Moon

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La clonación tampoco le va a poner remedio a nuestra maldita mortalidad. No de momento. Que se lo digan a este pobre minero solitario de Moon, que una mala tarde de trabajo, en el almacén secreto de la base lunar, descubre que hay cientos de Sam Bells esperando turno para cuando muera en un accidente laboral, o en un fallo orgánico causado por la baja gravedad. Sus clones le aguardan como vainas de La invasión de los ladrones de cuerpos... Lejos de sentir el gozo de la inmortalidad, al verse centuplicado y hasta miltiplicado, nuestro amigo Sam se siente más sólo que nunca, porque sabe que con su muerte se irá EL, y quien vivirá será EL OTRO, aunque éste le usurpe el aspecto, la voz, los recuerdos implantados por la empresa.

    La clonación todavía es un arte en pañales, que tardará siglos o milenios en solucionarnos la papeleta. De qué nos va a servir fotocopiarnos el cuerpo, duplicarnos el ADN, si nuestra personalidad y nuestros recuerdos se van a perder en la primera muerte como lágrimas en la lluvia. Hasta que no se invente la manera de guardar todo esto en un disco duro, y de verterlo en el nuevo cerebro como si aquí no hubiera pasado nada -una extraña resaca, o un sueño confuso- vamos a tener que seguir muriéndonos y extinguiéndonos como todo hijo de vecino, desde que el mundo es mundo. El polvo al polvo, y las memorias a la nada. 
Mientras tanto seguiremos teniendo hijos, y plantando árboles, y escribiendo libros, si queremos no morirnos del todo al morir. Remedios de abuela, parches del gran mal. Zarandajas del autoconsuelo. Como la religión, o como el eterno retorno de Nietzsche, que tiene más visos de probabilidad, pero que exige el paso por un Big Crunch en el que naceremos saliendo de la tumba, o rehaciéndonos de nuestras propias cenizas esparcidas por el mar. Un yo inverso, de sentido contrario, un oy, que empezará a ver Moon por el final de la película y luego apagará la tele al encenderla.





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Michael Moore in TrumpLand

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TrumpLand es Wilmington, Ohio, un villorrio de diez mil habitantes donde Donald Trump, en las primarias de su partido, cuadruplicó el número de votos que obtuvo Hillary Clinton. Wilmington es territorio comanche para Michael Moore, que es el azote de los conservadores, el paladín del socialismo en Estados Unidos. Pero nuestro gordo tiene un par de cojones, y una gorra de béisbol que le concede un valor temerario, y para su nuevo discurso se ha traído los bártulos al teatro principal de la ciudad, donde se enfrentará cara a cara con los votantes del empresario extemporáneo. Como si el Gran Wyoming se presentara en el centro cívico de La Moraleja para mantener un cara a cara con los peperos que lo tienen por un terrorista bolivariano. Afortunadamente para Michael Moore, ningún gordito socialista fue herido por arma de fuego en el rodaje de este documental. Que no era descartable, en semejante ecosistema.
 
    La misión de Michael Moore, por supuesto, a pocas semanas de las elecciones presidenciales, es convencer a los votantes de Donald Trump de que se lo piensen dos veces, antes de liarla. Moore entiende su frustración de clase media venida a menos. Su enfado contra el sistema económico que se ha llevado las fábricas y los empleos a otro lugar. Él mismo procede de Flint, Michigan, antiguo paraíso de los obreros del automóvil que ahora es una distopía de industrias vacías y casas destartaladas. Los páramos de Robocop. Michael Moore les grita que de acuerdo, que muy bien, que den rienda suelta a su indignación, pero que de ahí, a votar a un botarate como Trump, media un abismo de responsabilidad. Porque además, Hillary Clinton, lejos de ser la mujer guatemala frente al hombre guatepeor, todavía puede darnos una sorpresa agradable. Quién sabe.
 
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The Girlfriend Experience (serie TV)

🌟🌟🌟🌟

Para quien no lo conozca todavía, Max, mi antropoide, es un simpático mono que vive realquilado en mis entrañas. Él nunca ha conocido la vida en libertad, y todo lo que sabe del mundo lo ha visto a través de mis ojos. Durante el día se entretiene con su neumático, y con su caja de plátanos, allá en las cavernas de mis digestiones. Pero luego, por la noche, Max sube a mi azotea para ver juntos la película del día. Max suele aburrirse con mis ficciones, que están un peldaño por encima de su escalón evolutivo, y protesta por lo bajini, y bosteza con su bocaza de mico. A él le gusta el trazo grueso, la simpleza adolescente. El desnudo de una bella señorita, si hay un poco de suerte con el guión. Y es por eso que a veces, conmovido por su soledad, yo le concedo pequeños caprichos para tenerlo feliz, y ponemos en el vídeo cosas como Supersalidos, o una película de los hermanos Farrelly, o un sainete de Pajares y Esteso con destapes ochenteros de mucho reírse, que nos reconcilian para una larga temporada.

