El año del descubrimiento

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Mientras el príncipe desfilaba con su bandera en los Juegos Olímpicos de Barcelona, y en la Expo de Sevilla te cobraban cien pelas por un chupa-chups recalentado a 40 grados a la sombra, en Cartagena, Murcia, muy lejos del espejismo de la España efervescente -la España de oropel que luego las crisis han ido desmontando hasta dejarla desnuda de vergüenza-, la gente se quedaba sin trabajo. Y protestaba. Y salía a la calle a ser escuchada por sus políticos. 

    De aquella -joder, Murcia, quién te ha visto, y quién te ve- eran políticos socialistas, elegidos por los trabajadores que confiaban al menos en su comprensión, ya que no mucho en su eficacia.  Pero aquellos políticos eran demasiado cobardes para desobedecer a Lengua de Serpiente, que jugaba al billar en la Moncloa mientras las industrias públicas se vendían a los buitres carroñeros. Y si no eran de la clase cobarde, los socialistas, no muy distintos de los de ahora, deslumbrados por el sino de los tiempos, soñaban con vivir entre la beautiful people que tenía a Carlos Solchaga como portador de la divina palabra y de la oportunidad financiera. Despreciables los primeros, miserables los segundos.

    Sea como sea, a aquellos cartageneros de mono azul nadie les hizo ni puto caso, porque ya entonces hacerle caso al pueblo se llamaba “populismo”, y yo desde aquí aprovecho para reivindicar esta bendita palabra. Los politicastros, encastillados en sus palacios prestados, remitían a sus votantes a Bruselas, a Wall Street, a su puta madre con perdón, para que alguien sin nombre, pero con un traje muy caro, y hablando un inglés incomprensible, les solucionara el problemilla. Qué gente más molesta, la verdad, estos cartageneros sin empleo, ponerse a protestar en 1992, cuando todo el mundo nos admiraba porque éramos un ejemplo de reestructuración y modernidad.

Y al final, lo de siempre: como la masa enfurecida no sabía inglés, ni tenía ganas de viajar a Bruselas, llegaron unos antidisturbios muy simpáticos a decirles que si se habían quedado sin trabajo, o sin el trabajo de las futuras generaciones, pues ajo y agua. Que ellos también tenían que defender sus empleos y el pan de sus hijos, y que hicieran el favor de disolverse.

“Sería fantástico que no perdieran siempre los mismos”, cantaba Serrat en su himno. Pero los de siempre volvieron a perder. La lucha de clases está perdida de antemano, ya lo sabemos. Somos rojos, pero no imbéciles. Nos queda el único gozo de ganar alguna batalla ocasional. En Cartagena, 1992, Año del Descubrimiento, tampoco pudo ser.