Bron (El puente)

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En las buenas novelas policíacas, el asunto del crimen viene a ser un asunto irrelevante. O, como mucho, una excusa argumental. Lo importante, lo que a uno le seduce, es el viaje personal del detective, que profundiza en el conocimiento de sí mismo y de los hombres. Lo otro, el afán inteligente del malvado, o el poder deductivo de su perseguidor, puede ser brillante, sorprendente, pero hay que recordar que incluso las aventuras de Sherlock Holmes no las narraba el propio Sherlock -que era un asperger redicho y de prosa ingenieril- sino su adlátere, el señor Watson, que proyectaba en sus diarios la perplejidad y la emoción de vivir al lado del hombre más inteligente de Londres y posiblemente del Imperio Británico.



    Bron, a los efectos, es una gran novela policíaca. Las fechorías de ese nórdico trastornado que pretende vengarse de la sociedad son eso, muy nórdicas, milimétricas y eficientes. Jamás comete un error, siempre llega a la hora y nunca dice una mentira ni siquiera por teléfono, cuando el rubor ya no puede traicionarle el blanco de la piel. Los nórdicos, puestos a buenas, te fabrican un Volvo perfecto o te levantan una sociedad envidiable, pero a malas, cuando les dé por ahí, será mejor que nos echemos todos a temblar…

    El juego del gato y el ratón que propone Bron resulta la mar de entretenido. Pero no es eso lo que te lleva a zampar los episodios como albóndigas grasientas del Ikea. Es la deriva de sus protagonistas lo que intriga más que el desenlace de los asesinatos. Saga, la agente sueca, es la Sherlock Holmes del reparto, la mujer con TEA a la que se le escapa lo emocional pero clava el dato frío y el pensamiento lógico. Martin, por el contrario, es el policía bronco, falto de método, que lleva la emoción a flor de piel y la polla siempre en alerta. Podríamos decir, haciendo un símil neurológico, que Saga el córtex prefrontal y Martin la amígdala que no para de dar por el culo, a veces literalmente.

    Con el discurrir de los episodios, Saga tendrá que imitar a Martin, y Martin a Saga, porque "Bron" también es una "buddy movie" clásica de los americanos. Pero en ese aprendizaje de ser unas personas distintas y mejores, ambos se acabarán estrellando contra el granito de sus personalidades. Nadie cambia. O cambia tan poco que no lo detectan los aparatos de medida. A veces, para asumir esa certeza, hay que emprender un viaje larguísimo de diez episodios que termina en el punto de partida. "Bron" es un puente, pero también un círculo.