La mentira de Lance Armstrong

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La mentira de Lance Armstrong es un documental que contiene varias películas en su metraje: la del enfermo de cáncer, la del superciclista de Marvel, la del mentiroso compulsivo... Y por último, la del arrepentido que se entrega en la comisaría de Oprah Winfrey. Las andanzas de Lance Armstrong -que además siempre ha tenido la chulería retadora de un vaquero de Texas- recorren varios géneros cinematográficos, y por eso me permito la licencia de incluirlas en estas cinefilias, que además son mías, y libérrimas, porque casi nadie las lee, y los polos opuestos del muy leído y del nada leído se juntan en estas autonomías.



    Recuerdo, como aficionado al ciclismo, las primeras andanzas de Lance Armstrong en el pelotón. Era un americano bragado, con dos cojones, implacable en las carreras de un día, pero incapaz, en las grandes vueltas, de subir los puertos con los mejores. Un buen corredor, excelente incluso, campeón del mundo de fondo en carretera, pero de ningún modo el sucesor de Greg Lemond, su compatriota que conquistaba los Tours. Un ciclista más, Lance Armstrong, en la memoria de los aficionados, sino fuera por el cáncer inesperado que casi lo mató, y del que regresó convertido en un ciclista completamente diferente: un cocodrilo de las alturas, un Fitipaldi de las contrarrelojs, el conejo Duracell en los llanos interminables… Un cambio radical. Un héroe de cómic. Un moribundo que tras someterse a una dosis excesiva de radiación se había convertido en una máquina perfecta de pedalear, Pedalmán, o Megapulmón, el 5º Fantástico del grupo.

    Un periodista de la época dijo. “O es la mayor hazaña de la historia del deporte, o es el mayor engaño de la historia del deporte”. Y al final, como muchos sospechaban, fue lo segundo. Unos tenían pruebas de su trapicheos, pero no cantaban, y sólo confesaron cuando llegaron los federales con sus placas, como en las películas. Otros, los enfermos que tomaron a Lance Armstrong por un mesías, rezaban todas las noches para que los rumores sólo fueran eso, rumores. Y otros, sin pruebas, y siempre desconfiados de los predicadores, y de los resurrectos, teníamos muchas ganas de que sus trapicheos con la EPO se demostraran de una vez. Porque a algunos, en el fondo, para qué engañarnos, nos jodía mucho que el Tour de Francia se llenara de banderas americanas en las curvas de los puertos míticos.

    Casi todo el pelotón iba hasta las cejas en aquella época, eso es verdad. Pero el americano las llevaba siempre a la moda. El alumno aventajado, y el más mentiroso.