O que arde

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En León, de niños, cuando conocíamos a alguien que creía en brujas, evitaba gatos negros o hablaba el castellano con acento sospechoso, de la frontera, decíamos que parecía “de la Galicia Profunda”, así, para faltarle, como quien hablaba del País de los Tontos o de la España sin remedio. Algo muy hiriente, por supuesto, y además de mucho chiste, porque nosotros, que éramos más de barrio que el bar Paco, descendíamos de abuelos criados en otras profundidades parecidas de León, en la montaña remota, o en el mar de cereal, territorios de la vieja Reconquista donde las supersticiones, los curas con sotana y los votantes de AP -luego del PP- también eran extrañezas antropológicas que la modernidad no acababa de desterrar. Y ni pinta tiene, aún, de haberse puesto a la tarea…



    Antes de que construyeran la autopista de La Coruña, cuando para llegar a Galicia tenías que conducir la hostia de kilómetros, atravesar dos puertos nevados y dejarte el vómito en cientos de curvas, Galicia, vista desde León, era como un territorio de cuento, con muchas brumas y muchas fragas -qué gracia nos hacía, aquello de “fragas”, casi tanto como lo de “follas novas” de Rosalía de Castro, que nosotros, en clase de literatura, siempre decíamos “ojalá, y aunque fueran vejas…”. La Galicia de nuestra infancia era un estereotipo de mujeres vestidas de negro que hacían conjuros y hombres vestidos de paletos que se santiguaban a todas horas, por cualquier majadería. Una garrulada que nos venía de la literatura, del cine, de los humoristas de la tele que imitaban el acento gallego para parecer más tontos o más atávicos. Como hacen ahora con los murcianos…

    Galicia era una especie de travesía medieval que nos separaba de La Coruña, y de Vigo, que eran ciudades donde sí parecía existir la vida moderna, civilizada, con equipos de fútbol que recibían al Madrid y al Barça en sus estadios siempre encharcados, y donde una vez se produjo el milagro de Germán Coppini y su banda de música, los Golpes Bajos, que todavía llevo en el iPod por los montes y carreteras.



    Todo aquello eran, por supuesto, prejuicios de chavales poco leídos y poco viajados. Tardé muchos años en conocer Galicia porque uno, de vocación, como buen leonés, siempre tiró para Asturias en el ocio, y en el amor, y en lo de mojarse el culo en el mar, pero ahora que de cuarentón vivo casi en los límites, y que me adentro cada vez más en sus territorios profundos, y también en los pegados al mar, en lo que el fuego y el petróleo arrasan o perdonan, voy pidiendo perdón cada vez que conozco un nuevo rincón, un nuevo recodo, por las ofensas cometidas en la juventud. En Galicia todo es tan bello como en mi tierra de León. O tan feo, según...  ¿Y las gentes? Pues como en todos los sitios: hay de todo, como en la viña indistinguible del Señor. Pero en Galicia, ay, está el océano. El océano…