El juego de Bender

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El año 3000 de la humanidad es casi idéntico al año 2020. La única diferencia es que dentro de mil años, gracias a la tecnología, todo llegará más rápido y más lejos. Las buenas noticias, los paquetes de Amazon, y las decisiones absurdas de los gobernantes. Habrá extraterrestres caminando por nuestras calles, pacíficos y variopintos, pero será como cuando llegaron los chinos a León hace cuarenta años, a abrir el primer restaurante, o el primer bazar de Todo a 100, que girábamos el cuello al cruzarlos y luego ya los integramos en el ecosistema como vecinos de toda la vida. Y un chino, en León,  hace cuarenta años, era como un venusiano de Futurama, o como un bicho verde procedente de Alfa Centauri.



    Pero Futurama, sin Bender, sería menos Futurama. La serie, por sí sola, es cojonuda, traviesa, desborda imaginación y mala leche. Pero con Bender es una serie superior. Bender es su salto cualitativo, su icono pop. Su banderín de enganche para el público más adulto, que se reconoce en su cinismo. Donde asoma el fantasma del to er mundo e güeno, Bender pone la cordura y la reflexión oportuna. Este robot uniantenal, unicórnico, es el digno sucesor de Diógenes de Sinope, que vivía en un tonel y caminaba desnudo por la calle, del mismo modo que Bender vive en el cuarto de las escobas, y camina con lo puesto en la fábrica de Tijuana.

    Pero hasta ahí, llegan las similitudes. Porque Diógenes creía realmente en la frugalidad, en el desprecio de lo material, y vivía acorde a sus enseñanzas, mientras que Bender es pobre porque no tiene otro remedio. Cada vez que su ansia desmedida le colma de riquezas- en alguna aventura loca por los sistemas extrasolares-, se le rompe el saco de la avaricia. Bender en el fondo es un patán, un bobolón, y tampoco le ayuda mucho que su líquido conservante, imprescindible para seguir funcionando, sea el alcohol de las cervezas.

    La humanidad del siglo XXX, para prevenir las guerras anunciadas en Terminator, hizo que todos los robots se dieran a la bebida. Eso los vuelve impredecibles, pero también egoístas y descoordinados, incapaces de sostener una rebelión contra sus creadores. Un recurso de manual, en los viejos libros de los capitalistas, y de los esclavistas.