    Max se las prometía muy felices con The Girlfriend Experience, que es una serie de alto voltaje sexual inspirada en la película que dirigiera Steven Soderbergh, y que protagonizara, casi todo el rato vestida, porque buscaba un cambio de registro, y un reconocimiento profesional, Sasha Grey, la porno star más famosa de nuestros ordenadores. En la serie ya no es Sasha la que proporciona este servicio de alto standing que incluye conversación intelectual, cena con champán y polvos apolíneos en apartamentos muy modernos con vistas al skyline. Ahora la protagonista es Riley Keough, la nieta del mismísimo Elvis Presley, que es una chica guapísima que en los reclamos publicitarios aparecía más desnuda que vestida, de tal modo que Max ya estaba que se subía por las paredes gastrointestinales, y daba pequeños gritos de pre-excitado horas antes del estreno.

    En The Girlfriend Experience hay mucho sexo, sí, pero no es del que caldea las habitaciones, ni deforma los pantalones, para desilusión mayúscula de Max. Lo que acontece en esas camas de altos vueltas es una transacción económica muy educada y también muy gélida. Los hombres se afanan, sudan, tratan de amortizar los mil dólares que han pagado por cada hora de compañía, pero la señorita Christine, que es una profesional como la copa de un pino, presta su cuerpo y jalea las intentonas, mientras repasa mentalmen te las lecciones de su carrera de Derecho, que ahora tiene algo abandonadas. The Girlfriend Experience es una serie de diálogo escaso, de ambientes desangelados, de planos abiertos donde los personajes van y vienen como criaturas en un zoo de cristal. El trato es exquisito porque aquí todo el mundo es universitario como poco, y hay mucha tolerancia y mucha sofisticación en los ambientes. Pero aquí cada uno va a lo suyo. Soledades que se cruzan y se descruzan. Una serie de poso amargo que yo he disfrutado como ser humano algo misántropo, mientras que Max, aburrido como un simio defraudado, se quedaba dormidito en mi regazo. 




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Vértigo

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El otro día, en la radio, para conmemorar una efeméride cinéfila de don Alfredo, preguntaban a los oyentes por su película preferida de Alfred Hitchcock. Las mujeres, como tenían opiniones diversas, unas decían que tal y otras que cual, en alegre y fructífero disentir. Pero los hombres, como puestos de acuerdo antes de comparecer, como un ejército disciplinado que desfilara coordinado ante el micrófono, respondían invariablemente que Vértigo. El locutor, sorprendido ante la unánime opinión, inquiría a los oyentes por sus razones concretas, pero nadie acertaba a explicarse del todo: "Simplemente me gusta", o "Es enigmática", o "No sabría decirlo". El programa terminó sin respuestas, pero había dejado claro que la película menos hitchcockniana de don Alfredo prevalece sobre todas las demás a este lado masculino del Misisipi.

    Después de tanto crimen, de tanto suspense, de tanta muerte en los talones y tanto pajarraco apostado en las alturas, el legado que don Alfredo dejó a las generaciones futuras es el arquetipo universal del hombre enamorado de una mujer rubia. El personaje de James Stewart, que persigue a su amada por las calles de San Francisco como el propio Hitchcock perseguía a sus actrices con el dolor presentido del rechazo, es el trasunto de todos nosotros, los espectadores que nos ponemos en su piel y entendemos perfectamente su pasmo, su idiotez, su cara de gilipollas en la contemplación arrobada de Kim Novak. Desde que el primer troglodita cayera fulminado ante la visión de una cromañón rubia que recogía agua en la fuente, o despellejaba el conejo recién cazado en el bosque, los hombres de cualquier época y de cualquier cultura hemos sufrido parecidos vértigos de enamoramiento y obsesión. Y mucho más aquí, en las proximidades del Mediterráneo, donde hasta hace poco aparecía una sueca despistada, o una americana aventurera, y se declaraban tres días de fiesta oficial en el pueblo, y tañían las campanas, y reventaban los cohetes en el cielo. 

James Stewart, en Vértigo, sólo es la versión estilizada, anglosajona, de metro noventa y pico y ojos azules, de aquel Alfredo Landa que se llevaba sofocones de deseo en nuestras playas del desarrollismo.


