El presidente

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Aquí, en la Pedanía, a la gente le gusta tener el fútbol de fondo mientras compadrea en el bar. Pero en realidad no les interesa. Creo que a la mayoría ni siquiera les gusta. He estado alguna vez allí, en el bar, viendo al equipo de la tierra, y al final, yo, que soy el parroquiano nacido en el extranjero, que sólo me acerco por curiosidad y por hacer un poco de vida social, termino siendo el único que atiende al partido, mientras ellos, casi todos, con sus camisetas y sus bufandas, tontean con el teléfono móvil, o cuentan batallitas de la cerveza, o le tiran los trastos a la camarera, de espaldas a lo que sucede en el televisor. Si marcan los suyos, celebran como locos y vuelven a sus distracciones; si marcan los otros, mascullan un “mecagüen su puta madre…” mientras siguen atendiendo a una jodienda en el WhatsApp.




    Pero esto es aquí y en la Cochinchina. Un mal endémico, y una contradicción de narices, que a los futboleros, por lo general, no les guste su deporte. Les interesa el resultado: el Pedáneo C.F., el Madrid y el Barça. Y punto. Nunca ven otras ligas europeas de renombre, y se desinteresan de la Champions cuando ya no hay equipos españoles. Definitivamente, no les va. Y yo, después de veinte años de exilio en la Pedanía, sigo sin encontrar a nadie con quien tomar una caña y comentarle, con la esperanza de que me siga, cosas como: “He estado viendo una serie de Amazon sobre la corrupción en el fútbol, el FIFA Gate y tal, una serie chilena, muy curiosa, con un punto satírico muy ingenioso, aunque sus responsables quieran jugar con el montaje como Quentin Tarantino y acabas más perdido que un dirigente honrado en esa cueva de Sergio Jadue y los 40 ladrones, que eran, de largo, muchos más…”.

    No sé cosas así, del perímetro del fútbol, políticas, sociológicas, marujiles incluso, que desemboquen en una conversación sobre los males del mundo y los defectos del ser humano enfrentado al dinero fácil, y a la seducción de un par de tetas. Un intercambio de pareceres que después, a la cuarta o quinta cerveza, nos haga recordar lo maravillo que es este deporte y lo que hay que aguantar de la gente que lo odia, y de la gente que lo rige. Pero aquí, para empezar, casi nadie sabe lo que es Amazon…




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Celebrity

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Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.



    La presencia de Charlize Theron en Celebrity apenas abarca diez minutos de metraje, pero es como la supernova cuyo brillo anula todo lo demás. Más que bellísima, es pluscuamperfecta, y además clava su papel de mujer nacida para desear y ser deseada. E incluso yo, que no soy muy dado a erecciones cuando hay ropa de por medio, me veo sorprendido por la agitación de mi alter ego, que desafiando el marasmo de la siesta se alza para curiosear cuando Charlize le cuenta a Kenneth Branagh su extraña sexualidad, o cuando baila pegado a él en la discoteca de moda.

    Y es injusto, que Charlize protagonice el recuerdo, y monopolice los escritos, porque luego te pones a ver el resto de Celebrity,  ya recompuesto y más digno, y resulta que es una película que no ha perdido nada con el tiempo, ocurrente y ácida. Inmisericorde con la tontería de las celebridades ,pero también con la tontería de los que no somos famosos, por creer que manejamos el rumbo de nuestras propias vidas.

Branagh: No sé por qué, pero estás tan radiante...
Judy: Gracias. Es la suerte...
Branagh: En serio
Judy: Da igual todo lo que digan los psiquiatras, o los expertos, o los manuales... En el amor lo que cuenta es la suerte.



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Dunkerque

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La casa de Philippe Rickwaert, en la serie Baron Noir, está situada frente a la playa de Dunkerque. Allí, con el café entre las manos, plantado ante el ventanal con vistas al mar, Rickwaert urde los pactos, los chanchullos, los golpes de efecto que luego dará en París por el bien del socialismo francés. Dunkerque es una ciudad portuaria e industrial, de las que ya casi no quedan en Occidente, y quizá los guionistas han pensado que sería un buen lugar para explicar los orígenes de Rickwaert, socialista de gesto temible, forjado en las fábricas, bragado en los sindicatos, muy alejado de los neopijos que defienden el socialismo esgrimiendo una rosa y no un kalashnikov que dispare marrullerías para asaltar de nuevo la Bastilla.




    Pero ahora, después de ver Dunkerque, la película de Christopher Nolan, he comprendido que quizá los guionistas de Baron Noir disparan más alto, con más simbolismo, y que del mismo modo que Dunkerque no fue una batalla verdadera, sino la huida por mar de una ratonera, Rickwaert tampoco está librando una guerra , sino que, simplemente, se limita a sobrevivir en las playas, con lo que queda de los votantes socialistas, unos cuantos miles de fieles como soldados franceses y británicos en 1940. Un ejército de románticos que todavía sostienen el sueño de una sociedad más justa, y más libre, pero que están siendo diezmados por el Frente Nacional, que estrecha el cerco, bombardea sin piedad, y amenaza con asestar un golpe definitivo para que termine la guerra democrática y se instaure un Reich a la francesa que dure mil años por lo menos.

