Vidas pasadas

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En “Vidas pasadas” hemos aprendido que en Corea, al destino, lo llaman In-yun. Enamorarte de Fulan-Ito Park o de Meng-Anita Chang no depende de la voluntad, sino que está escrito en las estrellas. No es casual que en una escena de la película se nos recuerde el argumento de “Olvídate de mí”. 

Como bien sabemos los veteranos del amor, no siempre te enamoras de quien más te conviene, aunque seas muy consciente de la inconveniencia. Puede, incluso, que caigas enamorado de tu peor enemigo, o de una arpía sin escrúpulos. Es como una inercia irresistible; como si una correa canina tirase de ti. Es el In-yun, amigos. Y yo, por mi experiencia, le doy la razón a los amigos coreanos, aunque jamás se me ocurriría visitar sus tierras paganas en los gastronómico. No, desde luego, con mi perrete Eddie paseando por Seúl.

Lo que pasa es que el In-yun también predica que en cada reencarnación siempre nos topamos con las mismas personas, transfiguradas en otros seres humanos, o incluso en pájaros, o en lombrices, y a mí ya me cuesta incluso tragarme lo del ciclo del samsara. Me acordé, viendo “Vidas pasadas”, de aquello que respondió Billy Wilder cuando le preguntaron si creía en el Más Allá:

- Espero que no, porque me he encontrado con mucha mierda en mi vida, y no me gustaría volverlos a ver. Sí, gente despreciable. Y me digo, ¡Dios Todopoderoso, menos mal que no tengo que volver a ver a ese tipo!

Y yo, en esto, como en otras cosas, estoy con el viejo cascarrabias. Al 90% de la gente que he conocido en la vida -alguna amante incluida- no desearía volver a topármela jamás, por mucho que el In-yun sea una ley inexorable. Si es así, pues mira: que paren la noria, que yo me bajo. O que nos separen en reencarnaciones desconectadas entre sí.

Por lo demás, “Vidas pasadas” ha merecido este rato invernal tirado en el sofá. La verdad es que no pensaba verla porque me pueden los prejuicios contra el cine oriental. Pero luego vinieron los premios, las recomendaciones, el boca a boca..., y al final, los amantes, aunque coreanos, viven en Nueva York, y se dicen cosas muy interesantes más allá del misticismo del In-yun. Cosas de andar por casa: miedos, sueños, debilidades... El pan nuestro de cada día en los entornos conyugales.





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Saltburn

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Aunque algunos sigamos votando a la izquierda por respeto a nuestros antepasados, lo cierto es que los pobres ya hemos perdido la lucha de clases. Esto no tiene remedio. Al final no hicieron falta los tanques para reducirnos: nos pusieron un par de tías buenas en los telediarios para desinformar y depusimos las armas con una sonrisa de bobos y una erección en la bragueta. Los pobres, la verdad, es que damos un poco de asco. En eso le doy toda la razón a lady Catton, la señora de Saltburn y sus dominios.

Cautivo y desarmado el ejército proletario, los partisanos podríamos tirarnos al monte para montar unas guerrillas tocacojones. Pero la venganza es un círculo sin fin y hay que recordar que los policías trabajan para esta gentuza y no para nosotros. Estaríamos perdidos igualmente. Así que solo nos queda una solución: convertirnos en ellos. No despojarlos, sino suplantarlos. Olvidarnos de la lucha y diluirnos en su mundo de opulencia. Mandar nuestra educación y nuestra decencia a tomar por el culo. Tirarnos de cabeza al cráter para que el fuego nos despoje de todo lo que fuimos. 

Pero para hacerse rico, ay, hay que nacer rico, o nacer sin escrúpulos, o ambas cosas a la vez. Y la mayoría venimos de la barriada y tenemos conciencia moral. No podríamos jugar al golf sobre los cadáveres financieros de millares de inocentes. No valemos para eso. No tendríamos agallas para transponer la verja de Saltburn y adueñarnos de las almas y de los objetos. 

Digo esto porque la película no contiene ningún mensaje subversivo ni revolucionario. Es entretenida y provocadora, pero nada más. Si Oliver hubiera sido Oliver Twist, pues mira, lo hubiésemos entendido. Leña al mono y al explotador. Y luego, en la fanfarria final, una colectivización soviética de Saltburn y de sus tierras. Pero no hay nada de eso en la película. Oliver ni siquiera es pobre de verdad: sólo es un puto pirado. Un caos en movimiento. Un Joker de Batman. En él no hay odio de clase. Ni siquiera estaba enamorado de su Adonis. Sólo quería follárselo. Por amor también hubiéramos entendido sus intenciones. Nada más incendiario y respetable que el amor despechado. Pero es que ni eso, jolín. 




