Black Mirror: Hang the DJ

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En los tiempos en que busqué el amor por internet -porque la vida real era aún más fría que la vida virtual-, di con una afamada web en la que había que rellenar un cuestionario que te ocupaba dos mañanas enteras. Películas y músicas, manías y virtudes, deseos y renuncias… La casa ideal, la noche perfecta, el fin de semana soñado... Tu disposición ante los desafíos, ante las amarguras, ante las menudencias de la vida... El sexo ideal, el número de hijos, la renuncia futura o presente a tenerlos... Llegaba a ser entretenida, esta disección de uno mismo que duraba horas y horas. Pensabas en cosas en las que jamás habías reparado, y surgían inquietudes que llevaban años larvadas en tu interior. Había que desnudarse por completo ante la aplicación, más allá de la piel, hasta las vísceras, y hasta el alma incluso, en un proceso más vergonzoso que desnudarse ante la mujer desconocida.


    Después de este esfuerzo introspectivo, se suponía que un algoritmo muy sofisticado, con muchas letras algebraicas y muchas incógnitas despejadas, te emparejaba con las mujeres más afines de tu entorno cercano. Se suponía que más allá del 70% de correspondencia uno empezaba a sentir el prurito del amor, o al menos el pajarillo de su posibilidad. Luego, por supuesto, nadie contactaba, o si contactaba, se arrepentía en la segunda conversación, atenazada por la duda o por el miedo, y al final todo quedaba en un juego de adolescentes timoratos o gilipollas. 

Charlie Brooker, en Black Mirror: Hang the DJ, ha decidido subsanar este malfuncionamiento. En ese futuro suyo -que esta vez es utópico y no distópico- uno, para encontrar el amor, pone en juego su propia copia virtual: un tipo idéntico, calcado, con las mismas virtudes y los mismos pecados, solo que hecho de bits y no de carne. Mientras el ser humano real ronca su sueño, o cumple con su trabajo, o se entretiene con las películas, allí abajo, o allí arriba, en el mundo paradimensional de las simulaciones, tienen lugar verdaderas batallas afectivas y sexuales entre los usuarios de la aplicación. Los avatares follan, desfollan, se separan, se arrejuntan, se odian y se aman, y después de 1000 convivencias que duran un nanosegundo o un milenio completo, la aplicación elige a la persona con la que tienes altas probabilidades de terminar gozosamente. Pero sólo eso: probabilidades. La tecnología de Black Mirror sólo te facilita la primera cita. Luego todo depende del feeling, de la intuición, de conceptos muy escurridizos y poco manejables donde realmente te juegas las habichuelas del amor.





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Todos queremos algo

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Cualquier cosa que hacemos los hombres está encaminada a impresionar a una mujer, o a elevarse por encima de otro hombre para conseguirla. No hay nada más en la vida. Lo demás es guardar colas, tomar alimentos y dormir lo suficiente. 

Para dilucidar estas oposiciones sexuales nos hemos inventado juegos, deportes, desafios, destrezas artísticas. Sentidos del humor. Un medirse las pollas que jamás conoce descanso. Los que saquen la plaza accederán a las mujeres más deseadas; los demás, habrán de ocupar puestos de interinidad y esperar su turno en el banquillo. O conformarse con lo que venga. Entre los hombres - incluso entre la pandilla de amigos más unidos-  todo es una competición soterrada, solapada, que no suele terminar en agresión porque vivimos en sociedad y hay unos señores vestidos de policías que te enchironan si te cabreas. Cuando alguien con más méritos nos birla a la señorita que añorábamos, solo nos queda la envidia, la frustración, la rabia del secundario, y hay quien convierte esto en una neurosis incapacitante o en una obra maestra de la literatura, según el talento de cada cual.

Todos queremos algo viene a ser la segunda parte no confesa de Boyhood. ¿Qué sería del muchacho Mason -nos preguntábamos- cuando llegara a la universidad y se viera rodeado de una caterva de compañeros que sólo piensan en follar? Pues que se perdería en la locura de los primeros días, claro, como todo hijo de vecino, Llevado por las malas compañías frecuentaría los baretos universitarios, los pisos de estudiantas, los descampados de frenética actividad. Aprovecharía los últimos días del verano para conocer los andurriales, repartirse los dormitorios, y sobre todo, medirse la polla con los demás. Y cuando uno dice medirse la polla, el abanico de actividades se hace casi infinito. Esta pandilla de hormonados que rodea a Mason -aquí llamado Jake- probará todos las variantes en apenas dos horas de metraje: desde las más elevadas como la práctica del béisbol o la erudición musical, hasta las más bajas como la ingesta alcohólica o la emulación de Tarzán en los bosques del contorno. 

