Donde hay amor, hay
celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama. Un amor que no teme perder a su amante es
un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de
flor en flor.
Pero los celos, para
que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious
mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un
porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales
imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo.
Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi
indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo
cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza.
Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación
cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que
seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.
Los celos, cuando se
desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con
la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que
los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube
de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo
que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el
siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una
pastilla.
Luego, lo curioso, es
que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de
realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un
hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su
vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre
en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino
constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad
habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con
humedades. Quizá una metáfora de su relación.
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