How to with John Wilson. Temporada 3

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Hasta hace un par de meses estaba convencido de ser el único espectador de “How to with John Wilson” en 200 kilómetros a la redonda. Son los que me separan de las primeras ciudades civilizadas del Noroeste. 

Y eso que no estoy abonado a HBO Max. Pero lo pirateo, claro, con subtítulos y todo, que bastante tengo ya con el atraco mensual que me perpetra Movistar +. Es el “Atraco perfecto” de Stanley Kubrick pero sin pistolas ni caretas, todo digital y con muchos saludos de cortesía. 

(Me dicen que ahora se han fusionado las dos plataformas... Pues bueno). 

El otro día, sin embargo, una instagramer a la que sigo por su sapiencia -y no por su físico, pues no lo exhibe- publicó su lista de series preferidas del año e incluyó “How to with John Wilson” en el repertorio de gominolas. Casi me dio un patatús: por un lado, la alegría de saber que no estoy solo en el mundo; por otro, el orgullo herido de quien se creía lobo solitario y espectador de gustos únicos y refinados. 

Le envié un comentario diciendo que me alegraba mucho de coincidir en los gustos y tal, pero ella, que dice vivir en Asturias y quizá no me vio demasiado lejos en el mapa, interpretó que estaba tirándole los tejos y se limitó a poner un corazoncito bajo mi entusiasmo medio fingido y medio cordial. 

Es quizá por eso que la tercera temporada de la serie me ha gustado algo menos que las dos anteriores. Puede que a nuestro reportero más dicharachero de New York City se le hayan acabado de verdad las metáforas y las retóricas, pero también cabe la posibilidad de que yo, al descubrir que ya no soy su único evangelista en los contornos, haya perdido un poco la entrega y el entusiasmo. No sé. 

De todos modos, "How to with John Wilson" sigue siendo una comedia modélica. El producto más original -por inclasificable- de las pantallas modernas. Cada vez salen más frikis y menos neoyorquinos. La América Profunda va ganando peso en las tramas. Después de todo, Nueva York es como Europa y ya no nos impresiona tanto. Los tarados de verdad, los alienígenas verdaderos, los imbéciles del culo y los tipos realmente peligrosos viven más allá de los Apalaches. 



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20.000 especies de abejas

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Mediada la película, y viendo que esto ya no tenía remedio, le envié un whatsapp al amigo que me la recomendó: “20.000 especies de moscas Tsé-Tsé...”. Él, por fortuna, es medio biólogo, así que me iba a pillar la ironía a la primera. 

Era la hora de la siesta y yo sé que él suele quedarse sobado tras las comidas. Yo mismo acababa de salir del sopor causado por Aitor/Coco/Lucía y su mamá desbordada entre las abejas. Pero pensé: “Que se joda si le despierto. Se lo merece, por haberme recomendado -no una, sino tres veces- este docudrama sobre la disforia de género que a mí, la verdad, ya me olía a castaña pilonga”. 

El amigo me respondió con dos emoticonos de carcajada y luego un silencio sepulcral. Pero yo me conozco estas respuestas: no son más que una tregua, la calma que precede a la tempestad. Me lo imaginé, nada más recibir el mensaje, afilando sus lengua para el próximo lance verbal, cuando nos reencontremos en la caminata o en la cervecería. Tiesas nos las tendremos, con esta historia que apenas daba para un cortometraje y al final duró dos horas que me parecieron eso, veinte mil.

Esa misma tarde -porque últimamente todo se entrecruza de un modo misterioso- yo leía en “La Maldición de Adán”: 

“Una de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres está en el hipotálamo, y su descripción es “subdivisión central del núcleo raíz de la estría terminales”, que llamaremos BST para abreviar. Lo único que nos interesa saber de momento es que el BST es dos veces y media más grande en los hombres que en las mujeres. [...] La asociación entre el BST y la identidad y orientación sexuales se encontró cuando un equipo de científicos holandeses realizó exámenes post mortem de los cerebros de seis transexuales de hombre a mujer, hombres que desde la infancia habían tenido la fuerte sensación de que habían nacido con el sexo equivocado”. 

Quiero decir que no hay que darle muchas vueltas al asunto. Hubiera bastado con que la mamá de Aitor/Coco/Lucía hubiera leído este párrafo para plantárselo en los morros a su familia tan católica: “¡Hostia, que no os enteráis!”. Y fin de la película, y del drama rural. 





