Gloria


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Las conozco. Están ahí, en las mismas aplicaciones donde yo busco el amor. Tienen 60 años, o más, y no se rinden a la soledad. Se les enciende el pilotito verde con cierta frecuencia, afanosas, seguramente ilusionadas.  Me las imagino con su ordenador portátil tirando su caña de pescar a ver si queda algún pez lustroso por las cercanías. O me las imagino, más bien, con el candil de Diógenes, buscando un hombre honrado entre la multitud de pretendientes, uno que no se presente sólo para el bailongo y el folleteo, pero que tampoco quiera una mucama gratuita que le planche los calzoncillos. A veces he hablado con alguna que me envió un corazón nostálgico, nada sexual, nada indagatorio, sólo porque tengo esta cara de sacerdote que los maristas me forjaron, y ellas encuentran en mí un ratito de confesión, de examen de conciencia, pero sin absoluciones, claro, que ya somos todos mayorcitos, y sabemos muy bien dónde y por qué hemos pecado.



    Recuerdo, por contraste, a mi madre, que se quedó viuda a la misma edad que yo tengo ahora, 47, haciendo un juramento como de Scarlett O’Hara en la puerta de su casa: “Juro que aquí jamás volverá a entrar ningún hombre”, o algo así, y así se quedó, tan a gusto, tan a sus anchas, pero sola, sola en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza. Estas mujeres de internet no quieren cometer el mismo error. Y lo curioso es que vienen a estas páginas con un talante más abierto, menos miedoso, que el que traen por lo general sus compañeras más jóvenes. Las mujeres como Gloria, la de la película, hace ya mucho tiempo que se divorciaron del hombre que las hizo infelices, y la herida ya no supura, y la lengua ya no recuerda. O se han quedado viudas, algunas, y se han visto solas por causa sobrevenida, sin desearlo. Vienen más limpias que las mujeres de mi edad, que acaban de sufrir el abandono, el trauma, el litigio legal, y en el fondo están hasta los cojones de los hombres, aunque los busquen, y en esa contradicción lo fían todo a la aparición de un Príncipe Azul que nunca llega, que nunca se divorcia de Leticia Ortiz para pasar algún día por su villorrio. Las Glorias del mundo son exigentes, pero flexibles; resabiadas, pero cálidas. Dentro de unos cuantos años, cuando yo llegue a su edad, tal vez la fortuna me sonría por fin.



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Too old to die young


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Empiezo a ver Too old to die young con mucho entusiasmo, la verdad, porque en los primeros tiempos de este blog yo fui evangelista de Nicolas Winding Refn, que es un director danés muy expresionista que alguna vez me dejó eso, impresionado, con la saga de Pusher, por ejemplo, que hablaba de los bajos fondos de Copenhague, y con aquella salvajada de los vikingos campando por los mares que era Valhalla Rising. Luego Nicolas se vino a Estados Unidos, a hacer de las suyas, y la cosa pintaba de puta madre con Drive, que era aquella de Ryan Gosling conduciendo el Chevy Malibú para ganarse la vida durante el día, trabajando de especialista, y para ganarse a las damiselas por la noche, ejerciendo de vengador con chupa molona. Pero después de Drive, Nicolas perpetró dos películas que la crítica machacó con calificativos muy incalificables, y a mí, que voy con el tiempo justo, y vivo muy intimidado por la opinión de los sabios, se me quitaron las ganas de probar aquellos dos experimentos del danés que se expatrió.



    Por eso, cuando el otro día supe que Nicolas se había subido al carro de las series televisivas -ya sólo faltaba él, y Pedro Almodóvar- me puse la pata de palo, me hice a la mar pirata y saqueé los tres primeros episodios de su última gamberrada. En Too old to die young, además, pone el careto principal Miles Teller, que es un actor de mirada inquietante, y de rostro perturbador (este chico hubiera sido perfecto para el papel de Anakyn Skywalker en la trilogía del medio, y no aquel guaperas de facciones insulsas que la historia ya olvidó…) Pero me pongo a ver la serie y aquello… no va. Al principio tiene cierta gracia, lo de que los actores hablen muy poco, y haya silencios eternos entre las líneas de diálogo, y la cámara se recree en los paisajes urbanos de California, de tal modo que el primer episodio se va a la hora y pico de duración, casi una película, sin que haya sucedido en realidad nada reseñable: una muerte, una tía muy buena, y una investigación policial que se pone en marcha. Lo que cualquier artesano de Hollywood hubiera contado en los primeros diez minutos de su narración. El problema es que el episodio 2 es más cansino todavía, y el 3 ya no te digo nada, y cuando consultas IMDB y te das cuenta, aterrado, que esto va para diez episodios, y que restan otros siete del mismo tenor, el viejo amor por NWR se diluye en el sopor de las siestas veraniegas.



