Gambito de dama

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A mi madre, cuando yo era muy pequeño, el pediatra le dijo que yo era un retrasado mental, que era la terminología que se usaba por la época. Yo, la verdad, a decir de los que me conocieron, estaba todo el día en Babia, a lo mío, sin hablar demasiado. “Pobrecico mío”, dicen que decía, una tía mía...

    Luego resultó que aprendí a leer con mucha precocidad, y a llevar las cuentas sin equivocarme casi nunca. Yo era el orgullo de las señoritas del parvulario, que sin hacer grandes pedagogías sacaban de mí petróleo, y hasta gases naturales muy estimados en los colegios. Como por entonces la palabra autismo sólo se usaba en América, a nadie le dio por pensar que yo podía ser un Rain Man de cuando antes del estreno, tan apocado para unas cosas y tan brillante para otras. Pero esa época también llegó a su fin: a los seis años descubrí el fútbol, los cromos, los superhéroes, y me socialicé con los rapaces como todo hijo de vecino, todo el día a hostias, a goles, a quedadas, a aventuras tenebrosas por las lindes del barrio...

    Fue entonces cuando mi padre se animó a enseñarme a jugar el ajedrez. Él fue para mí lo que el bedel Shaibel para Beth Harmon. Aprendí a mover las piezas y a sortear las trampas tontas para noveles. Nada genial, por supuesto, nada de niño prodigio. Si no, no estaría aquí, escribiendo estas cosas. Mi padre me ganaba dos de cada tres veces, y él sólo era un jugador de cafetería, de mover las piezas mientras hablaba de fútbol y pedía un coñac de la marca Carlos III, que era su preferida.

    Durante la adolescencia, como Beth Harmon, pero a millones de neuronas-luz, profundicé en los secretos del ajedrez. Llegué a comprar libros de aperturas, de partidas magistrales, de posiciones a estudiar...  Lo mal-resolvía todo en un tablero de madera noble que mis padres compraron con la ilusión de mi inteligencia. Aquella impostura me duró dos o tres veranos, los que tardé en comprender que este juego endemoniado tiene más que ver con la memoria que con la inteligencia. Y yo, además, en la vida real, iba acumulando pruebas de que tampoco era muy inteligente que digamos. Una cosa eran los sobresalientes y otra, muy distinta, la conducta adaptativa. Y yo llevo desadaptado desde el día que nací.