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La sociedad de la nieve

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Lo jodido no es comerse un cadáver humano si te mueres de hambre. Al fin y al cabo, los católicos -y el avión estrellado en los Andes iba lleno de creyentes- se zampan a Jesucristo cada domingo y cada fiesta de guardar. Porque no es pan, sino carne, lo que entra por sus bocas y alimenta sus espíritus también famélicos y tambaleantes. 

No: lo jodido es tener que enfrentarte al cadáver cuchillo en mano. La partición de la sagrada hostia... Yo mismo soy carnívoro de otras especies porque me niego, conscientemente, a conocer el sistema de producción. Si no, otro gallo cantaría. Una vez tuve una novia que sólo podía comer carne si se la presentaban en forma de hamburguesa. Si la veía fileteada ya le entraban ganas de vomitar. En el accidente de los Andes no se habría comido mi carne, pero sí que me hubiera sacado los ojos.

Quiero decir que en los Andes todos fueron héroes -porque resistir la desesperación ya es un acto heroico de por sí, para el que yo, por ejemplo, no he nacido capacitado- pero los que tomaron el vidrio en la mano y se pusieron a trocear el primer cuerpo son más héroes que los demás. Ellos dieron el verdadero paso hacia la salvación.

Al terminar la película -que sin ser una obra maestra sí me dejó tocado y pensativo- me fui corriendo a la Wikipedia para conocer los detalles del accidente. Lo que descubrí es que es casi imposible caer lejos de cualquier ser humano que anda por ahí de arriero, o de montañista, o de anacoreta de las soledades. Los supervivientes parecían estrellados en el culo del mundo andino, pero en verdad, en línea recta, apenas le separaban unos kilómetros para encontrar la salvación: al oeste el gaucho chileno, y al este, un refugio de montaña que ellos por supuesto no conocían. Les fue matando la nieve y la ladera, pero no la lejanía. 

(Lo raro es que no anduviera nadie de La Pedanía por allí, en el glaciar, con la moto o con el coche. Mis vecinos se levantan con las gallinas y es a lo que se dedican todo el día: a rular. Sabe Dios hasta dónde llegarán antes de que la parienta les ponga la sopa para cenar).



 

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Toy Story 3

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De todos los juguetes que tuve en la infancia sólo conservo, en una caja de zapatos, aquellos soldaditos de plástico que fabricaba Montaplex. La última vez que los llamé a filas comparecieron unas 1500 unidades, pertenecientes a los países que combatieron en la II Guerra Mundial. Hay incluso soldados de la División Azul ateridos de frío. Uno de ellos es Berlanga y otro Luis Ciges. Pero también hay vikingos, y vaqueros, y guerreros medievales, y romanos con unos escudos que se caían todo el rato, y unos escoceses con sombreros de granaderos que no tengo ni puta idea de a qué guerra pertenecían.

Mis soldaditos fueron una vez enemigos encarnizados. Murieron y fueron heridos decenas de veces en las batallas que yo montaba en el cuarto de juegos, asaltando un Exin Castillos que a veces se desmenuzaba en un entramado de barricadas. Mis soldaditos, en aquellos encuentros sangrientos,se dispararon de todo y se dijeron de todo, pero ahora, ya firmado el armisticio de mi edad adulta, son amigos del alma como los juguetes de "Toy Story 3", y montan cuchipandas cuando yo me quedo sobado en la madrugada. En esa caja de zapatos hay una concordia de al menos treinta países que antes se odiaban. Una ONU en miniatura. Un ejemplo de paz para el resto del mundo. 

Con los demás juguetes ya no recuerdo lo que hice. Y mira que había juguetes queridos: mi único y carísimo Geyperman, y los dos Madelman, y los clics de Famóbil, y los Airgamboys, y el tren a pilas que era el pariente pobre del Ibertren...  Y las decenas de tanques cutrosos que acompañaban a los soldaditos de Montaplex en las batallas decisivas. Algunos se los regalé a no sé quién; otros los destrocé de puro jugar; y otros los perdí cuando los saqué a la calle para jugar con los amigos. También sé que algunos me los robaron en esas expediciones extramuros.

Otros los guardé para que mi futuro hijo jugara con ellos, pero mi hijo, cuando llegó el momento, no les hizo ni puto caso y terminaron otra vez en la caja de la esperanza. Luego hubo un divorcio, dos mudanzas, varios giros del destino, y la caja ya no sé dónde terminó. Espero que no acabara en una guardería de niños maltratadores, como esta Sunnyside de la película .





