes de la situación. Años y años de ficción norteamericana taladrando nuestros televisores nos han convertido, en cierto modo, en yanquis honoríficos con gorra de béisbol y Budweiser en la mano. El himno de nuestro inconsciente, por muy rojos y muy antiimperialistas que nos pongamos, es el Star-Spangled Banner

    Uno se sienta a ver Cuéntame y a los diez minutos piensa: "Sí: es mi gente, es mi historia, es mi contexto cercano, pero todos estos tipos me importan un comino". Uno, en cambio, se sienta a ver American Crime y piensa: "No es mi gente, no es mi historia, no es un contexto que yo haya vivido, ni que seguramente vaya a vivir, pero no puedo despegarme de la pantalla". Es la fuerza, simplemente, de las cosas bien hechas: de las facturas impecables, de los actores convincentes, de las actrices certeras, de los diálogos bien escritos. Atrapados por la estética, los cinéfilos de este país hemos renunciado al consumo del producto nacional, como sería menester en cualquier patriota bien nacido. 




Leer más...