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Ártico

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Si yo, en una aventura improbable -que podría ser que la mujer de mi vida fuera finalmente lapona, o groenlandesa, viviera aislada en un iglú, y yo tras conocerla por internet, e intercambiar muchos besos virtuales, no tuviera otro remedio que sacarme el título de piloto y volar a su encuentro con una avioneta que sobrevolara los hielos mientras yo ardo de deseo en la carlinga- si yo, digo, terminara aterrizando de emergencia en mitad del Ártico a cien kilómetros exactos de donde Jesucristo perdió el mechero, y tuviera que empezar a ingeniármelas para sobrevivir con las cuatro chocolatinas que iban en la guantera -¿hay guantera en los aviones?- y poner en marcha el aparato de radio para que vinieran a rescatarme -yo que me lío incluso con el mando a distancia de la tele-, lo más seguro es que terminara convertido en fiambre congelado a los pocos días del accidente, torpe, impaciente, abrumado por la fatalidad. Perdería el primer día cagándome en todo, incluso en lo más sagrado, allí que no hay nadie para condenar tales juramentos, y en ese esfuerzo inútil de arreglar cuentas con el destino se me irían un porrón de energías. Al día siguiente, como Mads Mikkelsen en la película, recordaría que bajo el hielo ártico no hay tierra, sino mar, y que por allí pululan peces con una capa de grasa que los protege de la congelación. Improvisaría una caña con los cachivaches del avión y me pondría al asunto, usando de cebo a saber qué, porque moscas y gusanos no forman parte de la fauna polar, y sólo la fortuna de un primer pez que se abalanzara sobre el anzuelo desnudo me otorgaría medio pescado para comer y medio pescado para usar como carnaza. Sería un buen comienzo, sí, pero resulta que yo nunca he pescado, ni cazado, que jamás he practicado nada relacionado con la supervivencia en la naturaleza, yo que siempre he preferido el supermercado, y el frigorífico, el lado comodón de la vida. Algo se torcería en la pesca, y algo se jodería en la radio, y la ventisca pertinaz impediría que me sobrevolaran los rescates, y si encima, como sucede en Ártico, tuviera que hacerme cargo de una mujer también estrellada con su avión -quizá otra usuaria de Meetic que también vino a conocer a su lapón, o a su groenlandés, harta ya de los machos ibéricos- la situación ya se volvería inmanejable para este bloquero tan inútil como poco aventurero.




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La invasión de los ladrones de cuerpos

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Tuvo que ser por 1981, o por 1982, pero un lunes por la noche, eso seguro, porque era el día que mi padre tenía su día de descanso, y era costumbre en mi casa cenar todos juntos frente a la tele, viendo una película en el salón, en la mesa redonda que no estaba hecha para dar gusto a todos, unos cenando frente a la pantalla y otros torciendo tanto el cuello que al final de la película te daba la tortícolis, o la tontícolis, que decía mi padre, todo el puto día quejándoos…

    Los lunes por la noche, en La 2, que entonces llamábamos la Segunda Cadena o el UHF, -que a mí aquello me sonaba a nombre de equipo nórdico, el UHF Goteborg o el UHF Oslo- Chicho Ibáñez Serrador emitía películas de miedo en Mis terrores favoritos, clásicos que el mismo prologaba con unas performances que vistas ahora parecen algo ridículas, sentado en un sofá y acariciando un gato, hablando con el acento malvado de los archienemigos de James Bond.  A mi padre le pirraban aquellas películas en blanco y negro porque las había visto en su juventud, en los cines de León, o ya de mayor, en el mismo cine donde trabajaba 6 días a la semana, fines de semana incluidos, que nosotros jamás conocimos lo que era el domingueo o el viaje al pueblo de vacaciones.



    Dado que nosotros vivíamos tres pisos por debajo de la antena colectiva, y que a decir de los técnicos no podíamos ver el UHF porque los de arriba nos “chupaban” la señal, mi padre improvisó una antena que consistía en un aro de cobre insertado en un bloque de mármol que vivía a la intemperie, en el poyete de la ventana, para captar los electromagnetismos que luego en la tele se convertían en películas como La invasión de los ladrones de cuerpos. A mí, a esa tierna edad de 9 o 10 años, las películas de Chicho me producían luego pesadillas en la cama. Esa noche, la de los ladrones de cuerpos, creo que fue la primera de mi vida que pasé en vela, antes de las depresiones y los desamores, convencido de que si me dormía, aunque sólo fuera un instante, la vaina que sin duda latía bajo la cama daría a luz a mi sustituto, un Alvarito Rodríguez idéntico a mí, con sus gafas y su tontuna, pero no yo, el de verdad, el que quería seguir viviendo aunque a la mañana siguiente hubiera que ir la colegio, un chaval que sería fagocitado, o disuelto, o sacado por la ventana camino del cementerio, eso no se sabe muy bien, porque en la película, que es un clásico, pero es cutre a más no poder, tampoco explican las cosas con mucha coherencia.



