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El chiste infinito que
sostiene la trama de “Frasier” es que ser psiquiatra no te salva de la necesidad
de acudir a un psiquiatra. Como le pasaba a la doctora Melfi en “Los Soprano”,
que buscaba la ayuda de un colega para recomponer su estructura emocional. La
diferencia es que ella se volvía loca por culpa de Tony Soprano, mientras que Frasier
y su hermano Niles ya vienen neuróticos de serie, tan inteligentes como
inadaptados. Incapaces, además, de someterse al escrutinio de otro colega
porque ellos son los más listos y los más guapos en el cotarro.
Decir que uno se parece a
Frasier Crane es como decir que uno se parece a ese hombre que pasa con el
tractor, camino de la huerta. Todos somos básicamente iguales cuando nos
quitamos el traje de faena. Leer libros o escardar cebollinos no supone una
diferencia fundamental. Y por supuesto: los títulos universitarios -aunque sean
de la Ivy League y los pongas en un marco de caoba- no te salvan de padecer los
mismos males del iletrado. O del maestro de la escuela. La cultura no tiene
nada que ver con la inteligencia. Y mucho menos con la inteligencia emocional.
Un título de psiquiatra no te libra de la tiranía del instinto, ni de su conflicto
con la cultura. Lo dijo hace más de un siglo el abuelo Sigmund de Viena, que fue
otro eminente psiquiatra atrapado en la contradicción: al final no somos más
que un ramillete de pulsiones, y un Yo desbordado que trata de poner orden en
el caos.
Aclarado esto -la semejanza
universal- tengo que confesar que a veces me parezco a Frasier Crane y me
preocupo. Pero también es verdad que a veces no me parezco y siento el alivio
de ser como soy. Su petulancia me indigna, pero su infantilismo me hermana. No necesito
sus trajes de Armani, pero sí la facilidad con la que asume sus errores. Me repele
su egolatría, pero me vence su rectitud. Su pedantería también es un poco la
mía, aunque yo estoy en vías de reformarme. Creo.
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