Todos queremos algo es un episodio de National Geographic sobre la fauna universitaria que se golpeaba el pecho y gritaba sus ardores allá por la era geológica de 1980.



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Black Mirror: Cocodrilo

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La privacidad fue asesinada por el teléfono móvil. O más bien por el teléfono móvil con cámara. Porque sí: hubo un tiempo infeliz, pero tolerable, en el que los móviles daban por el culo con sus sintonías horribles y sus usuarios pelmazos, pero no tenían una cámara que recogía los pecados o pecadillos cotidianos. Podías ir distraído por la vida sin correr peligro, como cantaba Serrat, y sacarte un moco en la vía pública o mearte en la esquina de los borrachos, y era tu palabra contra la del testigo. Que yo le he visto, gamberro, y yo le digo que usted me confunde, señor mío. 

Sólo las cámaras de la tele, o de la sucursal bancaria, o la foto tomada de casualidad por un turista japonés, podía pillarte in fraganti con el gesto retorcido. Todo lo demás se quedaba en un careo de voces peatonales. Quedaba la memoria, sí, el archivo mental de lo que jurábamos haber visto por la gloria de mi madre, pero la memoria es flaca, caduca, deformable. Las emociones pintan los recuerdos de colorines o los degradan en una escala de grises. Las emociones aportan datos inventados o sustraen hechos fundamentales. La memoria no es fidedigna, y siempre que la traducimos al lenguaje se convierte en literatura de ficción.

    En Black Mirror: Cocodrilo, los humanos ya viven la época de la post-transcripción de la memoria. Durante unos años que suponemos muy duros en la lucha contra el crimen, la policía aplicaba un electrodo en tu cerebro y extraía del disco duro la imagen borrosa de un recuerdo decisivo. Si habías visto al terrorista, al asesino, al ciudadano que no recogía las cacotas de su perro, tu testimonio tenía valor de prueba y con eso los jueces tiraban para adelante. Pero todo aquello quedó en agua de borrajas. La memoria seguía siendo traidora, influenciable, y con el tiempo perdió su carácter de prueba indiscutible. Ahora, en Black Mirror, la maquinita de extraer imágenes ya sólo la usan las compañías aseguradoras para indemnizar o no a quien asegura haber sufrido el accidente que lo hará millonario. Se buscan testigos de la escena y se les aplica el electrodo de marras.  El problema surge cuando el testigo tiene algo horrible que ocultar, y en el visor del cachivache aparecen recuerdos que no pertenecen al asunto de la aseguradora: ciclistas atropellados, tipos estrangulados, sangre goteando de las manos…







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Verónica

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Verónica cuenta dos historias de terror. Y la más aburrida, para mi mal, es la que se lleva gran parte del metraje. La que protagoniza propiamente Verónica, la chica de los gritos y las contorsiones. La chica que huye de los espíritus malignos, de la monja con glaucoma, de las sombras del pasillo. Lo archisabido, vamos. Y eso que esta vez, para variar, no se trata de una casa encantada, ni de una cabaña en el bosque, sino de un piso obrero de Vallecas con fantasmas de muy poca alcurnia y apellidos muy de andar por casa. Verónica es una película de terror al cuadrado porque además transcurre en habitaciones minúsculas, con sofás de escay, baños con orines y suelos que necesitan dos manos de amoníaco para recuperar el brillo de la primera pisada.

    La historia que da verdadero pavor es jusgtamente esa: la pobreza, la precariedad, la esclavitud de los pobres, y no la mandanga de los poltergeists y los sustos de los cojones. Lo que da canguelo es la vida de Ana, la madre de Verónica, esa mujer con cuatro hijos que nunca está en casa, y que cuando está, sólo lo hace para dormir, y para sobrellevar los dolores de cabeza. Ana trabaja a destajo en un bareto de mala muerte, con horarios imposibles y descansos inexistentes. Se ha quedado avejentada, jodida por su marido ausente, y ha delegado las labores del hogar en Verónica, su hija mayor, a la que explota con todo el dolor de su corazón. Ana es una currante de manos callosas y ojeras como mochilas que no se entera de nada hasta el penúltimo fotograma de la película, tan cansada como va, tan derrotada como viene. 