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Moonrise Kingdom

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Hay dos razones por las que me gusta mucho Moonrise Kingdom sin haberme gustado nunca, especialmente, Wes Anderson, que es un director tan rarito y original que a veces me cuesta mucho seguirle, y no sé muy bien en qué tono cuenta sus historias, si con la ternura del humorista chorra o con el humor del sensiblero avergonzado.

    El primer mérito de Moonrise Kingdom es que sus protagonistas, Sam y Suzy, son dos rapaces que vienen a ilustrar una teoría que yo expongo mucho por los bares, a los amigos, y por los foros de internet, a los amores imposibles: que la madurez no es un rasgo de carácter que se aprenda o que se adquiera con el tiempo, sino que viene inscrito de algún modo en el código genético. Hereditario pues. La gente nace madura o no nace tal, y punto. Y a quien Dios se la da, San Pedro se la bendice. La gente que asegura haber madurado tras los golpes de la vida y los infortunios del destino, en realidad está descubriendo una madurez que ya preexistía, quizá escondida en algún sitio, o se está engañando a sí misma, y cree poseer una madurez que en realidad no va a disfrutar jamás. Mi teoría, por tanto, asegura que hay niños de doce años como Sam y Suzy que tienen las cosas muy claras, el aplomo y el coraje, y también tipos como yo que, con treinta y cinco castañas más en el cesto, todavía no acierta a desenredar sus propios pensamientos, ni a convertirse en hombres de acción.



    La otra razón por la que me gusta mucho Moonrise Kingdom es que la película, contada en sinopsis, es la historia de un chico gafotas y torpón que en el momento más bajo de su autoestima, harto ya del campamento de los Boy Scouts y de las humillaciones continuas que allí son costumbre, conoce a la chica de sus sueños. Pero lejos de ser rechazado, y de sufrir una nueva humillación -esta más dolorosa todavía-, ella, Suzie, que por su belleza había nacido destinada a ser la novia del matón oficial, o del guaperas picaflor, le corresponde con su amor en una fiesta de los sentimientos. El problema es que ambos se han enamorado como adultos antes de tiempo, justo al borde de la edad reproductiva, y mucho antes de la independencia económica, y eso, claro está, trae conflictos irremediables.


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Del revés

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Del revés… Los chavales se lo pasaron en grande con la película, las piruetas y los hostiones, y además aprendieron algo de psicología con los colorines de las emociones básicas, y los mapas del tesoro donde se esconden los recuerdos. Pero todo ello subliminalmente, claro, con mucha maestría de los guionistas, y del director, que en Pixar siempre fueron muy hábiles para esas cosas, porque si los chavales llegan a enterarse de que estaban en el cine aprendiendo cosas de clase, en su tiempo sagrado del asueto, hubieran quemado las butacas con los mecheros que guardaban en los bolsillos. O eso es, al menos, lo que hacían los cafres de mi barrio, a su edad…  



    A su lado, mientras tanto, los padres y las madres se tomaban el título como una alegoría de su propia vida: del revés el matrimonio, el sueldo, la lorza que se expande. El reloj de arena, volteado otra vez, que va desgranando la arena finita, tic, tac… El título arraigó, hizo fortuna, y ahora mismo, en las redes sociales del amor, hay muchas mujeres que lo han adoptado como nombre de guerra, Del Revés, o Delrevés. En la bocana de los cuarenta años, o ya amarradas a esa edad, te cuentan sus divorcios, sus ataduras, el derrumbe de sus ilusiones… Están tal cual, del revés, dadas la vuelta, como noqueadas, como cuando te despiertas de una pesadilla muy convulsa y apareces con los pies en el cabecero de la cama, y la cabeza donde los pies, sin saber muy bien que autobús onírico acaba de atropellarte.