   Es muy seductora, esta metáfora de Dunkerque como playa donde resistir los embates del enemigo, o de la vida, antes de que vengan los barcos a rescatarte. Supongo que en estos  momentos de mi vida soy algo así, un soldado en Dunkerque, uno que ya no puede volver atrás porque por allí sólo queda furia y malentendido, y que enfrente, de momento, se topa con un mar de aguas revueltas que algún día tocará navegar, para escapar de la molicie.


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Waterworld

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Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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Dioses y monstruos

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A veces -supongo que como todo el mundo- me pregunto cómo seré de mayor, de anciano que va perdiendo las facultades mentales y corporales. Y las del pito... Lo cierto es que hace años me lo preguntaba más a menudo, asustado por la certeza de tener que envejecer y morir. Pero ahora, paradójicamente, a medida que los plazos se acortan, pienso cada vez menos en la decadencia, quizá porque he comprendido que morir es una certeza, pero envejecer no tanto, y que es una pérdida de tiempo mirarse en el espejo e imaginarse de jubilado, en el pisito coqueto, o en el asilo de los aparcados, repitiéndose como una cebolleta, y meándose en los pantalones.



    Ahora, por culpa de los sueños, y de los escritos que pergeño, miro más hacia el pasado, hacia mis tiempos de niño, con el pantalón corto, y la cara sin gafas, pero nadie diferente en realidad, un mini-yo con la misma personalidad y las mismas tonterías. Un ejercicio nada revelador, más allá de la pura nostalgia. Hacia allí, hacia la niñez, gira últimamente mi veleta, pero a veces un golpe de viento, o una película como Dioses y monstruos, sopla mi deriva mental en sentido contrario, y en eso que los americanos llaman un flashforward me veo dentro de veinte años como James Whale en la película, recitando mi nombre ante el espejo, muy despacio, y en voz baja, Jimmy Whale, Jimmy Whale…, como quien recita un conjuro que devuelve el orgullo de una vida bien vivida, aprovechada a pesar de los reveses. Una vida que uno no dudaría en repetir si en el momento de la muerte nos dejaran volver a la casilla de salida, que era la prueba definitiva de la plenitud, y de la conformidad, decía el filósofo Nietzsche , o algo muy parecido.

    De momento, me miro al espejo dentro de veinte años y aún no soy capaz de rescatar el instante glorioso, el regocijo del logro, la mansedumbre del alma, la serenidad de lo correcto… El momento de gozo tan fugaz como brillante, como una supernova. Me faltan, con suerte, para llegar a ese momento crítico, cinco campeonatos del Mundo, que son las Olimpiadas en las que yo divido mi vida  griega, tan poco epicúrea, y tan mucho cínica. Habrá que ir moviendo el culo...



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Un mundo perfecto

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Hace dos meses, cuando todavía estábamos encerrados en casa y sólo podíamos salir a comprar el pan, y a ordeñar las vacas del señor, Clint Eastwood cumplía 90 años al otro lado del océano, y en las emisoras de radio se abrieron los micrófonos para que la gente votara por sus mejores películas.

    La cosa iba de opinar sobre Clint Eastwood como director, no como pistolero en Almería, o como poli fascista en San Francisco, pero todavía hay gañanes de palillo y copazo que llaman para decir que las mejores películas de Isvuz son “las de tiros”, con el poncho mexicano, o las de Harry, con el magnum de la hostia, y todavía no se han enterado de que Clint se puso tras las cámaras para regalarnos un puñado de clásicos en los que a veces -es increíble- ni siquiera hay armas de fuego, y sí saxofones, o guantes de boxeo, o cámaras de fotos del National Geographic.



    Luego, entre la gente más o menos informada, hubo gustos para todos los colores, y estuvo bien, fue un homenaje bonito y tal, pero yo eché de menos que nadie mencionara Un mundo perfecto entre sus películas favoritas. Todo el mundo se decantaba por Sin perdón, o por Mystic River, o, por supuesto -sobre todo las oyentes- por Los puentes de Madison, que tiene un polvo a la luz de las velas, y que siendo una película cojonuda, y de mucho llorar en la escena bajo la lluvia, nunca puedo evocarla sin acordarme de aquel monólogo de Agustín Jiménez comiéndose los cojines en el sofá: “¡Vamos, Clint, haz algo, dispara, o rompe un puente…!”

    Yo nunca llamo a la radio, por timidez, y por pereza, y porque creo que siempre dan paso a los mismos enchufados, pero si hubiera expuesto mi opinión a los cuatro puntos cardinales, habría dicho que Sin perdón es su obra maestra  y Un mundo perfecto su profeta, aunque la rodara un año después. En un mundo perfecto de verdad, Un mundo perfecto habría sido una película redonda, pero en este mundo falible en el que hasta Clint Eastwood mide mal algunos efectos, la película sólo llega al rango de emotiva y maravillosa.