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El olivo

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Las mujeres que entran en este blog -la mayoría de ellas por casualidad, o por curiosidad malsana- no dejan ningún comentario porque son muy educadas, o porque la indignación enreda sus dedos, pero yo sé que salen decepcionadas al ver que aquí se habla mucho de directores y muy poco de directoras. Y tienen razón, mis visitantas. El cine dirigido por mujeres, que ya es escaso en las pantallas, es todavía más escaso en estos escritos míos, que encuentran mayor complacencia en las películas donde un hombre se pone tras la cámara. Yo, lo confieso, me siento más cómodo con la visión masculina de la realidad, quizá porque soy hombre y padezco las mismas miopías oculares y las mismas estrecheces mentales. No soy yo, que diría Homer Simpson, sino el metabolismo de mi testosterona.

    Una de ellas es Sofía Coppola, la hija de don Francisco, que tiene una extraña habilidad para mezclar el clasicismo de su padre con el rollo acelerado de la modernidad. La otra, que es producto nacional, autora de grandes películas en el pasado, es Icíar Bollaín, una mujer tan inteligente y chisposa que da gusto escucharla o leerla cuando le hacen una entrevista. Cuando Icíar habla sobre cine, o cuando diserta sobre la vida, uno siente que esta mujer tiene las cosas muy claras, y muy correctas, y experimenta una envidia malsana por Paul Laverty, su compañero sentimental, que es un rojo peligroso que se ganaba la vida escribiendo guiones para Ken Loach, y que ahora también los escribe para la madre de sus retoños.

   Laverty es un tipo inteligente que ha comprendido que la guerra está perdida; que la izquierda ha sido derrotada en las decisiones importantes y que a los bolcheviques ya sólo nos queda la satisfacción de ganar alguna batalla simbólica, alguna reyerta sin importancia, como ésta que nos cuentan en El olivo, que casi no es victoria ni es ná. Un consuelo para tres pobres desgraciados, como mucho. Lo que no acabo de entender es que este matrimonio tan preclaro y combativo, que debería firmar obras maestras del cine protestante, se haya conformado con una película tan bienintencionada como blandengue. El olivo es ñoña, obvia, de una poesía muy cursi y desgastada. Un simbolismo ecologista de tercer curso de Primaria. Muy poca cosa, viniendo de quien venía.



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Palombella Rossa

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Nunca he vuelto a encontrar al Nanni Moretti de Caro Diario, o de Abril, que son dos películas maravillosas que guardo como tesoros en mi estantería. El cineasta que vino después se perdió en el humor bufo y tontorrón, o se volvió un dramaturgo trascendente como hay otros cuarenta mil rondando por los festivales. 

    El Nanni Moretti anterior a todos, como éste de Palombella Rossa, es un tipo simpático que sin embargo cuenta historias muy apegadas a su biografía personal, con simbolismos, onirismos, pelusillas indescifrables de su ombligo, o argumentos muy relacionados con la política italiana del momento, que para un españolito del montón es el asunto esquemático de un Partido Comunista que siempre perdía y una Democracia Cristiana que siempre ganaba bendecida por el Papa.

    Palombella Rossa es el relato felliniano, o buñuelesco, de un partido de waterpolo que enfrenta a la izquierda con la derecha política. Moretti, que es el delantero boya que recibe las hostias más cruentas de los democristianos, marca unos bonitos goles de vaselina (palombella) que son la delicia del público, y la alegría de sus compañeros. Unos goles muy rossos que luego, como en la vida real, no sirven para nada, porque la derecha -siempre favorecida por el árbitro, y siempre unida ante la adversidad- se las acaba arreglando para ganar las competiciones de largo aliento. 

    En Palombella Rossa, Nanni Moretti hace examen de conciencia de su activismo juvenil, y se coloca en una postura incómoda de izquierdismo crítico y solitario. Allá en la piscina del waterpolo, Moretti monologa, dialoga, hace cruces de sus errores o planea propósitos de enmienda. Es una pura verborrea, un puro dolor de cabeza, que él mismo rompe en un par de ocasiones harto ya de no llegar a ninguna parte. Es entonces cuando la película se vuelve poética, hermosa, y nos recuerda, como dijo Truffaut, que siempre es preferible el reflejo de la vida a la vida misma. Qué nos importan ya las políticas, las reyertas, las discusiones bizantinas, cuando el doctor Zhivago cae fulminado por un infarto persiguiendo a Lara por las calles de Moscú. La realidad queda suspendida, ante tamaño drama, y se vuelve pedestre e insignificante. Qué nos importa ya el circo, la cháchara, el festival de los gobiernos y los telediarios, si en la megafonía del estadio suena la canción más hermosa de todos los tiempos, el  I'm on fire de Bruce Springsteen, y ya desprendidos de todo, y de todos, sólo somos ese hombre muerto de deseo que le canta maldades a su chica. 



