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Frenético

🌟🌟🌟

Frenético no es, ni de coña, una película que merezca tantos visionados como yo le he dedicado. En el cine de León, en su momento, y luego en el Canal Plus, y hace años en una tentación, y hoy, descoyuntado por la canícula, en el Canal Hollywood de la sobremesa, como si ya estuvieran programando para mí en plan personal shopper, leyéndome la pupila, o la meninge, estos mamones del Movistar, y supieran que acabo de terminar un ciclo de Roman Polanski coronado por sus muy aburridas y nada edificantes memorias: un libraco donde cuenta lo mucho que rodó, lo mucho que folló y lo mucho que los mediocres maniataron su genio creador.



    A Frenético se le nota demasiado que es un vehículo actoral, y además por partida doble. Por un lado está Harrison Ford, que quería demostrar que podía ser un actor verdadero, con emociones cotidianas, de andar por casa, y no quedarse en una simple caricatura que pilotaba naves espaciales o perseguía reliquias con un látigo. Y por otro lado, claro, está la señora Polanski, Emmanuelle Seigner, que aquí hace su aparición estelar, su particular introducing en el panorama internacional, y chupa más cámara de la que le correspondería a su personaje, tan estimulante y decisivo como finalmente enredoso, y tontorrón.

    Frenético es una nadería bien hecha, un divertimento para usar y tirar, pero yo, más o menos cada diez años, vuelvo a caer en ella como una mosca sin memoria. Y es porque la película se parece mucho a unas pesadillas que yo tengo, y siempre que me la topo, me identifico, y me quedo pegado a la telaraña. Frenético, como muchas películas de Polanski, puede leerse como una historia real, con personajes que se la juegan de verdad, o puede leerse como la chifladura de alguien que tiene una pesadilla espantosa. Y yo, que podría escribir unos guiones cojonudos con mis sueños, a veces también camino por una ciudad extraña, de la que no conozco el idioma, y pierdo a la mujer que iba conmigo para ser reemplazada por otra que aparece a mi lado como surgida de la acera, o caída de la nube. En esa ciudad de mis pesadillas yo también voy frenético perdido, buscando algo, llegando tarde, sin hacerme entender por las autoridades ni por los viandantes, y al final despierto pegando un grito, o resudado hasta la raja del culo, descubriendo, finalmente, con un suspiro de alivio, que mi vida sigue siendo tan poco aventurera como siempre. Lejos de París, y de cualquier ciudad excitante...


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Lunas de hiel

🌟🌟🌟

Roman Polanski está muy enamorado de su mujer, Emmanuelle Seigner, y esta película parece una excusa para mostrarla en las muchas variantes del amor: desnuda, o desnudándose, o ciñéndose vestidos que provocan mucho mareo en el espectador. Porque Emmanuelle Seigner es una mujer muy hermosa, sin duda, y uno piensa, de pronto, que todas las Emmanuelles que ha conocido son mujeres igualmente bellas: Emmanuelle Béart, para quedarse lelo, y Sylvia Kristel, que hacía de Emmanuelle en Emmanuelle, y Emmanuelle Riva, por supuesto,  que en los tiempos de Alain Resnais era la actriz más chic del panorama… Aunque claro, si lo pienso bien, todas las Emmanuelles que he conocido son actrices de cine, y francesas, y en esos ecosistemas la belleza se da por descontada, y es condición a priori para encabezar los repartos y atrapar nuestra mirada.



    Lunas de hiel quiere ser la disección de una relación podrida, en fase terminal: la decadencia, y el daño mutuo,  y el sexo enfermizo. Pero cuanto más ahínco pone Polanski en el drama, más le sale un serial parecido a los cuentos de “Teo va al supermercado…”, o “Teo va a la feria”. Aquí es Emmanuelle acostándose con hombres, besándose con mujeres, contoneándose en un baile, dejándose amar en la postura del misionero, o echándose leche por las tetas mientras desayuna, para volver loco de deseo a Peter Coyote. En “Lunas de hiel”, Emmanuelle Seigner hace de virgen, de principiante, de femme fatal, de dominatrix, de esposa amantísima, e incluso de rain maker, muy aplicada, cuando la cosa de la excitación ya se les va por completo de las manos.

    Y luego, cuando Polanski rebaja el morbazo, la temperatura sexual que a un chaval de nuestra LOGSE ya directamente se la pelaría -curtidos en mil batallas pornográficas en el Porrnhub- y se pone romántico, parisino, con los amantes achuchándose con la torre Eiffel a las espaldas, le sale una vena muy cursi que Vangelis, además, en vez de disimulársela con el maquillaje de la música, se la remarca todavía más, azulada, y gordota, casi como una variz.