Verónica, su hija, no se vuelve tarumba porque el espíritu del mal se haya colado por la rendija de la ouija, ni porque su primera regla le esté poniendo el sistema hormonal patas arriba. Verónica es una víctima colateral de la explotación de la clase obrera, que ahí sigue, recrudecida, desde los tiempos del bisabuelo Karl. La chavala, simplemente, ya no puede abarcar más: tres hermanos que cuidar, unos estudios que cumplir, unas amigas que contentar… Sin un minuto libre, al límite de su exuberante energía. Una olla a presión que dejará salir el vapor por el lado torcido de la realidad. O de la irrealidad...




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Black Mirror: Arkangel

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Hay padres y madres que confunden su oficio de progenitores con el otro más peliculero, y mucho más especializado, de detective privado. De algún modo irracional y exagerado, salen del paritorio con la convicción de que, junto a los papeles necesarios para la inscripción en el Registro, viene expedida una licencia para ejercer la profesión de metomentodo. Quieren saberlo todo, verlo todo, no perderse ni un ápice de la experiencia. Algo comprensible cuando el niño es un bebé, una monada sonrosada que precisa toda nuestra atención. Pero un trastorno obsesivo, o una manía persecutoria, cuando pasan los años y quieren convertirse en su Gran Padre o en su Gran Madre al estilo del Gran Hermano de Orwell. E incluso al estilo del Gran Hermano de Mercedes Milá. Son gente insegura y maniática hasta el ridículo. A veces les puede más el miedo que la vergüenza. Desde que Madeleine McCan desapareciera hace once años en el Algarve de Portugal, estos casos se han multiplicado como los panes y los peces a orillas del Tiberíades.


    Cuando sus hijos empiezan a explorar el entorno, y a perderse de vista en los rincones y en los laberintos de los parques infantiles -y ya no te digo nada cuando empiezan a salir con los amigos o a participar en excursiones escolares- estos padres sueñan con disponer de un invento tecnológico como el que se describe en Arkangel, el episodio 4x03 de Black Mirror según la nomenclatura internacional. A día de hoy, para conseguir resultados parecidos, y saber constantemente que está haciendo nuestro hijo, habría que estamparles un teléfono móvil en la frente, sujetarlo con fuerza para que no se cayera ni se girara el ángulo de grabación, y amenazar a su portador con las penas del infierno si osara desprenderse de él o tapar el objetivo con un chicle mascado, para que nosotros, en otro monitor, podamos seguirle y calmar nuestra ansiedad de padres ausentes. 

    En el futuro maravilloso pero terrible de Black Mirror, basta con implantar un microchip en el cerebro, de un modo indoloro e instantáneo -casi como se hace con el microchip de los perretes- y recoger toda la información visual en una app antológica para la tablet. Una grabación continua de 24 horas al día. Muy simpático, el invento, cuando el retoño juega al escondite o hace sus caquitas en el orinal. Mucho más problemático, y mucho más jodido de soportar, cuando el chaval -o la chavala- empieza a hacerse pajas antes de dormir o se acuesta con su primer noviete -o novieta- de la adolescencia. 





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Perdida

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Acabo de ver la primera temporada de Mindhunter y he caído en la cuenta de que David Fincher ha empleado la mitad de su filmografía en retratar a psicópatas cometiendo sus tropelías, o disimulando que las cometían. O, como en este caso, confesándoselas a los investigadores del FBI. 

En Seven, John Doe perpetraba un asesinato por cada pecado capital que los primeros cristianos consignaron como tales, y menos mal que dejaron la lista en sólo siete, con la cantidad de vicios que corren por el mundo. Zodiac, en la película del mismo nombre, permaneció para siempre en el limbo de los anónimos, quizá porque era muy listo, o muy afortunado, o un imbécil integral tan errático como una mosca cojonera. En la primera temporada de House of Cards, Frank Underwood se miró ante el espejo con aires de megalomanía y se conjuró para ser presidente de los Estados Unidos costara lo que costara, cayese quien cayese. Y en Millenium, para completar esta plantilla de psicópatas ilustres, Martin Vanger, el extranjero en este equipo de galácticos, confiesa ante el periodista Blomkvist sus glorias asesinas por los campos nevados de Suecia.

Y no para ahí la cosa: tres años antes de recaer en Mindhunter para dirigir tres episodios y ejercer de productor ejecutivo, David Fincher, quizá para completar su tesis doctoral, retrató la personalidad de una mujer llamada Amy Dunne que aporta nuevos matices y nuevas enjundias a esta orla de licenciados en psicopatía. Casada con un panoli de la América Profunda que tiene ínfulas de escritor, la señorita Amy, que iba para gran dama en Nueva York y se quedó en clase media de Missouri, vive la vida mediocre de un matrimonio que se desgasta entre la ruina de los sueños y la rutina de lo cotidiano. Y los escarceos infieles del señor Dunne, claro, que ahora prefiere a una señorita más joven y de pechos más impetuosos. Hasta el momento de descubrir el affaire, Amy Dunne sólo era una niña malcriada de Nueva York, una pija canónica de mucho cuidado, pero a partir de entonces, un cable en su cerebro hará conexión con la zona muy oscura de los instintos criminales.