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Los asesinos de la luna

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Oklahoma no es, desde luego, Noruega. Los noruegos, cuando descubrieron sus bolsas de petróleo, nacionalizaron el producto como malditos socialistas y convirtieron su país en un referente mundial del bienestar. ¿Educación, pensiones, igualdad, sanidad...? Nada, sobresaliente en todo, como los alumnos repelentes. Y además son guapos, los jodidos, y muy rubias, sus señoras. Y encima tienen los fiordos, y los veranos frescos, y esas cabañas como de cuento. 

En Oklahoma, sin embargo, cuando se descubrió petróleo en las tierras de los osages, allá por los felices años veinte, lo primero que hicieron los indios fue derrochar el dinero como haría el hombre blanco invasor: cochazos de la época, joyas, vestimentas, casoplones, sirvientas en el hogar... La casa por la ventana, o la choza. A los jefes de la tribu no se les ocurrió pensar de una manera escandinava, o no les dejaron hacerlo desde Washington, o desde la Standard Oil, que tanto monta monta tanto. A saber, porque la película dura tres horas y pico y no dedica ni un minuto a explicar el intríngulis legal de los indios en la reserva y los hombres blancos acechando su riqueza desde lejos.

En 1920 ya no regía la ley del Far West, así que no podía venir John Wayne con el rifle a despojar a los indios de sus tierras. El hombre blanco tuvo que inventar métodos más refinados para robarles y matarles, y de eso va, justamente, este día sin pan que es la última película de Martin Scorsese. Y mira que yo me puse en plan cinéfilo, sin el teléfono a mano, la persiana bajada, la agenda despejada (bueno, eso siempre), con la firme intención de aguantar los 300 minutos como un estoico pedante y gafapasta. Pero no pude. A la hora y media ya me dolía el culo y se me dispersaba la atención. Y aunque la película no está mal, y mantiene el interés hasta el final, tuve que intercalar un partido de la copa del Rey para tomar aire y regresar con aires renovados a la eterna avaricia de los yankis. “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”, que cantaba Javier Krahe. 





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Blue Lights

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“Blue Lights” es el cóctel resultante de mezclar “Canción triste de Hill Street” con una película de Ken Loach y luego añadirle unas gotas de malotes de suburbio: unos mafiosillos de película de Guy Ritchie, por ejemplo, pero sin gracia ninguna. 

“Blue Lights” es un híbrido extraño, una quimera. A veces funciona y a veces no. Hay ratos que estás muy atento a lo que sucede y otros que puedes seguir los diálogos algo despistado, mientras friegas los cacharros y adecentas un poco el salón-comedor. Porque hay migas por ahí, y pelos de Eddie, y mantas ya hechas un gurruño de tanta cinefilia desatada. 

“Blue Lights” -y no “Blue Nights”, como dice mi amigo, que era otra serie de la BBC sobre masturbadores en la madrugada- también se parece un poco a “Starship Troopers”. Si cambias a los insectos del planeta Klendathu por los macarras del Belfast proletario, te sale más o menos la misma historia: unos pibones de la hostia -o al menos a mí me lo parecen- que hacen méritos para vestir el uniforme y unos machos necesitados de amor que con un ojo apuntan su arma y con otro no pierden ripia de lo ajustado que les queda la vestimenta. Eros y Tánatos... El dios Marte y la diosa Venus. Donde pongo el ojo pongo la bala y además la picha si me dejan. Un argumento tan clásico que siempre funciona en nuestras mentes de macacos.

“Blue Lights” está bien, no digo que no, pero no merece que se tiren tantos cohetes en las fiestas de nuestro pueblo. En la crítica especializada nos aseguraron que era la “serie extranjera del año”, como si no hubiesen pasado por nuestras pantallas los finales de “Succession” o de “The Crown”. O de “La maravillosa Mrs. Maisel”.

Me había dicho el amigo que “Blue Nights” (sic) era como “Happy Valley” pero sin melodramas familiares. Puro magro policial de los británicos. Casi una serie de acción. Pero se ve que él también estaba limpiando su salón cuando las policías y los policíos –“los fuerzos y cuerpas de la seguridad del Estado”, que dijo una vez Irene Montero- se abrían en canal para solventar sus traumas personales y, ya de paso, conmover a sus compañeras de patrulla a ver si por fin caía la breva. 