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El oficial y el espía


🌟🌟🌟🌟

De vez en cuando tengo que ver una película de Roman Polanski. Es bueno para la terapia.A veces la gente real, o la que sale retratada en los periódicos, no basta para asumir la realidad oscura de nuestra especie. Se hace difícil, sacar la espada flamígera a pasear, por si le aciertas a uno de los pocos inocentes. Ahí fuera, en la no-película, todo es ruido, confusión, un mar de mentiras diluidas en una gota de verdad. En las películas, en cambio, fluye un hilo narrativo, todo se ordena, y las cosas quedan tan claras que a veces te puedes asustar. La gente es mala, ruin y mentirosa. Muy cínica, cuando se juega algo. Mezquina y puñetera. Seguro que yo también lo soy, o lo he sido alguna vez.




    Cuando veo una película de Polanski es como si recordara el Padrenuestro. Pongo los pies en el puf y al mismo tiempo es como si los depositara sobre la tierra, cansado de volar junto a los roussonianos que no opinan como yo. Es un descanso. Un momento de recogimiento. En algunas películas de Polanski el malo es un demonio disfrazado de ser humano; en otras, un ser humano disfrazado de demonio. Viene a ser lo mismo. Para los creyentes, el Mal anida en el Diablo; para los ateos, el Mal somos nosotros.

    En El oficial y el espía sólo hay un hombre justo, el coronel Picquart, por el que Dios perdona la destrucción de París como hizo milenios atrás con Sodoma, gracias a Lot. Y tras el ejemplo de Picquart, alentados, otro buen puñado de hombres abandonarán las catacumbas del silencio. Tipos valientes y honrados como Émile Zola que se enfrentarán al Ejército para desmontar la acusación de traidor que pesa sobre el capitán Dreyfus. Un pobre hombre cuyo único crimen -como suele suceder con los inocentes- era estar en el sitio equivocado, en el momento más inoportuno. Y ser judío, claro, porque mucho antes de que Hitler decidiera exterminarlos, a los judíos sólo se les escupía y se les apedreaba, en la Europa civilizada.

    Los justos como el coronel Picquart o Émile Zola son las flores en la mierda; el chorizo en las lentejas; la excepción en la regla; la rosa en el zarzal. Los humanos, en la humanidad.



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La Novena Puerta

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Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.



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La escafandra y la mariposa

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Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

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Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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Basada en hechos reales

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Que un espectador de inteligencia poco afilada como la mía se dé cuenta, desde el primer instante, del "enorme misterio" que rodea la aparición de Eva Green en la trama, dice muy poco de Basada en hechos reales, la última película de Roman Polanski. O mejor dicho, del último estreno de Roman Polanski, porque película, lo que se dice película, y además una obra maestra, de las de Polanski de toda la vida,  fue Un dios salvaje, el retrato inmisericorde las vanidades que emanan de la paternidad. Y de la maternidad también, claro. Pero de aquel "acontecimiento histórico planetario" -que hubiera dicho Leire Pajín- nos separan ya siete años, que es casi como decir una vida entera. La de cosas que le han pasado a uno en siete años, que han sido casi como siete vidas, como una existencia gatuna que ya casi finalizo sin resuello. De aquel Álvaro que vio al último Polanski en plena forma ya sólo quedan las gafas y el madridismo irreductible. Hasta los pelos negros de la barba se han ido perdiendo por el lavabo, talados por la afeitadora, para no rebrotar jamás.




    Y mientras tanto, en su exilio de París, octogenario perdido, Polanski ha ido perdiendo fuelle, y frecuencia de paso, y ya sólo se anima a coger la cámara para exhibir a su señora Emmanuelle en películas hechas como al descuido, como mal planificadas. Porque aquello de La venus de las pieles no había por donde agarrarlo, y ésta última, que aquí nos convoca, aunque a veces parece que arranca, y el motor hace como un ruidito prometedor, finalmente se queda en un bluf, en un soufflé relleno de aire y efectismo, tan francés y tan vacío. Así que al final, para rellenar lo que me queda de entrada, uno se ve tentado a glorificar la belleza de Eva Green, que siempre ha sido una actriz de registro peculiar, y de hermosura inquietante, de las que te seducen y te alertan al mismo tiempo, con un algo reptiliano en esos ojos verdes que no anuncia nada bueno, y al mismo tiempo promete emociones únicas... En fin: que cese ya la tonta poesía.




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