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Mindhunter. Temporada 1.

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Como la serie está basada en un libro que no parece demasiado gordo ni tiene segunda parte conocida, empecé a ver Mindhunter creyendo que sólo constaba de una temporada. Una cosa de agradecer en estos tiempos de ficciones que se estiran  sin que uno encuentre el tiempo ni las ganas de terminarlas. Pero me equivoqué... Lo que cuentan en Mindhunter es demasiado complejo, demasiado perturbador, y sus creadores, con diez horas de metraje, casi no tienen tiempo ni para exponer las primeras liturgias. asesinas. Así que habrá una segunda temporada, y posiblemente una tercera, porque el bicho del horror -como el xenoformo de Ridley Scott- crece en cada episodio como una criatura de pesadilla.

    Pero uno, en lugar de bufar de fastidio, y de maldecir la hora en que tomó este barco que abandona aguas territoriales, aplaude con regocijo de espectador satisfecho, de teleadicto cautivado, y no le importa añadir Mindhunter a la lista de series que habrá que guardar en la carpeta otras veces cansina de Continuará...

     Holden Ford, el agente del FBI que decidió abrir los melones de los asesinos en serie a ver qué había allí dentro, tal vez pensaba que su trabajo iba a consistir en sentarse frente a unos cuantos convictos, cotejar datos sobre su infancia traumática o su adolescencia perturbada, y crear una ciencia predictiva sobre cómo se forman -o se deforman más bien- estas mentes criminales. Pero en Mindhunter cada psychokiller es hijo de su madre y de su padre, y mata por motivaciones muy diferentes, y con artesanías muy variopintas. Hay tantos perfiles criminales como criminales esperando su entrevista. No parece haber un patrón, un hilo conductor, una ecuación válida que despeje la incógnita del horror. A esta nueva ciencia de los asesinos le van a hacer falta muchas entrevistas por hacer, muchas discusiones por abordar. Mucha reflexión profunda sobre si el psicópata homicida nace o se hace. Si se cuece a fuego lento o si se abrasa en un golpe de fogón. Si la culpa es del metabolismo de los genes o del mundo que me hizo así... 

Para dilucidar todo esto van a hacer falta un montón de episodios que ya tengo presentes en mis oraciones, para que los demiurgos de esta ficción no tarden mucho en pergeñarlos.


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La guerra de los Rose

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Donde ha crecido la pasión luego no puede crecer la indiferencia. En el jardín de los amantes, las flores destilan un veneno perfumado, casi imperceptible, que se filtra en la tierra con cada lluvia de primavera. Cuando las flores se marchitan, en ese campo, como en los campos que asolaban los hunos, ya nunca vuelve a crecer la hierba. Tras el paso del amor podría quedar eso: una pradera verde, insustancial, en la que no crece nada bonito pero tampoco se retuercen los espinos ni se acumulan las cenizas. Pero el veneno que fluía al mismo tiempo con el sudor y las secreciones vuelve el campo negro, improductivo, como en las tierras oscuras de Mordor. Y cuando los ex-amantes vuelven a cruzarse sólo encuentran un yermo con muchos cardos y muchas piedras para arrojarse.

    El matrimonio de los Rose se quiso tanto en los años de bienaventuranza -tan anglosajónicos ellos, tan rubios, tan atractivos- que ahora, en el toque de retirada, se odian con saña de bestias para compensarlo. La pasión ardiente se les tornó odio cejijunto. O sucede, simplemente, que el sexo disimulaba las pequeñas hogueras que se iban encendiendo cada día. Una pequeña contrariedad, una manía insoportable, un desprecio que nunca se olvidó... La vida en pareja, en definitiva. La sagrada institución del matrimonio. Al lado de ese gran sol que se encendía sobre la cama nada más llegar la noche, todos los pequeños incendios palidecían y quedaban relegados. El sexo de los Rose era una fragua de Vulcano, un alto horno de la siderurgia, y cuando un día se quedó sin carbón y terminó por apagarse, dejó tras de sí una montaña sucia de escombros. Una masa informe de reproches y cuentas pendientes. 

 Fue así como empezaron un divorcio en el que ninguno de los dos podía ganar...



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