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Godland

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Hace años la gente siempre decía “Pues muy bonita, la fotografía”, cuando salía de ver una película infumable que se había rodado en el desierto o en la selva, o en las Montañas Rocosas del Canadá. Lo que se quería transmitir es que la trama había sido aburrida, o incomprensible, cosas del cine de autor y de sus pelusas en el ombligo, pero que la mirada, al menos, había encontrado un refugio en el paisaje arrebatador.

Ahora la gente ya no alaba la belleza de los paisajes porque al cine solo va la muchachada, que es indiferente a estas apreciaciones, y en casa, por muy grande que sea la tele, ya nadie valora ese detalle concreto de la producción. Si la película es un muermo se coge directamente el teléfono móvil para curiosear un poco por la red, a ver si me escribió Fulanita, o si me visitó Fulanito, o a contar cuántos likes ha cosechado mi último post, a la espera de que en la pantalla sucedan cosas más divertidas o enjundiosas. Que se pongan a follar, por ejemplo, o que se inicie una persecución de coches con muchas hostias y derrapes.

“Godland” está rodada en Islandia, que es la Isla Mágica de la Felicidad. Pero está ambientada en sus tiempos duros, cuando la gente no era feliz ni socialdemócrata -hace cosa de cien años o por ahí- y la vida era una pura supervivencia que dependía de las gallinas y del pescado. Islandia es, posiblemente, la tierra más alejada de Dios que existe, y quizá por eso la trama del cura que va soltando sus letanías entre volcanes no se sostiene demasiado. El paisaje de Islandia es más lunar que terrestre, y que sepamos, ningún apóstol de Jesús llegó a la Luna para predicar el evangelio entre los selenitas. No existe ninguna carta de San Pablo dirigida a esa comunidad de los creyentes. 

Islandia -desmintiendo ese título que a lo mejor sólo es una ironía- no es tierra de Dios. En aquellos tiempos porque estaban a otras cosas, y ahora porque han aprendido que las zarandajas de la religión impiden que los pueblos encuentren el camino del bienestar. 





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Charles Chaplin: cortometrajes para la Essanay.

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De no haber sido por el cineasta Mack Sennett -que le descubrió cuando su compañía teatral actuaba en Nueva York- Charles Chaplin habría regresado a Londres con su troupe y la historia del cine se hubiera escrito de otra manera. Una gripe inoportuna o una torcedura de tobillo hubieran asesinado al vagabundo Charlot antes de nacer. Pero Chaplin compareció aquella noche ante su público y Sennett, deslumbrado, le ofreció un contrato para que actuara en las comedias locas que él mismo rodaba en un poblacho entre naranjales llamado Hollywood. 

Es el talento, sí, pero también la suerte.

Chaplin aceptó la oferta de Sennett y se hizo de oro, pero un año después quiso más oro y le entró el prurito de ponerse tras la cámara. En su autobiografía -que es algo así como el Nuevo Testamento escrito por el Hijo de Dios- Chaplin viene a decir que la Keystone era una productora chapucera que infravaloraba su talento y además le regateaba los dineros. Así que terminó su contrato y firmó uno nuevo con la productora Essanay, que manejaban dos tipos llamados Spoor y Anderson. De ahí el nombre de la empresa: S&A= Essanay.

Para que Chaplin rodara sus cortometrajes al principio le mandaron a un pueblo perdido de California, y luego a Chicago, donde residía oficialmente la compañía. Pero Chaplin se puso farruco y terminó imponiendo su criterio de rodar en el valle donde nunca se ponía el sol, al lado de Los Ángeles. Allí, además, florecían muchachas muy hermosas por los campos... Ese fue su gran primer desencuentro con los productores de la Essanay, antes de quejarse otra vez de que no ganaba el dinero suficiente. Así que al igual que hizo con Sennett, cumplió su contrato de catorce películas a toda pastilla -a un ritmo tan frenético como se suceden las hostias en la pantalla- y en un solo año de rodajes (1915) ya estaba listo para fichar por la Mutual. 

