Vida privada

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Las parejas que ya no follan, que encadenan meses de mutua indiferencia sin mediar una tara o una enfermedad, han dejado de ser parejas. Siguen siendo dos personas, claro, y el diccionario de la RAE, siempre tan puntilloso, no les va a privar de ese estatus superior de lo numérico. Pero estas personas ya no son amantes, sino otra cosa: compañeros de dormir, o colegas de la rutina. Dos nostálgicos, quizá, del amor perdido. Donde no hay sexo quizá reina el cariño, el apoyo, la mutua confianza... Esas palabras tan nobles pero tan paticortas. El amor, sin el sexo, ya no es amor, del mismo modo que la paella, sin arroz, ya no es paella. Puede salir un guiso muy sabroso con los otros ingredientes, pero hay que ponerle otro nombre para no engañar, y no engañarse. Como dicen ahora los modernos, currarse un naming.

    Rachel y Richard son  ex-pareja y residentes en Nueva York, que diría la azafata del Un, dos, tres. Parecen salidos de una película de Woody Allen, con sus inquietudes culturales y sus neurosis manhattianas. Ponen música clásica en casa, juegan al squash con sus amistades y hablan mucho de sexo sin practicarlo, en los minutos previos al dormir. Rachel y Richard hace ya algún tiempo que traspasaron la frontera de los cuarenta años y desean tener un hijo a toda costa. Incapacitados para la fecundación “natural”, recurren a la fecundación in vitro, en consultas muy complejas con médicos que cobran un pastón por cada intento. Pero encadenan un fracaso tras otro, y la película, que empieza con tintes de comedia, termina convirtiéndose en un viaje simbólico  al corazón de las tinieblas... El tono se vuelve triste y amargo. 

    Pero eso no es lo peor de Vida privada: lo peor es que el espectador vive una disonancia emocional continua con esta pareja desesperada. Rachel y Richard son buena gente, pero están cometiendo un error fatal. Hace mucho, mucho tiempo -y fue además en una galaxia muy lejana- que ellos ya no follan, y es obvio que su relación se ha vuelto insatisfactoria y disfuncional. Ya no se aman. Y en ese contexto tan poco propicio para la paternidad, aunque la directora de la función se empeñe en conmovernos con su desgracia reproductiva, nosotros, en el sofá, casi nos alegramos de que la ciencia, en esta caso, no acierte a dar con la solución.