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En mi colegio también se oían… cosas. Rumores. Que si a uno
le habían metido mano por la espalda mientras le explicaban las matemáticas o
que si a otro le habían dicho que sería un alumno guapísimo si se peinase de
otra manera. Cosas así, de reírse uno por lo bajo, en la tontuna de aquellos
años. Pecados “veniales” que los Hermanos cometían sobre alumnos internos porque
estos vivían en la prisión escolar de lunes a viernes sin el amparo inmediato
de unos padres que residían muy lejos, en los montes, o en los campos, amasando dinero con el negocio agropecuario. Pero ni siquiera nosotros, los
miembros de la Resistencia, los afiliados a la Corriente Anticlerical, nos tomábamos
muy en serio aquellas maldades que se difundían en los recreos, o en los
partidillos de la salida. Nosotros estábamos convencidos de que los Hermanos no
eran, por supuesto, célibes, y que de algún modo se las apañaban para romper su
voto de castidad, porque nadie, nadie en este mundo, está libre del aguijón del
deseo. Pero no les imaginábamos como les describen ahora en las películas -pedófilos
y miserables- sino trajinándose a las señoras de la limpieza en la soledad del
colegio ya casi anochecido, o, con más verosimilitud, acostándose entre ellos
en el colegio ya anochecido del todo, en sus habitaciones privadas, por parejas
o en grupos, en actos que a veces imaginábamos apresurados y sórdidos y otras
veces muy festivos y semejantes a una bacanal.
Yo tenía un amigo que era caricaturista nato, candidato a trabajar
algún día en las páginas de El Jueves -que era nuestra revista clandestina-, y
a veces, en las horas más aburridas del bachillerato, improvisaba un cómic
erótico de Hermanos lujuriosos que era el puro descojone del aula, y también un
frasco de nitroglicerina muy poco estable, que pasando de mano en mano podía
estallar en cualquier momento y provocar una expulsión fulminante. Ése era el
ambiente que se respiraba en mi colegio, en el bachillerato, muchos años antes
de que los escándalos de Boston pusieran en marcha la maquinaria de las denuncias
y las confesiones, y comprendiéramos, leyendo los periódicos, y viendo las
películas, que el asunto no era nada jocoso, sino un drama terrible para quienes
guardaron durante años el secreto de su vejación.
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