    No sé… Será que la relación entre Kevin Costner y el chaval de Estocolmo funciona a la perfección, o será que siempre he sentido debilidad por los títulos irónicos, que contradicen lo que luego se cuenta en la película, como Brazil, que era la fantasía geográfica de un hombre desgraciado, o 10, la mujer perfecta, que al final era una mema de mucho cuidado,  o Un mundo perfecto, que en verdad es un asco de país, violento y carcelario, de sonrisas falsas y tarados de la religión. De niños tristes y adultos incomprendidos, aunque eso, por desgracia, se dé en todos los lados.


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Frenético

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Frenético no es, ni de coña, una película que merezca tantos visionados como yo le he dedicado. En el cine de León, en su momento, y luego en el Canal Plus, y hace años en una tentación, y hoy, descoyuntado por la canícula, en el Canal Hollywood de la sobremesa, como si ya estuvieran programando para mí en plan personal shopper, leyéndome la pupila, o la meninge, estos mamones del Movistar, y supieran que acabo de terminar un ciclo de Roman Polanski coronado por sus muy aburridas y nada edificantes memorias: un libraco donde cuenta lo mucho que rodó, lo mucho que folló y lo mucho que los mediocres maniataron su genio creador.



    A Frenético se le nota demasiado que es un vehículo actoral, y además por partida doble. Por un lado está Harrison Ford, que quería demostrar que podía ser un actor verdadero, con emociones cotidianas, de andar por casa, y no quedarse en una simple caricatura que pilotaba naves espaciales o perseguía reliquias con un látigo. Y por otro lado, claro, está la señora Polanski, Emmanuelle Seigner, que aquí hace su aparición estelar, su particular introducing en el panorama internacional, y chupa más cámara de la que le correspondería a su personaje, tan estimulante y decisivo como finalmente enredoso, y tontorrón.

    Frenético es una nadería bien hecha, un divertimento para usar y tirar, pero yo, más o menos cada diez años, vuelvo a caer en ella como una mosca sin memoria. Y es porque la película se parece mucho a unas pesadillas que yo tengo, y siempre que me la topo, me identifico, y me quedo pegado a la telaraña. Frenético, como muchas películas de Polanski, puede leerse como una historia real, con personajes que se la juegan de verdad, o puede leerse como la chifladura de alguien que tiene una pesadilla espantosa. Y yo, que podría escribir unos guiones cojonudos con mis sueños, a veces también camino por una ciudad extraña, de la que no conozco el idioma, y pierdo a la mujer que iba conmigo para ser reemplazada por otra que aparece a mi lado como surgida de la acera, o caída de la nube. En esa ciudad de mis pesadillas yo también voy frenético perdido, buscando algo, llegando tarde, sin hacerme entender por las autoridades ni por los viandantes, y al final despierto pegando un grito, o resudado hasta la raja del culo, descubriendo, finalmente, con un suspiro de alivio, que mi vida sigue siendo tan poco aventurera como siempre. Lejos de París, y de cualquier ciudad excitante...


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Baron Noir. Temporada 1

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La idea que subyace en cualquier serie que cuente los entresijos de la política, es que el votante medio es una persona medio idiota y manipulable. Un desinformado que si escucha el discurso correcto en el momento adecuado, saliendo por la boca de un candidato prediseñado, será capaz de votar en contra de sus propios intereses. Porque en verdad no se entera, o no quiere enterarse, o no lee la prensa, o si la lee no profundiza en lo que pone. Mochufa, que diría el otro... Y lo más triste es que esto no es una cosa de la ficción, de Baron Noir y otras por el estilo, sino realidad palpable y doliente cada vez que llega el momento de ir a votar. Los votantes, tomados así, en general, como masa amorfa, somos lemmings estúpidos que cada domingo electoral nos ponemos en fila delante del acantilado para suicidarnos.



    Philippe Rickwaert, en Baron Noir, es el demiurgo político que todo lo que toca lo convierte en corrupción, o en mentira, o en traición al compañero que ya no sigue la estrategia. Ante el dilema maquiavélico de elegir entre el fin y los medios, Rickwaert no pierde ni una décima de segundo en considerar tal majadería. En un aula de Filosofía o de Politología, él podría pasarse horas debatiendo sobre el asunto, si fuera menester, pero ahí fuera, en el barro de la política, peleando cada hueso con los otros perros del callejón, el fin lo es todo, y el medio no conoce moral.

    La dualidad que seguramente parte el alma de Rickwaert no es ésa, sino la contradicción de servir a la clase obrera sabiendo que la clase obrera es de natural poco instruida y visceral, y que en su mayoría no votan al Partido Socialista para construir un mundo mejor y más justo, sino para ver si ellos les sufragan la compra de un Audi, y la posesión de un chalet, como sus vecinos más ricos que votan a la derecha. Y que si la cosa viene torcida, y el socialismo se va por peteneras, no van a dudar ni un minuto en votar al Frente Nacional de los Le Pen, aunque está en las antípodas de la moral. El verdadero drama de Philippe Rickwaert es el de seguir siendo un socialista de verdad en un mundo lleno de socialistas de mentira. Y tener que dejarse las pestañas, y la honradez, para que no se vayan a comprar a la tienda de al lado productos peores, y hasta nocivos para la salud.



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