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Instinto básico

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que Catherine Tramell descruzó las piernas para dejar el potorro al aire, todo sucedió demasiado rápido y sin avisar. Los espectadores, en las butacas del cine, nos quedamos con una duda existencial que habría de resolverse muchos meses después, ante el pelotón del VHS, cuando Instinto básico estuviera disponible en el videoclub y pudiéramos diseccionarlo con el material quirúrgico del mando a distancia. Porque al salir de los cines unos decían que sí, que lo habían visto, y otros decíamos que no, que ni de coña, lo del coño, y que la sombra malhadada del muslo, y la proyección oscura de la película, sólo dejaba intuir lo que otros perjuraban haber admirado.

    Cuando llegó el VHS a los videoclubs, los cerdícolas y los cinéfilos -y los que éramos ambas cosas a la vez- nos abalanzamos sobre las estanterías sacando codos para que nadie pudiera cogernos la posición, como pívots de la NBA protegiendo el rebote. Pero al llegar a casa, y analizar la escena con el pause y con el step, las opiniones volvieron a dividirse: unos decían que sí, que lo habían capturado, y congelado, el pitote, mientras que otros, los frustrados, y los escépticos, volvimos a decir que no, que el reino de aquel intramuslo seguía siendo un paisaje difuso, y muy mal iluminado, envuelto en las neblinas del deseo. Porque además, la cinta de VHS, cuando la avanzabas fotograma a fotograma, sufría como una temblequera, como un párkinson analógico, y le salían rayajos horizontales que no permitían discernir si aquella fruta afloraba o se quedaba entre las hojas.



   Y así, entre tirios y troyanos, el asunto del asunto quedó en la indefinición perpetua, en la disputa sin vencedores, y con el tiempo lo fuimos olvidando. Hasta que el otro día, en los canales de pago, me topé con Instinto básico en alta definición, un HD milagroso que por fin, casi treinta años después del estreno, iba a dictar sentencia definitiva sobre si aquello era carne o fantasma, realidad o deseo. Sólo tuve que pulsar el rec... Y tengo que decir que sí, que está, fugaz y rasurado, apresurado y juguetón, pero está, sin duda, el Santo Grial de la cinefilia. Así que tenían razón, y es justo reconocerlo, los entusiastas y los optimistas. Los que tuvieron fe en su contemplación y predicaron la buena nueva durante años, contra viento y marea, increpados por los gentiles y por los impíos como yo, hasta que los dioses de la alta definición descendieron sobre nosotros y les concedieron la última victoria. Caso cerrado, lo del potorro de Sharon Stone. Y amén.


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Waterworld

🌟🌟

Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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