Pero ésa -si encuentro tiempo entre tanto deporte y tanta plataforma- ya será otra historia...





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La quimera del oro

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Existe la quimera del oro como existe la quimera del tiempo y la quimera del amor. La Santísima Trinidad. En alcanzarlas se nos va la vida como burros persiguiendo zanahorias. “Salud, dinero y amor”, como decía la canción. Porque qué es el tiempo, si no la salud prolongada. 

El tiempo es la quimera más cicatera de las tres porque se escurre a chorros entre los dedos. Cuanto más los cierras, mayor es el caudal desperdiciado. Encontrar tiempo supone desperdiciar tiempo buscándolo. Siendo una magnitud física, es un concepto absurdo y contraintuitivo. Y muy corto. Casi una broma de los dioses.

El amor también es, en última instancia, una magnitud física. Un calambrazo reproductivo en las neuronas. Un instinto más simple que un pirulí. Lo que pasa es que el “Homo sapiens” lo ha convertido en un barroquismo espiritual, en un leitmotiv para las poesías. El amor es una quimera, sí, pero no porque no exista, sino porque lo hemos divinizado en exceso. El amor es amistad más sexo y poco más. Que ya es muchísimo, por cierto. El amor es un contrato a medias carnal y a medias humanista, y lo otro sólo es el influjo de Hollywood.

La quimera del oro es la quimera más científica de todas. La menos... quimérica. Porque el tiempo, ya digo, es ilógico, y el amor, un constructo cultural. Pero ay, el oro... La pasta gansa: eso es matemático. Tanto tienes, tanto vales. O mejor dicho: tanto tienes, tanto te valoran. La cifra que consta en la cuenta bancaria no admite discusiones bizantinas ni concilios teologales. Es lo que es y punto. Y además, con el oro, puedes comprar más tiempo y amores más exclusivos.

No me extraña, pues. que estos trastornados de la fiebre del oro se jugaran el pellejo en los parajes nevados del Yukón. Hablo de Charlot, claro, pero también del tío Gilito, y de los mineros verdaderos. No es que atrapados en la ventiscas se comieran zapatos cocidos para sobrevivir: es que se hubieran comido a su mismísima madre en pepitoria. En eso, “La quimera del oro” -que es, por cierto, una obra maestra- se parece mucho a “La sociedad de la nieve” que pasaban el otro día.  




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Un rey en Nueva York

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¿Un rey repudiado por su pueblo que toma las de Villadiego con su espuria fortuna intacta? Joder, cómo me suena el argumento... ¿”Un rey en Abu Dabi”, quizá? No: es “Un rey en Nueva York”, pero jo, cómo se parecen al principio el rey Demérito y el rey Shahdov: los dos casados por conveniencia, los dos campechanos que te cagas, los dos enroscados con señoritas que podrían ser sus hijas o sus nietas... Los dos con unos papeles muy sustanciosos en la maleta que les sirven de salvoconducto: el rey Shahdov no sé que planos de la energía atómica, y el mayor de los Borbones, los putos contratos de la Alta Velocidad con Arabia Saudí. 

(“Un rey que genera inversiones y puestos de trabajo”, nos siguen diciendo los lameculos del Borbón,  conscientes de que ellos mismos le deben el oficio a su regio gobernar. Se trata del Chambelán Blanqueador del Ojete y sus cortesanos ayudantes). 

Pero hasta ahí llegan las similitudes entre la realidad hispánica y la ficción anglosajona. Porque “Un rey en Nueva York” no es una sátira sobre reyes con la cara muy dura y alargada, sino el ajuste de cuentas que Charles Chaplin le debía a Estados Unidos después de que en 1952 le negaran el visado de regreso. Estados Unidos le dio la pasta y la gloria pero nunca le trató como a un hijo verdadero. Chaplin era demasiado rojo, demasiado rijoso, demasiado británico en el pasaporte que nunca nacionalizó. Mientras sus películas daban pasta nadie se quejó en voz alta; en el momento que Chaplin empezó a flaquear en la taquilla, le confundieron con una perdiz en plena temporada de caza.