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Forajidos

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Las tías buenas solo se acuestan con los futbolistas o con los forajidos. Es la pasta, estúpido. El estatus. Es un rasgo evolutivo que perdura en la "Femina sapiens" de cuando el malote sin escrúpulos aseguraba un trozo mayor de carne y se hacía a hostia limpia con la cueva más confortable. Es una predilección sexual que viene cincelada en los genes.

Forajidos hay de muchos tipos, y el gremio de atracadores de bancos sólo es uno de ellos. Pero uno muy habitual en el cine negro americano. Y en los cómics de Makinavaja... Los banqueros, curiosamente, también son unos forajidos de cuidado, los que más roban con diferencia entre carcajadas y a manos llenas, pero lo hacen sin pañuelos en el rostro ni revólveres en la mano. Así que la clientela no siente miedo ni sufre patatuses. Y además te regalan una tele de vez en cuando. 

Lo que pasa es que en el cine americano te acusaban de comunista si denunciabas las malas prácticas de los banqueros. Y ahora igual. (Las tías buenas como Kity Collins, por cierto, también prefieren a un banquero ladrón antes que a un barrendero poeta). 

Lo de las tías buenas viene de lejos, de sus tiempos en el instituto, cuando preferían al macarra sociopático antes que al buenazo con coderas. Siempre ha sido así, desde que los sumerios inventaron la escuela para que papá y mamá pudieran segar los trigales despreocupados. Las tías buenas intuyen que el malote con moto, el chuloputas con gracejo, el hijoputa que acelera su buga en la carretera comarcal, va a convertirse de mayor enel amo del cotarro. En el forajido de leyenda. Porque para alcanzar el estatus que ellas desean y merecen sólo existen Tres Caminos de la Verdad: estafar al cliente, explotar al empleado o engañar al Estado. El día a día de los forajidos, vamos. Algunos recorren incluso los tres caminos a la vez. 

Decía mi abuela que en todo hombre de éxito anida un ladrón y es verdad. A no ser que te hagas futbolista de élite o te lleves de rebote el premio Planeta, que incluso ahí habría que sacar la lupa a pasear. 






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Ascensor para el cadalso

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“Ascensor para el cadalso” no sería ese clásico que perdura en nuestra memoria si no fuera por la música de Miles Davis. Creo que en eso estamos todos de acuerdo. La pelicula, como thriller, solo tiene un pase, y con la belleza de Jeanne Moreau paseando por París no hubiera bastado para encumbrarla. Y mira que era bella, Jeanne Moreau... La película necesitaba un golpe de suerte para alcanzar la trascendencia, la inmortalidad de las filmotecas. Y el golpe de suerte llegó con Miles Davis, que estaba paseándose por las cercanías del rodaje. París - siempre tan culta, tan chic, tan atrevida- era entonces la avanzadilla del jazz en Europa, así que el golpe de suerte también tuvo algo de destino escrito en el viento.

He leído la historia en internet: terminado el rodaje de la película, un ayudante de Louis Malle averigua que a Miles Davis le han suspendido varias actuaciones y que anda libre por la ciudad. Piensa que a la película le quedarían cojonudas unas improvisaciones de su lánguida trompeta. Cine negro francés con banda sonora de cine negro americano... Al ayudante no le cuesta mucho convencer a Louis Malle porque él también era un gran aficionado al género. Miles Davis accede a un acuerdo monetario y Jeanne Moreau se presta a hacer de simpática anfitriona en las jam sessions. Los astros empiezan a alinearse en el pentagrama. En apenas unos días, Miles Davis y sus muchachos improvisaron unas musiquillas frente a las imágenes ya rodadas, y de algún modo mágico, inspirados por ese pasear tambíen lánguido de Jeanne Moreau bajo la lluvia, dieron con las notas exactas y ya inolvidables.

“Ascensor para el cadalso” forma parte de este ciclo tontísimo que me he autoimpuesto: “Películas que transcurren en París después de haber visitado Paris”. Y es que tiras de la cuerda y no paran de salir chorizos... Pero aquí, la verdad, no sale mucho la ciudad. De hecho, increíblemente, nunca se ve el falo metálico de la Torre Eiffel. Sí, un poco, el Sacré Coeur de Montmartre, tras el ventanal del asesinato. El Sacré Coeur es esa puta iglesia que edificaron para honrar a los caídos en la lucha contra La Comuna... El Valle de los Caídos francés, como si dijéramos. Qué asco, nen. Pero qué película tan bonita.





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