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Cosmos

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Yo de niño quería ser astrónomo. Vivir en lo alto de una montaña, dos mil metros por encima del mundo y de los hombres, como Nietzsche soñaba vivir en Sils Maria. Yo quería estar en este mundo sin estar en él, como los monjes en el monasterio, o los fareros en el faro. Vivir más pendiente de las estrellas que de las personas, porque yo, de niño, a las personas ya las intuía desconcertantes y poco propicias. Yo quería ser astrónomo para vivir en el observatorio, encaramado al telescopio, entregado a la persecución de las trayectorias y los mundos. Yo, que antes había querido ser soldado inmortal, y futbolista de poca brega, y ayudante de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando conocí a Carl Sagan en la tele decidí que ése tipo era mi futuro, mi vocación, mi escapatoria feliz de la vida. Yo quería saber las mismas cosas que él, y explicarlas con el mismo entusiasmo pedagógico. Con él tuve la certeza, ya nunca desarraigada, de que los secretos del Universo son los únicos que importan, porque todos somos, en el fondo, Universo, átomos de estrellas que se recombinaron en nuestros cuerpos y que dentro de varios eones, cuando el sol se apague y la tierra se convierta en cenizas, regresarán al vacío interestelar para formar parte de algo nuevo. He aquí la verdadera reencarnación, y la verdadera promesa de un más allá.




    En los tiempos de Cosmos, nuestro televisor era en blanco y negro, y en él el espacio se veía gris y aburrido, y las galaxias blancas y monótonas. Pero me daba igual. En las enciclopedias del colegio recuperaba los colores que la tecnología catódica nos hurtaba, y así, repintado con Plastidecor, el universo era un mundo fascinante en el que yo deseaba perderme para encontrarme. Yo ya no quería salir a la naturaleza con Félix Rodríguez de la Fuente, con tanto bicho peligroso que andaba suelto, ni viajar a bordo del Calypso de Jacques Cousteau, que sólo de pensarlo ya casi me mareaba, yo que potaba en todos los autocares cuando íbamos a Gijón en los veranos. No. Yo con diez años quería ser astrónomo, y con una convicción apabullante respondía a los adultos que se interesaban en mi porvenir. Pero hubo un día maldito en el que olvidé por completo mi cometido, y en la adolescencia estúpida perdí de vista el sueño de la astronomía, y erré el camino de la felicidad. Seguí un sendero tortuoso, improductivo, básicamente vacío, que me ha conducido hasta aquí, hasta este ordenador que es mi confesionario y mi pañuelo de lágrimas. Cada vez que vuelvo a ver Cosmos ya no veo a Carl Sagan didáctico y vehemente, sino el reflejo, fantasmal, de un tipo fondón y triste que ya no tiene perdón ni remedio. 


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Tigres de papel

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Allá por 1977, en los albores de la Restauración Borbónica, los españolitos que pegaban carteles comunistas en las primeras elecciones generales se lanzaron a probar las costumbres tanto tiempo prohibidas por la ley, y por la Iglesia. Algunos lo hicieron porque sentían el impulso o la necesidad, pero a otros, como los protagonistas de Tigres de papel, les movía simplemente la curiosidad, o el afán de experimentar. O el placer de tocar los cojones a los guardianes de la moral, que todavía blandían un arma en la mano y un hisopo en la otra. Estos simpáticos personajes de Fernando Colomo, si tienen que fumarse un porro, se lo fuman; si tienen que apuntarse a una orgía, se apuntan; y si tienen que separarse del pariente, o de la parienta -que no divorciarse, ojo, porque hasta 1981 no se tramitó la ley que lo permitía-, se separan.

    A Carmen Maura y su trupé de moscones les bastan dos broncas y una desavenencia para tomar la decisión de largarse de casa y experimentar esa sensación excitante de saberse libres, tras tantos años de estricta vigilancia legal, y vecinal. Como son ciudadanos majos y enrollados, las rupturas no son nada traumáticas ni virulentas, y de vez en cuando, cuando aprieta la soledad, las parejas firman un armisticio para aliviar las penas y sofocar los instintos. El buen rollo preside estas des-uniones a-legales que tienen más de protesta que de convicción. Porque en el fondo estos personajes se quieren, y se estiman, y si viven en casas separadas es porque se lo pueden permitir. 

    Tigres de papel, en algunas cosas, se ha quedado muy obsoleta y aburrida, porque cuarenta años de reyes y legislaturas nos contemplan. Pero en el asunto de las separaciones conyugales es una película muy moderna, muy envidiable. Hoy en día, con el mercado inmobiliario paralizado, no hay nadie que coloque un piso en venta, y casi nadie que pueda permitirse una hipoteca y un alquiler al mismo tiempo. Así que las des-parejas modernas se ven obligadas a vivir  bajo el mismo techo, por falta de jayeres, y tienen que ver las películas en el mismo sofá compartido, con más o menos distancia entre los cuerpos, según el humor, y el aguante.



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