“Un rey en Nueva York” es la sátira muy personal de Charles Chaplin contra los EEUU de los años 50. Es la época de la Caza de Brujas, del Terror Rojo, del consumo de masas. De la invasión publicitaria que luego sirvió para crear esa maravilla de serie que es “Mad Men”... Fue la locura colectiva. Yo entiendo e incluso aplaudo al bueno de sir Charles, pero la película no funciona. No te ríes en ningún momento. Ni te emocionas. En 1957, "Un rey en Nueva York" ya era viejuna y algo rancia. Nos recuerda un internauta que sólo tres años después se rodó “El apartamento”. Parecen tragicomedias separadas por 50 años-luz. Casi de galaxias diferentes.





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Candilejas

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Dicen las malas lenguas que Chaplin contrató a Buster Keaton en “Candilejas” solo para humillarlo; para darle un papel ya no secundario, sino terciario, y dejar bien a las claras, en 1952, cuál de los dos genios había reinado durante más tiempo y sobre más espectadores.

Y no digo que no: es una teoría plausible dado el ego desmesurado de nuestro amigo. Los títulos de crédito iniciales son, eso, desmostrativos: el nombre de Chaplin aparece bien grande, y mucho rato, como si tuviera que descifrarlo un disléxico o un analfabeto, mientras que el resto del reparto parece la letra pequeña de una estafa financiera de la tele. A Claire Bloom y compañía hay que buscarlos casi con lupa, y pasan tan rápido por la pantalla que casi ni te enteras.

Las buenas lenguas, sin embargo, defienden que Chaplin contrató a Buster Keaton para hacerle un pequeño homenaje, y ya de paso, adecentarle un poco la cuenta bancaria después de tanto extravío monetario y de tantos litros de alcohol que corrieron por sus venas, mujer. Y también me parece plausible esta teoría. Porque es verdad que Chaplin era un ególatra que se creía emparentado directamente con Dios -como poco su cuñado, o su primo del pueblo-, pero también fue un hombre generoso con sus compañeros menos afortunados de Hollywood.

Así que puede que al final ambas teorías sean ciertas y compatibles, y que Chaplin, en "Candilejas", con su acostumbrada genialidad, matara cuatro pájaros de un tiro: ayudar a Keaton, rebajar a Keaton, hablar de su propia decadencia como cómico y jugar a ser seducido por una jovenzuela de 20 años cuando él ya contaba con 63. Otro subidón de ego para el señor. Porque mira que era rijoso y juguetón, nuestro querido sir Charles. Un picaflor. Un pillín. Tan bajito, y tan poquita cosa, pero en verdad un pichabrava y un saltimbanqui, y un camelador sin par del género femenino. Un suertudo, un fucker, un clavador, el tal Calvero. 



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Tiempos modernos

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El otro día, en internet, buscando el socialismo perdido, encontré a Charlot encabezando una manifestación de obreros que pedían trabajo y justicia salarial. Unos obreros de los del cine mudo, claro, de principios del siglo XX, lectores de Marx o de Bakunin que vestían pantalones de pana, camisas ajadas y viseras de estibadores. Los proletarios del mundo, que entonces marchaban unidos tras el fantasma que recorría Europa y las Américas.

Tardé varios segundos en recordar que esa imagen de Charlot pertenecía a “Tiempos modernos”, yo que la tenía por una obra maestra imborrable en el recuerdo. Son cosas de la edad...

La maquinaria capitalista ha reducido la película a un póster que venden en los centros comerciales -ése en el que Charlot se enreda entre las ruedas dentadas de la factoría- y ya hasta los viejos bolcheviques hemos caído en esa simpleza que edulcora las intenciones muy aviesas de la película. A ese fotograma tan descafeinado ha quedado reducida la denuncia de Charles Chaplin, que en realidad es pura dinamita y pura revolución. "Tiempos modernos" es una película subversiva. Comunismo de rock duro. No me extraña que revisando su filmografía terminaran por echarle de Estados Unidos, él que siendo millonario nunca olvidó sus orígenes miserables. Es una película tan moderna -porque la explotación es más o menos la misma- que han querido convertirla en un meme, en un chiste visual. En un póster para las habitaciones como aquella foto del Che Guevara. Menos mal que los cinéfilos zurdos la vemos de vez en cuando para recordar...

A Charlot, en la película, porque el capitalismo es siempre salvaje y no reconoce más autoridad que el beneficio, le dan hostias por todos los lados. Del derecho y del revés. A Charlot le explotan, le malpagan, le encierran en la cárcel cuando protesta. Le confunden con un ladrón, con un vividor, con un parásito social. Los maderos se emplean a fondo con su figura. Todo es como ahora, pero en blanco y negro, y con chistes de por medio.



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