    Yo también estoy del revés, por supuesto, igual de cuarentón y de derrumbado, y aunque por las mañanas todo aparece en su sitio, y el espejo no desmiente la estructura, yo noto el vuelco en las tripas, que jamás han vuelto a su posición natural, con el píloro en el cardias, y el cardias en el píloro, haciendo una digestión inversa de la contrariedad, y del terror a la soledad. Y claro, así tengo el plexo solar, que es el vecino sensible del chalet pareado, todo el día irritado, en tensión, generando eso que ahora llaman el estrés emocional, y que toda la vida fueron las angustias y las flojeras. Las que trae el desamor.


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Lluvia negra

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Y tras la explosión de Little Boy sobre Hiroshima -y los muertos desintegrados, los muertos abrasados, y los muertos que se murieron un rato después- vino la lluvia negra, la lluvia radioactiva que cayó sobre Hiroshima y tres días más tarde sobre Nagasaki, porque los americanos, ya se sabe, tuvieron un par de huevos para lanzar las bombas atómicas sobre la población civil, uno para cada una, que además, si lo piensas bien, los artefactos, tenían la forma de sus cojonazos alimentados con mantequilla de cacahuete, descolgándose sobre los tejados...

    Los habitantes de Hiroshima que vivían alejados del centro no perecieron al instante, ni sufrieron graves heridas o quemaduras, pero quedaron contaminados con las partículas que caían del cielo, una mezcla de hollín, isótopos y restos humanos. Don Mariano, el nuestro, transustanciado en Marianiko Rajoyochi, ministro del Interior de Japón, hubiera dicho que llovían “hilillos de plastilina” muy fina, imperceptibles, y muy sanos para la salud, además. Propaganda roja y tal…  Años después, los hiroshimitas más desafortunados empezaron a sentirse débiles, a resentirse de todo, a padecer bultos y tumores. La radioactividad mata despacio, como la pobreza, o como la soledad, y a veces, como ellas, te va pudriendo por dentro sin que casi te des cuenta.



    Yasuko es una joven en edad de merecer, guapa, muy educada, con ese punto siempre tan erótico de las japonesas delicadas,  y su tío anda buscándole marido entre los jóvenes más prometedores de su generación. Pero Yasuko, ay, estuvo expuesta durante días a la lluvia negra, y aunque los hombres que la pretenden no piensan demasiado en esas cosas, porque cuando la ven pierden el oremus y lo único que quieren es llevársela a la cama, los suegros potenciales nunca ven claro el matrimonio, porque temen que ella sea infértil, o que vaya a dar a luz un recién nacido deforme, con cuatro dedos, como los habitantes de Springfield, Los Simpson, y sus vecinos, que no por casualidad también viven pegados a una central nuclear.



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El Infierno (El Narco)


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En algunos sitios la película se titula El narco, y en otros, El infierno. El mismo amigo que me la recomendó, en la terraza del bar, dudaba entre ambas referencias, y fue todo un descojono vernos a los dos, ya cuarentones largos, sacando nuestros móviles para permanecer varios minutos en silencio, como adolescentes con acné, enredados en la búsqueda. Mi cuate y yo somos así, adoptados digitales, que no nativos, y a veces nos hacemos un lío con las herramientas de búsqueda. Pero al final dimos con el quid -que en México dirían que dieron con la chingada- y por títulos distintos caímos en el mismo paraje donde los narcos se acribillan en el infierno, que de ahí el doble sentido de todo.



    Benny García es un pobre diablo que de joven se marchó a Los United a fabricarse una fortuna, engañado por la publicidad, pero en veinte años de exilio ilegal jamás pasó de los oficios subalternos. Corre el año 2010 y Donald Trump es sólo un millonario bocazas que vive en su torre de Nueva York, pero Benny huele la tormenta, los malos tiempos, y decide regresar a su terruño a ver si encuentra una chamba con la que ganarse la vida dignamente. Pero en todo desierto, ay, existe un diablo de la tentación, y aquí, entre los cactus y las rodadoras, al bueno de Benny se le aparece su cuñada, viuda de su hermano muerto en las balaceras. La Cuñada -que ni nombre tiene en la película- es una mujer bellísima, bronceada, de pechos suculentos, y contra todo pronóstico se queda prendada de Benny, que no tiene ni media hostia, bajito y bigotón como el Sam Bigotes de Bugs Bunny. En las alegrías del orgasmo, Benny le promete el oro y el moro, el futuro reconquistado en Los United, la salvación del chamaco del sobrino, que ya anda enredado en asuntos callejeros con pistolas que no disparan de fogueo. Pero claro, en el Infierno sólo hay un modo de conseguir el dinero necesario para huir: enrolarse en una banda de narcotraficantes, una elegida al azar, la del amigo Cochiloco por ejemplo, y allí ir ascendiendo en las graduaciones del oficio, desde recadero primero a matarife mayor…



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